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publicado el 19 de junio de 2006

Pau Roig | POSMODERNIDAD Y ALEVOSIA. La errática y hasta cierto punta absurda política de edición de dvds que siguen la mayoría de distribuidoras que operan en el mercado español permite el estreno tardío en nuestro país de películas como la que ahora nos ocupa en detrimento de otras propuestas genéricas sin duda mucho más interesantes. Extensión más que continuación estricta de Drácula 2001 (Dracula 2000, 2000), ya que propone una historia completamente nueva y sin ninguna relación con aquella, Dracula 2: Resurrección confirma de manera contundente –por si quedaba alguna duda, que no creo– la ineptitud de su director, Patrick Lussier, ya sin el concurso los principales protagonistas del filme anterior, Gerard Butler y Christopher Plummer.

Si en su momento Drácula 2001 fue lanzado con una notable compañía publicitaria por la distribuidora Lauren Films (será por algo que hizo suspensión de pagos) aprovechando el boom de la trilogía Scream (Vigila quién llama) (Scream), dirigida por Wes Craven, ahora los tiempos han cambiado lo suficiente como para que, casi cuatro años después de ser rodada, esta secuela resulte terriblemente desfasada, incluso pasada de moda.

Con la colaboración del guionista Joel Soisson, Lussier sigue empeñado en realizar películas imposibles con estética de videoclip y atmósferas y texturas inexistentes, y consigue lo que parecía imposible: superar el nivel de delirio y estupidez de la primera entrega, en la que el Conde Drácula resultaba ser ni más ni menos el verdadero Judas Iscariote y en la que el mítico cazavampiros Abraham Van Helsing había conseguido sobrevivir al paso del tiempo inyectándose la sangre del vampiro... ¡porqué no sabía cómo destruirlo! Rodada íntegramente en Rumania con un presupuesto quizá demasiado ajustado, la trama de Drácula 2: Resurrección parece por momentos un remedo en clave vampírica de la ya citada trilogía de Craven, con un grupo de jóvenes estudiantes de medicina que tratan de resucitar el cuerpo calcinado de un vampiro que han robado de un depósito de cadáveres para descubrir el secreto genético de su sangre con finalidades medicinales, aunque conociendo a Lussier y a Soisson las cosas no acaban aquí: los personajes carecen de personalidad propia y se comportan como estúpidos monigotes salidos de una mala parodia del cine vampírico (uno de los estudiantes incluso se inyecta la sangre del vampiro para probar sus efectos en el organismo, así, sin más), aunque lo mejor de todo son las peripecias de un imperturbable sacerdote cazador de vampiros que ejerce a la vez de exorcista y del que no se nos cuenta prácticamente nada –papel a la medida del mediocre actor Jason Scott Lee, visto en La sombra del faraón (Tale of the mummy, Russell Mulcahy, 1998)– que, más cerca de una película de artes marciales de tercera división que de The matrix (The matrix, Larry y Andy Wachowski, 1999), filme del cual Lussier intenta sin éxito copiar más de una escena, se dedica a exterminar a todos los chupasangres que se cruzan en su camino para, al final, ser humillado por el vampiro de turno (un ridículo Stephen Billington), que encima se queda con la chica y deja la puerta abierta a una nueva continuación.


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