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el fantástico en la universal

publicado el 18 de junio de 2006

El horror mudo (De Lon Chaney a Paul Leni)

Antes de la incorporación de Carl Laemmle Jr. a la productora Universal, su fundador y presidente Carl Laemmle confió a Irving Thalberg las tareas de producción, esa decisión propició una política más ambiciosa de cara a los partidas presupuestarias de la compañía. El giro estratégico propició que además de dramas románticos como 'Gloria, la gloriosa' ('The Delicious Little Devil', 1919) o 'The Big Little person' (1919), Laemmle tuviera la valentía de apostar por una superproducción como 'El jorobado de Nuestra Señora de París' ('The Hunchcback of Notre Dame', 1923) dirigida por Wallace Worlsley. La adaptación cinematográfica de la novela de Victor Hugo pronto eclipsó la versión realizada por la Fox, 'The Darling of París' (1917), pero sobre todo significó la consagración de un actor que se encargaría, por méritos propios, de instaurar la galería de monstruos que en el futuro haría grande la Universal: hablamos, claro está, de 'el hombre de las mil caras', Lon Chaney.

Lluís Rueda | El héroe desfigurado

Irving Thalberg puso todo su empeño en contratar a Tod Browning para dirigir El jorobado de Nuestra Señora de París pero, finalmente, el proyecto cayó en manos de Wallace Worlsley por recomendación expresa de Lon Chaney, actor con el que había trabajado en thrillers como The Penalty (1920) o Flesh and Blood (1922). Curiosamente, Thalberg nunca conseguiría reunir a Lon Chaney y a Tod Browning en ningún proyecto para la productora Universal, esta asociación tan productiva para la historia del cine de terror daría sus mejores frutos en el seno de la Metro, compañía en la que recaló Thalberg como jefe de producción y que cosechó títulos como El trío Fantástico (The Unhonly Three, 1925), Maldad encubierta (The Black Bird, 1926), Garras Humanas (The Unknown, 1927) o Los pantanos de Zanzíbar (West of Zanzibar, 1928).

Cuando la compañía de Carl Laemle logró, años más tarde, contratar a Browning para dirigir Drácula, Lon Chaney, que debía interpretar al Conde rumano, falleció durante el proceso de preproducción. De todos es sabido que el papel recayó en el actor húngaro Bela Lugosi, histrión de elegante porte que pronto se afianzó en la compañía erigiéndose en uno de sus iconos incontestables.

El jorobado de Nuestra Señora de París fue un éxito instantáneo de público y crítica, no tanto por la formularia y encorsetada dirección de Wallace Worlsley como por la genial caracterización e interpretación de Lon Chaney. El actor creó una criatura tierna y repugnante, a partes iguales, con la que el público empatizó de inmediato. El Quasimodo interpretado por Chaney puede considerarse el primer gran monstruo de la galería de la Universal. A pesar de no tratarse de un filme de horror canónico, El jorobado de Nuestra señora de París, siempre será recordado por la monstruosidad -de una tipología tan goticista que es fácil asociar a una gárgola- de Quasimodo. El jorobado se erigió en uno de los primeros antihéroes fílmicos surgidos del terror colectivo (bien definido en la portentosa novela de Victor Hugo), pero si analizamos su presencia en el devenir argumental de la cinta caemos en la cuenta de que su activo es equiparable al del héroe apuesto y apolíneo de los filmes de aventuras. Si nos centramos en el perfil marcadamente folletinesco del filme de Worlsley advertimos que por sus pasajes de una coralidad manifiesta aparece una dama delicada como Esmeralda, un rufián como Jehan y un enamorado competidor como Phoebus: rival de tomo y lomo para poco menos que una criatura disforme.

Quasimodo no es un monstruo sanguinario o despiadado, es quizás el primer ser de apariencia infernal al que el cine atribuye una humanidad manifiesta, y esa paradoja, marcadamente ambigua, abonará el terreno a otros seres del celuloide como la criatura de Frankestein -la definitiva representación material del perfil sórdido y ego maniaco del ser humano- y muy especialmente a la Bête de La bella y la béstia (La Belle et la Bête, 1946) de Jean Cocteau, personaje claramente en la órbita de la galería de seres atormentados interpretados por Chaney a lo largo de su carrera.

El jorobado Quasimodo se erigió en uno de los primeros antihéroes fílmicos surgidos del terror colectivo (bien definido en la portentosa novela de Victor Hugo), pero si analizamos su presencia en el devenir argumental de la cinta caemos en la cuenta de que su activo es equiparable al del héroe apuesto y apolíneo de los filmes de aventuras


En lo estrictamente cinematográfico cabe apuntar que el filme destaca, especialmente, en la parcela de diseño artístico, de clara inspiración pictórica; los frescos históricos retratados pueden asociarse, sin reparos, a los grabados de Gustav Doré e incluso a los grotescos festines de las pinturas de Brueguel. La recreación histórica está cuidada al detalle y ese mérito es doble si tenemos en cuenta que el París reflejado en la gran pantalla fue reconstruido íntegramente en los hangares de los estudios de la Universal. Con todo, el filme adolece de una excesiva dosis de romanticismo -muy del gusto hollywoodiense- y, lamentablemente, cae en renuncias tan injustificables como obviar los claroscuros establecidos en los pasajes de la obra de Victor Hugo. Acaso algunas secuencias de sadiana intención, como los latigazos públicos que recibe Quasimodo en la plaza, nos reconcilian, parcialmente, con la ténebre época que, a la sazón, fue el medioevo europeo.

Para enfundarse en la piel de Quasimodo, (Lon Chaney) aplicó a su cuerpo ingentes cantidades de caucho que, sujetas con arneses, aumentaron su voluminosidad. Utilizó masilla para angular sus pómulos y exagerar la nariz, e incluso recurrió a una membrana de huevo para simular su parcial ceguera.

Lon Chaney se vanagloriaba de maquillase él mismo en busca de una transformación radical. Para enfundarse en la piel de Quasimodo, aplicó a su cuerpo ingentes cantidades de caucho que, sujetas con arneses, aumentaron su voluminosidad. Utilizó masilla para angular sus pómulos y exagerar la nariz, e incluso recurrió a una membrana de huevo para simular su parcial ceguera. Una peluca estropajosa y su enorme talento para emular las cabriolas y los movimientos grotescos de un tullido hicieron el resto. Aunque pueda parecer gratuito u oportunista, es de justicia afirmar que más de un cincuenta por ciento de la fuerza del filme se debe a la visceral interpretación de Lon Chaney. Si de haber rodado el filme Tod Browning hubiera sacado más partido los elementos tétricos del universo desencantado que destilan las páginas de Nuestra Señora de París entra en el terreno de la especulación, pero sin duda, sus excelentes retratos de la marginalidad y de la abyección humana nos hacen pensar en esa dirección.

En los dominios del Fantasma

Para su siguiente proyecto, la Universal, se fijó en otra novela de éxito como El fantasma de la Ópera de el escritor francés Gastón Leroux. Carl Laemmle volvió a contar con Lon Chaney, en esta ocasión para encarnar a Erik, el desfigurado músico que apadrinaba a su amada Christine y manejaba los hilos de la carrera artística de la joven desde las entrañas de la famosa Opera de París. La realización de Rupert Julian [1], francamente inspirada, minimizó en su exposición la relación imposible entre Cristine y Erik y buscó una puesta en escena que podría evocarnos los mejores trabajos de cineastas europeos referenciales, de contrastada capacidad simbólica, como Carl Theodor Dreyer, Friedrich Wilhelm Murnau o Jean Epstein. Desde la primera secuencia del filme, Julian sitúa al espectador en un territorio marcado por la arquitectura abovedada de las catacumbas: un marco por el que pasea la sombra del fantasma mientras un individuo, de espaldas a Erik, otea en la oscuridad con una fanal en la mano. La mise en scène, concreta y precisa, nos intruduce en la particular topografía del horror fílmico, en un territorio vasto y misterioso del que intuímos más que vemos. En un futuro inmediato, el cine renunciará a la acusada tetralidad de la que hace gala el filme de Rupert Julian, una tradición que se remonta a fórmulas tan primitivas como el Kammerspielfilm (antiguas filmaciones de tetro de cámara alemán).

El acierto de El fantasma de la Ópera, dejando a un lado el nivel interpretativo y camaleónico de Lon Chaney, se halla en su capacidad para conjugar los estilemas, de una síntesis ejemplar de la escuela 'expresionista' alemana (es decir el legado de los Fritz Lang, el mismo Friedrich Wilhelm Murnau o Paul Leni) con el gusto por la desmesura escénica y la operística henchida que tanto atraía al público norteamericano de la época

El acierto de El fantasma de la Ópera, dejando a un lado el nivel interpretativo y camaleónico de Lon Chaney, se halla en su capacidad para conjugar los estilemas, de una síntesis ejemplar de la escuela 'expresionista' alemana (es decir el legado de los Fritz Lang, el mismo Friedrich Wilhelm Murnau o Paul Leni) con el gusto por la desmesura escénica y la operística henchida que tanto atraía al público norteamericano de la época. Los dominios del fantasma, las catacumbas y los lagos subterráneos permiten una labor de iluminación y un diseño artístico que precipita en el pesadillesco laberinto pleno de columnas y arcos de piedra. Ese territorio esconde niveles físicos y mentales notablemente inquietantes. Por otro lado, la Ópera, con sus escalinatas de rosáceo mármol y sus concurridos reservados deviene un decorado perfecto para la intriga, el cotilleo e incluso lo policiaco o detectivesco. El glamouroso palacio, templo de la lírica, silencia cimientos de dudosa pompa: reflexión que, por otro lado, podría hacerse extensible a toda la ciudad de París.

El fantasma de la Ópera también será recordada por ser uno de las primeras cintas norteamericanas en mostrar una de sus secuencias virada completamente a color. Concretamente se trata de la secuencia del baile de máscaras en el lujosas escalinatas del vestíbulo de la Ópera. Erik ataviado con una máscara cadavérica aparece entre la alta burguesía enfundado en un relamido disfraz de 'Muerte Roja' en un acertadísimo guiño a Edgar Allan Poe, sin duda todo un precedente cinematográfico de la magnífica La máscara de la muerte roja (The Masque of the Red Death, 1964) de Roger Corman.

El juego de máscaras en el filme de Julian es de importancia capital, Erik se nos presenta por primera vez con una máscara que imita los rasgos de un ser corriente, al desprenderse de esa máscara vemos su monstruoso rostro y en un último ademán de disfraz opta por presentarse con la máscara de la muerte, pero ni esa burlesca pantomima, que denota la asunción de la verdadera naturaleza, puede competir con la macabra mueca del verdadero fantasma.

Rupert Julian y su equipo de guionistas reinventaron gran parte del desenlace de la novela, omitieron personajes como 'el Persa' tutelado (o esclavizado) por Erick y sometieron al fantasma a un cruel linchamiento precedido por la fantástica huída en calesa hasta las orillas del Sena. No es baladí que en ese tour de force, en el que los ciudadanos de París no esconden sus aviesas intenciones, la figura angustiada de Erik pasee su indefensión junto a la fachada de Notre Dame, otro de esos palacios que concentran la megalomanía del hombre (en nombre de la fe o el arte), y que como la Ópera de París, también anida alimañas en sus oscuros recovecos.

Lon Chaney es el rostro de el monstruo cruel y caprichoso que sufre mal de amores, lo es como Quasimodo y lo es como Erik. Para la ocasión, su caracterización daría pie a uno de los iconos del horror más inimitables del cine y la cultura popular, la pulsión cadavérica y grotesca de su fantasma moriría con él. No ha dado la historia del cine una fórmula de maquillaje o efectos especiales (o de esa combinatoria en el rostro de algún actor) que pueda superar la imponente visceralidad de su máscara macabra y su impostura de funesta alimaña nocturna. Acaso junto al primer vampiro cinematográfico, que él mismo encarnó en la perdida cinta London After Midnight (1927) de Tod Browning, estemos ante la más brillante de sus creaciones.

Paul Leni, un genio efímero


El director Paul Leni

Otro de los nombres propios de la etapa muda de la Universal es el del realizador de origen alemán Paul Leni (Stuttgart, 1985). Leni accedió al cine a través del excelente director artístico y escenógrafo Max Reinhardt, un habitual del activismo artístico y del movimiento Der Sturm [2]: una rama del arte moderno centroeuropeo en la que participaban artistas como Oscar Kokoschka. Su primer trabajo como director fue Das Tagebuch des Dr Hart (1916), y en el ya prefiguró su enorme interés por trabajar los decorados de un modo obsesivo. A lo largo de sus nueve producciones en Alemania su estilo provocador tras la cámara dejó gran impronta y ayudó a asentar las bases del 'expresionismo' fílmico. A sus complejos diseños artísticos, imaginativos, verticales y abiertamente feéricos, Leni sumó su pericia como realizador. El director alemán era un auténtico inconformista que siempre buscaba dotar a sus filmes de un dinamismo poco habitual en la época, bien a través del montaje, de la angulación de la cámara o de movimientos poco habituales para la época como el travelling.

Su última película en Europa sería la extraordinaria El hombre de las figuras de cera (Das Wachsfigurenkabinett, 1924), un portentoso retrato de la crueldad del ser humano a través de las figuras históricas de el sultán Haroun al Rachid, Iván el Terrible y Jack el Destripador. El tríptico de Leni fue un auténtico éxito que llamó poderosamente la atención al otro lado del Atlántico.

Carl Laemmle contrató a Leni para sus estudios Universal, y a sus órdenes rodó un total de cuatro películas. Por desgracia Leni, al igual que su compatriota Murnau, murió joven, en 1929, a los 44 años. Su primer filme para los estudios norteamericanos fue El legado tenebroso (The Cat and the Canary, 1927) magnífico policíaco que conjugó suspense y horror con pertinentes dosis de sentido del humor. Su siguiente trabajo The Chinesse Parrot (1928) se centró en la figura del detective chino Charlie Chang, personaje que se convertiría en todo un habitual de las pantallas gracias a la política de seriales emprendida a posteriori por Laemmle. Por último rodaría The last Warning (1928) otro cocktail de horror y comedia siguiendo la estela de El legado tenebroso. Pero entre estos dos filmes, Leni tuvo tiempo de rodar otra película: El hombre que ríe (The Man Who Laughs, 1928), adaptación de una obra menor de Victor Hugo en cuya traslación a la gran pantalla el realizador alemán prefiguraría algunas de las constantes que años más tarde haría suyas el singular cineasta Tod Browning.

Gwynplaine, el freak sentimental


La versión restaurada de El hombre que ríe fue uno de los acontecimientos de la 'Quincena de Realizadores del Festival de Canes' en 1998. El filme, felizmente recuperado para las nuevas generaciones de espectadores gracias al esfuerzo de varias cinematecas europeas, tuvo en el momento de su estreno, en 1928, la mala fortuna de coincidir con los primeros pasos del cine sonoro. Paul Leni introdujo algunos paisajes sonoros en el filme de difícil encaje pese a las exigencias de la productora, pero todo y con ello, la cinta tuvo una acogida razonablemente buena. De cualquier modo su difícil encaje en esa época de transición procuró que el filme no obtuviera la notoriedad que merecía si nos atenemos a su extraordinaria valía artística. Los pasajes sonoros a los que hacemos referencia se centran especialmente en sonidos onomatopéyicos como silbidos que imitan el viento, además de risas y aplausos.

El hombre que ríe nos relata la historia de Gwynplaine, el hijo de Lord Clancharlie, un noble traicionado y ajusticiado con el sistema de 'la Dama de Hierro', convertido en icono cinematográfico gracias a trabajos de Mario Bava como Gli Orrori del castello di Norimberga (1972) y con una mecánica más abrupta a La Maschera del demonio (1960). El pequeño Gwynplaine cae en manos de un 'comprachicos' [3] que desfigura su rostro. Tras un decreto real, los traficantes de niños deben abandonar el país, y el pequeño vaga por un paisaje invernal, sumido en la pobreza y la inanición durante días. En su periplo, el niño monstruo encuentra un bebé ciego y ambos son acogidos por Ursus, un comediante de buen corazón. Paul Leni recreó para la ocasión un magnífico set con un barco fantasmal surgiendo de la oscuridad y unos abruptos acantilados recortados por la ventisca. En la lejanía las siluetas aterradoras de unos hombres ahorcados bailando a merced de la tormenta ribetean, con macabra precisión, la tragedia del pequeño. Esa estampa del ahorcado, tan arraigada al imaginario europeo, es objeto de primeros planos escalofriantes. Este decorado, genuinamente dantesco, se cuenta como uno de los más brillantes, ambiciosos y plásticamente bellos creados nunca por la Universal.

El magnífico prólogo, de una intensidad dickensiana, lleva al espectador a la Inglaterra del siglo XXII en un suspiro, y es ahí donde hallamos a un Gwynplaine adulto, enamorado de Dea, la niña ciega que el mismo rescató de los brazos de la muerte. Ambos, junto al viejo feriante que los acogió, recorren los pueblos en un carromato llevando a los lugareños la representación 'El hombre que ríe'. La irrupción de una caprichosa Duquesa, protegida de la reina, en una de esas representaciones populares cambiará el destino del bufón. Josaine, la joven aristócrata, es un extraño precedente cinematográfico de la mujer carnal y fogosa que guarda una enorme atracción por los seres deformes. La Duquesa intenta seducir al bufón y éste está a punto de caer rendido a sus encantos. Ese instante de seducción, magníficamente sostenido por Leni en un plano desgarrador, de trágica crueldad, es el acicate narrativo que permite que el retrato de la corte, con sus cuitas y sus intrigas, tome parte en el devenir del bufón de sangre real.

Paradójicamente ese encuentro con la aristocracia, materializado en el voluptuoso cuerpo de una mujer diabólica, deviene tan lascivo y cruel que pondrá en antecedentes a Gwynplaine sobre los peligros del mundo fuera de su rebaño de freaks y clowns. Es interesante apuntar como Leni se sirve en un filme de época de la figura de la femme-fatale, una de las señas identitarias del filme noir que el realizador no duda en incorporar al cinta en un ejemplo más de su moderna concepción cinematográfica. Habría que señalar la enorme carga erótica con que Leni se acerca a la figura de la bella Josaine, sus coqueteos con los hombres zafios y borrachos del pueblo resultan de un atractivo grotesco y de una densidad notablemente febril. El realizador, en un atinado ejercicio pseudoerótico, incluso lleva a insertar una secuencia abiertamente voyeur, con desnudo y obligada cerradura, que a buen seguro firmaría el mismísimo Luis Buñuel. Esa parcela trasgresora, que tan bien encaja en esta historia de seres deformes de gran corazón va acompañada en todo instante de un trepidante montaje en el que la cámara adopta un punto de vista significativamente subjetivo, ágil y con un marcado gusto por el plano detalle.

Pero sin duda, el elemento por el que será recordado este filme es su extraordinario retrato del diferente, un Gwynplaine encarnado con virtuosismo por el gran Conrad Veidth, que concentra en su patética sonrisa el dolor de la ponzoña humana, de la maldad, irónicamente trazada en el borrón de una sonrisa eterna. Otro nombre propio a tener muy en cuenta dentro de la maquinaria de profesionales que trabajaban en la Universal es el del maquillador (o, literalmente, hacedor de monstruos) Jack Pierce, de su talento procede el extraordinario trabajo de maquillaje de Gwynplaine, Erik el fantasma y muchos otros iconos de la productora como la Momia o el monstruo de Frankestein.

Si al principio de este artículo exponíamos las carencias de un filme como El jorobado de Nuestra Señora de París, para ser justos y coherentes hemos decir que El hombre que ríe representa, en ese sentido, un auténtico bastión artístico al que difícilmente un director tan esquemático como William Worsley podía aspirar. Paul Leni entra al trapo en el material de Victor Hugo, mucho más perverso de lo que pueda anticipar una lectura a la ligera, y concreta ese universo lleno de luces y sombras en una arquitectura fílmica sin parangón. El hombre que ríe supone la obra magna del periodo mudo de la Universal, por encima de la estimable El fantasma de la Ópera y a años luz de El jorobado de Nuestra Señora de París (ambos filmes enormemente condicionados, evidentemente en positivo, por la presencia de Lon Chaney).

Paul Leni, a mi modesto entender, representa el eslabón perdido entre el universo de Tod Browing y el refinamiento artístico de una tradición centroeuropea que en el seno de la Universal conocerá nombres tan relevantes como Karl Freund o Edgar G. Ullmer.

  • [1]. Rupert Julian (1889 - 1943) fue actor, director, guionista y productor de cine.
    Nacido como Thomas Percival Hayes en Whangaroa, Nueva Zelanda, Rupert Julian trabajó en artes escénicas y cine en su país natal y en Australia antes de emigrar a Estados Unidos en 1903, cuando empezó su carrera como actor mudo en la Universal. Empezó su trabajo como director en 1915, a menudo junto a su esposa y actriz Elsie Jane Wilson,pero su trabajo no dejó de ser mediocre hasta que le asignaron la realización del filme Merry-Go-Round en 1923 a raíz del despido del también director Erich von Stroheim. En 1925 dirigió a Lon Chaney en El fantasma de la Ópera. La llegada del cine sonoro hizo declinar su carrera y después de dirigir las películas The Cat Creeps y Love Comes Along (ambas en 1930), cayó en el olvido. Rupert Julian murió en Hollywood, California a la edad de 54 años y fue enterrado en el cementerio de Forest Lawn Memorial Park Cemetery en Glendale, California.

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  • [2]. "Der Sturm (La Tormenta)" fue una revista cultural y artística creada por el inquieto músico berlinés Herwart Walden o Georg Levin -su verdadero nombre-, en 1910. A partir de entonces y durante diez años el semanario fue el encargado de hacer públicas las vanguardias (sobre todo expresionistas y futuristas) en la sociedad alemana. Oskar Kokoscha dibujó algunas de las portadas y publicó su escandaloso relato "Asesino, esperanza de las mujeres".

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  • [3]. La figura del 'Comprachicos' fue muy extendida en la Inglaterra anterior al reinado de James II. Estos siniestros viajantes sometían a los niños abandonados o huérfanos a diferentes intervenciones quirúrgicas con el fin de convertirlos en monstruos de feria y detinarlos a las cortes y las representaciones itinerantes. El 'Comprachicos' que en la ficción se encarga del pequeño Gwynplaine levantó las puntas de sus labios descubriendo sus dientes en un permanente rictus.

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    Lecturas recomendadas:

    Museo del Miedo (las mejores películas de terror), Hilario J. Rodríguez, Ediciones JC.
    Pág 22. 'El fantasma de la Ópera'.

    El Cine Fantástico de la Universal.
    Edita: Donostia Kultura (Semana de Cine Fantástico y de Terror).
    Pág 351. 'El Hombre que ríe', Nuria Vidal.


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