publicado el 31 de octubre de 2014
La venganza como mecanismo formal es casi un género cinematográfico. Está en el corazón mismo de muchos westerns, bombea sangre en el centro de lo que fue el género negro y, después de banalizarse en el thriller estadounidense de la última década, ha cobrado nuevas fuerzas en el cine coreano reciente, que lo ha convertido en un poderoso engranaje para trazar recorridos vitales absurdos (véase Old Boy, I saw the devil, One on One…). Ahora vuelve a echar raíces en Blue ruin, un filme estadounidense tan impresionante como modesto, creado, escrito y fotografiado por Jeremy Saulnier, que ha dado un salto impresionante desde su primera película, Murder Party, una suerte de comedia negra ambientada en Halloween. Blue Ruin consiguió el premio Fipresci en el festival de Cannes 2013.
Marta Torres | La película de Saulnier prescinde de entrada de los mecanismos más espectaculares del género. Es un filme preciso, asombrosamente seco, que parece querer dejar a un lado todo lo que estorbe a la mecánica de la venganza que nos desgrana y a su lógica implacable, que llevará hasta sus últimas consecuencias. Como en ciertos filmes de los hermanos Coen, Saulnier se fija en la cara más torpe y gris de Estados Unidos, los asesinatos sucios, las caravanas de clase baja, los sicarios huraños y poco inteligentes, aunque en buena parte del metraje prescinde casi por completo del humor lo que la emparente más eficazmente con Sam Peckinpah (y Perros de paja).
Blue Ruin debe su nombre, al menos en su acepción más literal, al viejo Pontiac azul donde vive nuestro protagonista. Dwight Evans es un vagabundo sin hogar y, al parecer, sin ningún objeto en la vida más que el de dejar pasar los días junto a una playa gris en algún pueblo turístico perdido. El resorte se activa el día que lee en las noticias que un convicto llamado Will Cleland está a punto de dejar la prisión. El que había sido un organismo casi inactivo despierta de su letargo para empezar a buscar al que fuera el culpable de su actual postración. Empieza aquí una espiral de tensión sabiamente dosificada, punteada por breves estallidos de violencia torpe, sucia y desmadejada. En el mundo de Blue Ruin la violencia no es bella, ni tiene el ritmo de las películas de acción de Hollywood, es otra cosa. Te deja en la boca el sabor rasposo de ciertas pinturas negras de Goya. No en vano la otra acepción de Blue ruin, la menos literal, sería triste ruina.