publicado el 5 de abril de 2006
Marta Torres | Antes de empezar a analizar una película como El pozo hay que tener claras dos cosas. En primer lugar, se trata de un producto comercial hecho con el único propósito de agradar a un mercado japonés (y asiático) que tiene muy claro lo que quiere de una película de terror. En segundo lugar, nos encontramos ante la secuela de la genial Llamada Perdida (Chakushin ari, 2003), una vuelta de tuerca muy personal del cine de fantasmas nipón a cargo del hiperactivo Takashi Miike. [1]
El realizador Rempei Tsukamoto se ha enfrentado a su primera obra para el cine (antes sólo había realizado largometrajes para televisión) con el doble propósito de contentar a los seguidores de un género tan trillado como el terror (adolescente) japonés, con sus típicos fantasmas femeninos de pelo largo y jóvenes asediados por antiguas maldiciones, y, a la vez, dar la réplica a la particular visión del género que aportó en el anterior filme un autor como Miike.
Al igual que Miike, Tsukamoto contaba con un guión un tanto encorsetado escrito por Miwako Daira según la novela de Yasushi Akimoto. Los protagonistas reciben una llamada del futuro donde se escuchan a ellos mismos en el momento de morir. Una vez cumplida la maldición, ésta se propaga a amigos y familiares a través de la agenda del propio móvil. Esta variante tecnológica del kaida eigan [2] triunfó a raíz de filmes como Ringu de Hideo Nakata, de la que Llamada perdida es absolutamente deudora, y ha demostrado su buena salud en películas como Shutter (2004) de los directores Parkpoom Wongpoom y Banjong Pisanthanakum, una variante tailandesa del todo terrorífica.
De la misma manera que ocurrió en la serie de Ringu, la secuela de Llamada perdida traslada las líneas claves del primer argumento a otro lugar y a otros personajes. La película abandona las aulas escolares y ataca en esta ocasión a una joven que trabaja en una guarderia, Kyoko, a su novio Naoto y a una periodista, Takako, perseguida por la culpa y obsesionada por el misterio de las llamadas telefónicas. A pesar del cambio de aires de esta segunda parte, el filme mantiene algunos personajes de Llamada perdida, com es el caso del inspector Motomiya o Mimiko Mizunuma, la niña que era portadora de la maldición.
Una vez desatada la maldición, la película corre por los mismos derroteros que en el primer filme: hay que descubrir el inicio de la leyenda para atajarla y salvar la vida. Tal empresa lleva a los protagonistas a Taiwán y a las minas de un lejano pueblo deshabitado debido a unas extrañas muertes.
Aquí terminan las semejanzas con su predecesora. Tsukamoto realiza una película de buena factura pero sin gracia. El director sigue el guión al pie de la letra y no se aparta demasiado de los estereotipos del terror japonés, a excepción de la adopción de un cierto aire naturalista, que ya mostraba la película de Miike y que la aleja de productos como La Maldición (Ju-on, 2000) de Takashi Shimizu, que se caracterizan por el uso de un énfasis formal (contrapicados, iluminación espectral, contrastes cromáticos…) para subrayar los momentos más terroríficos.
Sin embargo, y a pesar de su rigidez formal y conceptual, el filme aporta algunas buenas ideas, como, por ejemplo, el momento en que Kioko ve a través de la cámara del móvil que hay alguien detrás de su amiga; las escenas filmadas en la mina, donde el realizador aprovecha los espacios oscuros y claustrofóbicos para crear tensión y, en especial, un giro final que recupera algo de la descarada frescura de la Llamada Perdida original y añade algo de interés a un filme, por otra parte, muy predecible.