publicado el 25 de enero de 2019
Marta Torres | En la pasada edición del festival de Sitges se proyectaron dos películas muy distintas aunque extrañamente conectadas. Bergman: A year in a live de Jane Mangusson es un documental que exploraba la cara menos amable del genio sueco, su egocentrismo y su misoginia, el odio furioso a todo aquel que pudiera hacerle sombra y la indiferencia casi inhumana hacia los suyos. El otro era un filme de Lars Von Trier sobre un asesino en serie protagonizado por Matt Dillon. Ambas obras abordan las consecuencias más monstruosas de la creación artística. El primero como un escollo difícil de evitar, el segundo como una gozosa autoflagelación.
La casa de Jack es un filme episódico que aborda las aventuras y desventuras de un asesino en serie perseguido por sus obsesiones: la arquitectura y el afán de control y orden de un obsesivo compulsivo. No hay que ser demasiado perspicaz para adivinar que detrás del patético personaje interpretado de forma excelente por Matt Dillon se esconde (muestra) el director. La película viene a ser una exposición sincera (al menos, todo lo sincera que puede esperarse de Von Trier), de la obra del autor, de sus inquietudes y sus anhelos. Al mismo tiempo, es una trampa para incautos y una (falsa) justificación ante sus críticos.
Von Trier se despoja de la moral a conciencia para hablarnos del sadismo como una de las bellas artes, al tiempo que se compara con Dante y se confronta con el poeta Virgilio. La película es una calculada bajada a los infiernos que el director de Anticristo acepta con alegría manifiesta, y hasta con orgullo.
Entre medias, esperan dos horas de puro cinismo, de rebeldía calculada, de citas elevadas (a Sade, a los clásicos, a Delacroix), mezcladas con referencias bastardas o abyectas (el torture porn, el asesinato a sangre fría de mujeres y niños). Esto no significa que el director descuide a su personaje, al que recrea con trazos de clásicos del género como Henry, retrato de un asesino (John McNaughton. 1990), American Psycho (Mary Harron, 2000) o incluso Landru (Claude Chabrol. 1963). Todas ellas con protagonistas aparentemente respetables e integrados en el sistema que esconden a un asesino psicópata, que en nuestras sociedades ateas es la encarnación del mal absoluto. En todas, además, el punto de vista escogido es el del propio asesino, por lo que la ambiguedad moral se instala en el espectador desde el primer fotograma. Von Trier no nos propone exactamente simpatizar con el asesino, pero desde luego, no nos deja empatizar con la víctima.
Curiosamente, Von Trier aparecía en el documental acerca de Bergman que citaba al principio del artículo, y le reivindicaba como a un dios. En La casa de Jack, Von Trier se reivindica también como un creador. Von Trier se pone a trastear con el mal absoluto (el asesino en serie, el psicópata) para reclamar que un artista pueda usar el peor de los materiales y la más cruel de las técnicas para construir su obra -la casa metafórica del título-, aunque el castigo divino le espere en el infierno. Pero es hacer trampas, claro… los artistas arden aparte y, como Dante, como Virgilio, la recompensa que importa es la gloria de la fama eterna.