publicado el 22 de mayo de 2006
Juan Carlos Matilla | Aproximarse a un fenómeno de las características de El código Da Vinci (The Da Vinci Code, 2006) resulta una tarea bastante ardua. Y no tanto por las razones intrínsecas a su naturaleza de obra fílmica sino más bien por las extrínsecas: fenómeno literario mundial, férrea oposición de la Iglesia, vapuleo masivo de la crítica internacional y motivo de plúmbeos debates en los medios generalistas. Todo ello puede provocar que algunos de los elementos más atractivos (que los tiene) de la adaptación cinematográfica de la novela de Dan Brown queden ahogados por la excesiva presión mediática y la creciente hostilidad con la que ha sido recibida en algunos sectores. Esta es una las razones por la que me he decantado por defender este filme tan irregular como interesante, un filme que, vaya por delante, no me parece una buena película (en el sentido más ortodoxo del término) pero sí un filme más seductor de lo que parecía a priori y, sobre todo, menos pésimo de lo que algunos sostienen.
Y es que El código Da Vinci es una obra tan buena o mala (o sea, tan corriente) como la mayoría de filmes de intriga americanos de los últimos años (de la saga Harry Potter a El caso Bourne), ya que todos (salvo honrosas excepciones) pecan de los mismos errores: servidumbre al original literario, exceso de metraje, multiplicación de localizaciones, estructura tintinesca, narración discursiva, vacuos recursos visuales y, sobre todo, la inversión del uso del McGuffin hitchcockiano, es decir, del enigma que persiguen los protagonistas que, si en los canónicos filmes de Hitchcock era una mera excusa argumental, hoy día ocupa el centro de la función (algo que perjudica el lado lúdico de los thrillers y los sumerge en el exceso de pretensiones y en la trivial densidad argumental).
Pues bien, a mi juicio, El código Da Vinci es un filme que, a pesar de que incurre en todos estos errores, debería salvarse de la quema general debido a dos grandes aspectos temáticos: su posición dentro de la corriente actual del cine fantástico estadounidense y algunos evidentes aciertos del estilo de Ron Howard, un cineasta que, no nos engañemos, cae bastante mal entre la crítica de clase A pero que, en mi opinión, atesora una cualidad que no todos los auteurs actuales posee: la capacidad de evolucionar, de zafarse de sus motivos más reconocibles y desarrollar otras formas visuales que den mayor solidez a su discurso.
El código Da Vinci es un filme que, a pesar de que cae en todos estos errores, debería salvarse de la quema general debido a dos grandes aspectos temáticos: su posición dentro de la corriente actual del cine fantástico estadounidense y algunos evidentes aciertos del estilo de Ron Howard.
En la crítica de V de Vendetta del mes pasado ya apunté (y pido perdón por autocitarme) que en la actualidad existe una tendencia en el cine fantástico que se ampara en la búsqueda de una inaudita espiritualidad, una corriente narrativa (que se extiende en casi todos los ámbitos culturales) que intenta reinterpretar nuestra realidad circundante mediante la búsqueda de señales, claves ocultas e imposibles redenciones. Esta incertidumbre ante la solidez de nuestros preceptos históricos, morales y políticos más férreos es una de las constantes del fantastique actual de la que El código Da Vinci puede ser su manifestación más obvia y popular, sí, pero también hay que decir que esta capacidad de leer el signo de los tiempos que nos ha tocado vivir por lo menos otorga al filme un carácter de obra testimonial que, al margen de la estrechez de su resultados artísticos, merece ser reseñado (aunque sin caer en la temeridad de juicio).
Por otro lado, la puesta en escena de Howard continúa con la evolución estilística de sus últimos filmes (las notables Desapariciones y Cinderella Man): adentrase en géneros muy codificados para apuntar ciertas ideas visuales más maduras que las que atesoraba el autor de Willow en sus primeras (y horribles) películas. Citaré algunos ejemplos. En una de las secuencias más bellas del filme, los personajes interpretados por Tom Hanks y Audrey Tautou se dirigen hacia la abadía de Westminster para descubrir en la tumba de Isaac Newton una de las claves que les ayude a esclarecer el misterio que encierra el Priorato de Sión. Aquí, Howard (apoyado por una brillante idea de Akiva Goldsman) introduce un curioso y espectral efecto: sustituir el consabido flashback por la sobreimpresión en pantalla del fastuoso entierro de Newton. Así, el presente se funde con el pasado de manera que el misterio que encierra el acto pretérito se proyecta de forma convincente en el presente (pero sin que se imponga sobre él, ya que la clave del filme radica en que la labor de rastreo de la epopeya contemporánea sea la que otorga un nuevo sentido a los actos históricos, y no al revés, como ocurría en un filme similar pero menos interesante como La tabla de Flandes, de Jim McBride). Este matiz formal se repite en algunas secuencias del filme, dato que a mi entender es una de las cuestiones a aplaudir del estilo adoptado por Howard.
Otra de las decisiones de estilo que ayudan a dar relevancia a El código Da Vinci radica en su estructura formal. Aunque normalmente no me suelen agradar aquellos filmes que abusan de los flashbacks para subrayar acontecimientos ya descritos en otros segmentos del filme, en mi opinión este sincopado recurso narrativo está perfectamente integrado en el sentido oculto de un título como El código Da Vinci: la reflexión sobre nuestra noción de realidad e historia apoyada en la exploración de las claves de un universo del que desconocemos su naturaleza pero que del que ya hemos avistado el umbral. Me explico. Al adoptar esta reiterativa estructura narrativa, el cineasta actúa de la misma manera que un experto en criptografía o un revisionista histórico ante un lienzo o un manuscrito antiguo, esto es, parte de la firme apariencia de un objeto para, mediante la reflexión o la decodificación de sus elementos más enigmáticos, descubrir su sentido oculto.
Todo esto, unido a la excelente labor del músico Hans Zimmer y, sobre todo, a la de ese gran maestro de la fotografía contemporánea que es Salvatore Totino (¿para cuándo una colaboración con Steven Spielberg?), hace de El código Da Vinci un filme tan atractivo en algunos de sus segmentos como insuficiente en su valoración global. Esto es, un filme como tantos otros de la actualidad (valoración que a raíz de la terrible repercusión crítica que ha tenido la película me parece el mejor piropo posible).