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publicado el 23 de julio de 2014

El horror de un pasado atroz



El estatus de culto que atesoran las producciones de serie B de Val Lewton para la RKO de mediados de la década de 1940 deriva en buena medida de sus dos primeros filmes dirigidos por Jacques Tourneur, La mujer pantera (Cat people, 1942) y Yo anduve con un zombie (I walked with a zombie, 1943); el resto de títulos auspiciados por el productor y guionista no van a la zaga de sus dos propuestas fundacionales y, de hecho, se decantan de manera más o menos sutil pero inequívoca hacia el thriller –El hombre leopardo (The leopard man, Jacques Tourneur, 1943), Barco fantasma (Ghost ship) y La séptima víctima (The seventh victim), dirigidas por Mark Robson en 1943– y/o el melodrama decimonónico, como La isla de la muerte (Isle of the dead, 1945), Bedlam, hospital psiquiátrico (Bedlam,1946), también de Robson. En este contexto, El ladrón de cadáveres ocupa un lugar un tanto particular, tanto por el original literario del que procede –el relato homónimo de Robert Louis Stevenson, publicado en diciembre de 1884– como por su relación con el cine de terror estadounidense de la década anterior, bastante más evidente que en el resto de producciones de Lewton.

Pau Roig | Su máximo responsable, Robert Wise (1914-2005), había debutado poco antes en la dirección de la mano del mismo productor con la extravagante fantasía infantil La maldición de la mujer pantera (The curse of the cat people, 1944), que ni puede considerase un filme de terror ni tampoco, estrictamente hablando, la continuación del filme dirigido por Jacques Tourneur. Wise sustituyó al director previsto inicialmente, Gunther von Fritsch, y ese mismo año se responsabilizaría del drama bélico de época Mademoiselle Fifi (Id., 1944), segundo y último intento de Lewton de desmarcarse del género que, un tanto a su pesar, marcaría su corta pero intensa carrera. Lejos aún de la maestría con la que abordaría los más variados géneros a lo largo de su irregular filmografía –incluido el horror, como certifica la genial La casa encantada (The haunting, 1963), aunque años después firmaría la bastante ridícula Las dos vidas de Audrey Rose (Audrey Rose, 1977)–, Wise ilustra con oficio pero desde una distancia quizá exagerada el guión de Philip MacDonald, que fue reescrito casi por completo por el propio Lewton (oculto detrás el seudónimo de Carlos Keith); más que en el citado relato de Stevenson, que apenas ocupa los diez minutos finales del metraje, el argumento se inspira en la tristemente célebre historia real de los asesinatos de Burke y Hare (también conocida como los asesinatos de West Port), cometidos en Edimburgo entre noviembre de 1827 y octubre de 1828 y atribuidos a los inmigrantes irlandeses William Burke y William Hare, que vendieron los cadáveres de sus 16 víctimas como material de disección al doctor Robert Knox del Edinburgh Medical College (la paga por el primer cadáver fue de 7 libras y 10 chelines). Burke, Hare y Knox, en todo caso, son en el filme nombres de un pasado no muy lejano pero prácticamente olvidado –aunque la acción transcurre tan sólo dos años después del ajusticiamiento público de Burke, el 28 de enero de 1829; Hare fue puesto en libertad aunque desapareció poco después sin dejar ni rastro–, pero que constituyen una mancha negra en los inicios de la brillante carrera del envarado profesor universitario Wolfe MacFarlane (Henry Daniell), que verá peligrar su posición y también su cordura con la (re)aparición de John Gray (impresionante Boris Karloff), un antiguo ladrón de cadáveres que trabaja de cochero pero que en sus horas libres es capaz de conseguir, con inusitada facilidad, la materia prima indispensable para el desarrollo de las clases de anotomía. En el siglo XIX, en efecto, Edimburgo bien podía considerarse la capital mundial de la medicina y, ante la enorme afluencia de alumnos, para los estudios de disección eran necesarios muchos más cadáveres que la facultad recibía de forma oficial, en su mayor parte criminales ejecutados e indigentes de los que nadie reclamaba los restos.



MacFarlane ejerce en un primer momento de personaje secundario en beneficio del estudiante Donald Fettes (Russell Wade), a quién el primero ha convertido en su asistente personal para impedir que abandonara los estudios de medicina. Fettes es joven, íntegro y un poco ingenuo, aunque pronto verá como sus ideales se tambalean: primero, al descubrir los poco ortodoxos métodos de su maestro para conseguir cadáveres para las clases de disección –“Hombres ignorantes han entorpecido el progreso médico con leyes estúpidas e injustas; si esa torpeza no cesa los médicos tienen que encontrar otros caminos”, serán sus palabras– y, después, la absurda arrogancia y también la falta de tacto de las que hace gala ante sus pacientes. Desde la brillante escena inicial, en la que el estudiante conversa en un apartado cementerio con una mujer de avanzada edad que ha ido a recoger a su perro, lamentándose de no poder pagar a un vigilante para proteger la tumba de su esposo de los ladrones, el camino de Fettes será un viaje iniciático hacia el horror del que conseguirá salir milagrosamente con vida, en buena medida gracias a la fuerza vital de la niña Georgina (Sharyn Moffett), aquejada de un tumor traumático que le impide caminar y la mantiene postrada en una silla de ruedas; su madre (Rita Corday) ha recurrido desesperada a MacFarlane, el único cirujano capaz de realizar una complicada operación de la columna vertebral que nunca antes se ha hecho. “Tengo la responsabilidad de educar a treinta médicos que atenderán a mil niños como el suyo”, le espetará MacFarlane a la dama, aunque ante la insistencia de Fettes –y gracias a la providencial / inquietante intervención del personaje interpretado por Karloff– acabará realizando la operación. Las ganas de vivir de Georgina y el empeño incansable de su madre representan la luz a seguir para el joven estudiante, contrapuestas en todo momento a la oscuridad y amargura que, en el fondo, esconde tanto MacFarlane como el triángulo que conforma junto a su esposa Meg (Edith Atwater), que hace el papel de sirvienta de la casa para no ensombrecer el éxito de su marido, y el siniestro Gray, atrapados por el peso de un pasado demasiado terrible para ser olvidado: “Puedes ser médico con las cosas que vieron tus ojos?” preguntará en una de las escenas culminante Gray a MacFarlane. Ambos personajes, tan distintos pero a la vez tan similares, pueden contemplarse en determinados momentos como las dos caras de una misma moneda: “Soy un hombre pequeño y humilde, y por ser pobre tuve que hacer muchas cosas que no quería hacer. Pero mientras el gran Dr. MacFarlane me escuche y me obedezca sigo siendo un hombre. Y si no tengo eso, no tengo nada, sólo soy un cochero y un ladrón de cadáveres”. La delicada, sobrecogedora interpretación de Karloff consigue con pasmosa facilidad que su personaje, sin duda abominable, llegue a resultar bondadoso y afable, que los espectadores sientan lástima por él incluso en los momentos en los que muestra su verdadera naturaleza trastocada por el horror, de connotaciones casi diabólicas, caso del brutal asesinato de Joseph, el criado de MacFarlane (un patético Bela Lugosi, en su octavo y último enfrentamiento con Karloff pero en un papel de nula relevancia), al que estrangulará al “estilo de Burke y Hare” tras un pedestre intento de extorsión; la muerte de Joseph, sin embargo, será el principio del fin tanto para Gray, que “regalará” el cuerpo a MacFarlane para evitar ser acusado de su asesinato, como para el médico, que no tardará en visitar al cochero en su propia casa: después de intentar comprarlo para que abandone la ciudad, los enemigos íntimos se enfrascarán en una dramática lucha a vida o muerte de la que, contra pronóstico, el médico saldrá vencedor. El horror, el verdadero horror, sin embargo, no ha hecho más que empezar, como demuestra la mirada abatida y triste, derrotada de Meg al constatar el inequívoco destello de la locura en los ojos de su esposo al explicarle que Gray no volverá a molestarlos nunca más.

“MacFarlane me enseñó la matemática de la anatomía pero no pudo enseñarme la poesía de la medicina” dirá poco después Fettes a la madre de Georgina; tras la operación completada con éxito por el cirujano la niña no ha podido caminar, pero en ese instante se levantará de su silla de ruedas para asomarse desde la terraza en la que se encuentran para poder contemplar un caballo que cruza la calle. Fettes correrá a buscar a MacFarlane a la feria a la que ha ido a vender el caballo blanco de Gray, precisamente el caballo que Georgina deseaba ver, para explicarle la buena noticia, pero ésta apenas levantará un poco los ánimos del eminente profesor, que en el fondo, en su falsa modestia, nunca había dudado del éxito de su intervención. A una hora en carro de Londres, MacFarlane, ya completamente fuera de sí, convencerá a Fettes para que lo acompañe a un cementerio cercano para robar un cuerpo que ha sido enterrado esa misma tarde, momento en el que el guión da un inesperado vuelco hacia el horror sobrenatural para adaptar, con bastante fidelidad, el citado relato de Robert Louis Stevenson: bajo una intensa lluvia y con el cadáver en la parte delantera del carruaje, apoyado entre los dos protagonistas, MacFarlane será definitivamente preso de la locura; dentro de su cabeza empezará a oír las amenazantes palabras de Gray –“¡Nunca te librarás de mi!”– y llegará a creer que el cuerpo que han desenterrado es en realidad el del cochero, despeñándose poco después por un barranco. Fettes, que había bajado del carruaje para encender una linterna, será testigo mudo e impotente del fatal accidente, aunque segundos después comprobará que el cadáver que los acompañaba era el de una mujer de avanzada edad. Este abrupto desenlace, probablemente el único posible, entronca de forma sorprendente a nivel estético con el estilo de las producciones de la Universal de la década anterior, caracterizado por su goticismo irreal y sus choques violentos de luces y sombras; muestra también de manera diáfana la voluntad de estilo de Wise, aplicado pero un tanto plano en su realista retrato del entorno médico de mediados del siglo XIX pero capaz, al mismo tiempo, de ofrecer detalles de inusitada truculencia e incontestable poder de sugestión, de manera especial cuando recurre de forma magistral al fuera de campo (la siniestra cortina negra del sótano de la casa de MacFarlane tras la que se ocultan los cadáveres, la muerte del perro que vigila una de las tumbas del cementerio, el estremecedor asesinato de la joven cantante y vendedora de flores en una oscura callejuela a manos de Gray). El resultado, rematado por una edificante cita del médico griego Hipócrates de Cos –“Es a través del error que el hombre intenta y se eleva. Es a través de la tragedia que aprende. Todos los caminos del aprendizaje parten de la oscuridad y llevan a la luz”– es, pese a sus irregularidades, una de las mejores versiones (libres) de la historia de Burke y Hare, a la que sólo La carne y el demonio (The flesh and the fiends, John Gilling, 1959) haría sombra en los años siguientes. Otras adaptaciones dignas de mención son el melodrama The greed of William Hart (Osvald Mitchell, 1948), las más bien burdas comedias / parodias Burke & Hare (Vernon Sewell, 1972) y Burke and Hare (John Landis, 2010) o la espléndida El doctor y los diablos (The doctor and the devils, Freddie Francis, 1985), basada en un guión escrito por Dylan Thomas en 1953.

    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:

    Estados Unidos, 1945. 78 minutos. B/N. Título original: The body snatcher Director: Robert Wise Producción: Val Lewton, para RKO Guión: Philip MacDonald y Carlos Keith [Val Lewton], sobre el relato homónimo de Robert Louis Stevenson Fotografía: Robert DeGrasse Música: Roy Webb Dirección artística: Albert S. D’Agostino y Walter E. Keller Montaje: J. R. Whittredge Intérpretes: Boris Karloff (John Gray), Bela Lugosi (Joseph), Henry Daniell (Dr. Wolfe MacFarlane), Edith Atwater (Meg Camden).


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