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la dvdteca del profesor legendre

publicado el 23 de abril de 2009

Horror en el todo a cien: cine de terror de los años setenta

DVD Spain, la pequeña distribuidora con la que inauguramos esta sección de Judex (y que esperamos que consiga de una vez ampliar su red de venta más allá de las tiendas de saldo y de los bazares chinos), dispone en su todavía nimio catálogo dedicado al cine de terror de algunos títulos importantes del género de los años setenta del siglo XX. Importantes, según cuenta el Profesor, no tanto por su valor intrínseco –discutible en algunos casos–, sino porque configuran un panorama sorprendentemente amplio y variado del horror de esa década, a la vez que ofrecen la posibilidad de (re)descubrir a personalidades tan curiosas como Juan López Moctezuma, Alberto de Martino, William Girdler, Gary Sherman y Curtis Harrington.

1. México perverso

Alucarda, la hija de las tinieblas (1977) es, sin lugar a dudas, la película más conocida –probablemente también la mejor, aunque la repercusión de su obra en España ha sido poco menos que nula– del director y productor mexicano Juan López Moctezuma (1932–1995), radicalmente alejada, aunque a simple vista no lo parezca, de las llamadas 'nunsploitaitons' (películas de corte erótico, a veces pseudoterrorífico, ambientadas por lo general en conventos de monjas cuya paz y armonía se ve truncada por las tentaciones de la carne: el profesor recomienda no visionar más de una al año). Con más de uno y más de dos puntos de contacto con el anterior Satánico pandemónium (también conocida como La sexorcista, Gilberto Martínez Solares, 1975), Alucarda es un cruce excesivo pero fascinante entre la novela corta 'Carmilla' de J. Sheridan LeFanu (1872) y el mundo erótico-perverso del Marqués de Sade (una de las protagonistas se llama Justine, título de una de sus obras más célebres, publicada en 1787), elevada a un inaudito nivel de abstracción gracias a un violentísimo tratamiento del color y a un trabajo de dirección artística a la vez estilizado y barroco, realista y fantasmagórico. Centrada en la poderosa –y terrible– influencia que la bruja Alucarda (Tina Romero) ejerce sobre Justine (Susana Kamini), compañera suya en un rígido orfelinato religioso, la trama trasciende los rígidos esquemas del cine de terror en boga en esos años (las inanes mezclas de erotismo y vampirismo de Jean Rollin, sobretodo) con un tratamiento pesadillesco abierto a múltiples lecturas e interpretaciones. La principal, una feroz crítica al fundamentalismo religioso de cualquier tipo: cristianismo y satanismo se confunden a lo largo del metraje, al mismo tiempo que el gran Claudio Brook (1927–1995) interpreta tres papeles significativamente distintos, médico descreído, brujo y jorobado. La segunda, no menos importante, una tremendista visión del despertar a la edad sexual y sobre la manera cómo el sexo es brutalmente reprimido por la sociedad en general y por la religión católica en particular. El principal mérito de Moctezuma consiste en aglutinar todos estos y otros elementos sin caer en el puro esperpento –bueno, algunas escenas quizá pecan de demasiado melodramáticas y las dos jóvenes actrices están al borde del histrionismo en algún momento–, sin renunciar al mismo tiempo a contundentes momentos de terror, como la espeluznante aparición de Justine desnuda dentro de un ataúd lleno de sangre en la especie de cripta / mausoleo dónde las dos amigas suelen refugiarse.

2. Italia se escribe con B

El Profesor reivindica a menudo la obra del director Alberto de Martino (nacido en 1929), uno de los más prolíficos artesanos italianos de los años sesenta, setenta y ochenta pero que en la actualidad, a diferencia de los temibles Umberto Lenzi, Enzo G. Castellari o Ruggero Deodato (por citar sólo tres nombres), permanece casi olvidado. El anticristo (L’anticristo, 1974) no es mucho menos la mejor obra de un cineasta irregular pero responsable de interesantes filmes del género –El valle de los hombres de piedra (Perseo l’invencibile) u Horror (Id.), de 1963, El asesino está al teléfono (L’assassino è al teléfono, 1972)– que sucumbió demasiado pronto a la fiebre de explotación comercial de éxitos norteamericanos que invadió el cine italiano de la época. El filme, en todo caso, constituye uno de los intentos menos torpes (y menos ridículos) de explotar el éxito crítico y comercial de El exorcista (The exorcist, William Friedkin, 1973), desmarcándose en intenciones y resultados de títulos como Poder maléfico (Chi sei?, Ovidio G. Assonitis, 1974) o los españoles Exorcismo (Juan Bosch) y La endemoniada (Amando de Ossorio), de 1975. Beneficiada por un excelente equipo técnico y artístico –Ennio Morricone firma parte de la banda sonora y el también director Aristide Massaccessi (alias Joe D'Amato) es el responsable de la fotografía, Arthur Kennedy y Alida Valli incorporan personajes secundarios–, El anticristo cuenta con numerosos elementos de interés e incluso con apuntes originales, por ejemplo un contexto de fanatismo religioso tanto o más inquietante que la propia historia, y un punto de partida argumental que intenta aportar elementos y perspectivas nuevas a un argumento manido: la protagonista, interpretada por Carla Gravina, hija de una poderosa familia de la nobleza italiana, paralítica y con graves problemas mentales a raíz del accidente de coche que costó la vida a su madre, será poseída por el espíritu de un antepasado que murió quemado en la hoguera siglos atrás acusado de brujería. El elegante trabajo de puesta en escena de Alberto de Martino y la inteligente dosificación de la información del guión –obra del propio de Martino en colaboración con Gianfranco Clerici y Vincenzo Mannino– mantiene el interés del espectador durante la primera hora de metraje, beneficiado por una atmósfera opresivo-decadente bastante sugerente y por unos recursos de producción más generosos que los de buena parte de las (co)producciones de terror europeas de la época. Sin embargo, coincidiendo con la ineludible posesión diabólica de Ippolita (que así se llama la desdichada mujer), la historia se diluye en una inane sucesión de efectismos tan truculentos como innecesarios (incluyendo, claro está, los célebres vómitos de color verde institucionalizados por Linda Blair en el filme de Friedkin). El realizador italiano seguiría insistiendo en la misma línea poco tiempo después con Holocausto 2000 (Holocaust 2000, 1977), torpe, muy torpe remedo de La profecía (The omen, Richard Donner, 1976) con Kirk Douglas de estrella indiscutible / insufrible.

3. William Girdler, terror independiente y artesanal

El caso de William Girdler (1947–1978) es hasta cierto punto similar al de Alberto de Martino, con la diferencia fundamental que el director norteamericano dedicó (casi) por entero al cine de terror una filmografía que se vería truncada demasiado pronto por un desgraciado accidente de helicóptero; de las nueve películas que firmó en poco más de seis años de carrera, sólo dos han sido (mal) editadas en dvd en nuestro país: Hospital de Satán (Asylum of Satan, filmada en 1971 pero estrenada cuatro años más tarde) y Grizzly (Id., 1976), curiosa variante ecologista de Tiburón (Jaws, Steven Spielberg), con un gigantesco oso prehistórico sembrando de muertos los bosques de una reserva natural. Hospital de Satán, más vale decirlo de entrada, es probablemente su peor realización junto con Abby (Id., 1974), (otra) ridícula explotación de El exorcista protagonizada por el “Drácula negro” William Marshall, aunque difícilmente podía ser menos tratándose de una paupérrima producción independiente de características casi 'amateurs', rodada por la ridícula cantidad de 50.000 dólares aportados por inversores privados que nunca verían recompensado su esfuerzo. El filme explota las características y los tópicos más habituales de los filmes consagrados a la temática satánica de esos años sin aportar ningún elemento nuevo ni original al subgénero, a excepción de truculentas pero bastante pobres escenas de efectos especiales sangrientos: los pacientes del siniestro hospital en el que se despierta de repente la desdichada protagonista (Carla Borelli), incapaz de recordar cómo ha llegado hasta allí, irán muriendo uno por uno de manera terrible siguiendo lo que parece ser una especie de ritual demoníaco. Aburrido y previsible y con interpretaciones bajo mínimos, el único elemento destacable del conjunto radica en la manifiesta torpeza de su desenlace: el mismísimo Satanás –penoso trabajo del maquillador John Pickett, por cierto– pondrá fin a las atrocidades del director del hospital, el satanista Dr. Specter (Charles Kissinger), por haberle ofrecido en sacrificio a una chica que no es virgen.

4. El curioso caso de Gary Sherman

El director norteamericano Gary Sherman (nacido en 1945) era un total desconocido cuando sorprendió a todo el mundo con Muertos y enterrados (Dead and buried, 1981), una de las mejores y más originales películas de muertos vivientes de los últimos veinte o treinta años (cortesía en buena medida del espléndido guión firmado por Dan O’Bannon y Ronald Shussett). Siendo estrictos, que el Profesor siempre lo es, es el único título importante de una filmografía corta pero plagada de rutinarios thrillers realizados directamente para televisión y que tocaría fondo con Fenómenos extraños 3 (Poltergeist 3, 1988), torpe y aburrida tercera entrega de la serie iniciada por Tobe Hooper en 1982. Lo cierto es que Sherman había debutado en la dirección años antes del boom de Muertos y enterrados con un filme de terror de bajo presupuesto rodado en Gran Bretaña, editado en vídeo con el título La línea de la muerte y ahora en dvd con el título, absurdo, de Sub-humanos. La modestia es una de las pocas virtudes de una producción de sugerente argumento: el filme especula con la posibilidad de que un grupo de trabajadores que en 1892 quedaron atrapados bajo tierra durante las obras de construcción del metro de Londres, sin poder ser rescatados, hayan sobrevivido, convertidos con el paso de los años en caníbales que se alimentan de la carne de personas que raptan en los túneles y pasadizos del metro. Aquí se acaba, no obstante, la originalidad y el interés de la producción, ya que Sherman y el guionista Ceri Jones dosifican muy mal la información y estructuran la trama a partir de tres historias paralelas que no acaban de casar en ningún momento: las investigaciones sobre el caso que realiza el sarcástico inspector de policía interpretado por Donald Pleasence, la relación entre dos jóvenes estudiantes que han sido testimonios de una de las desapariciones en la estación (David Ladd y Sharon Gurney) y los sangrientos asesinatos que comete el último de los trabajadores vivo (Hugh Armstrong) aparecen yuxtapuestas de manera mecánica y desangelada, hasta el punto de que el conjunto, pese a algunas escenas impactantes (las lentísimas pero al final reiterativas panorámicas por los túneles y la estación abandonada del metro repletas de cadáveres putrefactos), no acaba de funcionar como debería. Para los más completistas, apuntar sólo que el gran Christopher Lee realiza una breve (y un tanto ridícula) intervención.

5. Punto y aparte final: Curtis Harrington

Curtis Harrington (1926–2007) podía haber sido uno de los más grandes cineastas estadounidenses de los años sesenta y setenta, pero por diversos motivos su carrera nunca salió de los márgenes de la serie B y la serie Z. Alumno aventajado de Roger Corman, para quién firmó por ejemplo la genial Queen of blood (también conocida como Planet of blood, 1966), película de vampiros galácticos (re)montada a partir del filme de ciencia ficción ruso Mechte navstrechu (Mikhail Karzhukov y Otar Koberidze, 1963), Harrington acabaría relegado a mediados de los setenta a los estrechos márgenes de los telefilmes y las series de televisión tras haber firmado algunos de los títulos más sorprendentes (e injustamente olvidados) de esos años, como La muerte llama a la puerta (Games, 1967), ¿Quién mató a la tía Roo? (Whoever slew auntie Roo?, 1971) o Impulso criminal (The killing kind, 1973), aunque su posterior regreso al primer plano de la industria se saldaría con el más estrepitoso de los fracasos: Mata Hari (Id., 1984), bochornoso vehículo al servicio de las nulas aptitudes interpretativas de Sylvia Kristel. Ruby (Id., 1977), una de sus últimas realizaciones para la gran pantalla (y por desgracia una de las únicas que se encuentran disponibles en dvd en nuestro país), puede contemplarse como una especie de síntesis de las principales obsesiones de su irregular filmografía, aunque parece ser que abandonó el rodaje antes de su finalización. La trama es una mezcla sugerente pero imposible, por momentos incluso ridícula, de terror sobrenatural, drama decadente y grandguiñolesco y cine de gánsteres rodado de manera más desaliñada imaginable. Piper Laurie interpreta al personaje que da nombre al filme, amante del mafioso Nicky Rocco (Sal Vecchio) –muerto en circunstancias misteriosas dieciséis años atrás–, que ahora dirige un cine al aire libre especializado en películas de terror y ciencia ficción de bajo presupuesto en el que trabajan los antiguos compañeros del gánster. El extraño comportamiento de su hija sordomuda Leslie (Janit Baldwin) será el preludio de una serie de brutales asesinatos que llevará a Ruby a creer que su antiguo compañero ha vuelto de la tumba para vengarse. Ambientado a principios de los años cincuenta del siglo XX, el absurdo guión de George Edwards y Barry Schneider oscila entre la explotación más o menos descarada de El exorcista y Carrie (Id., Brian de Palma, 1976) –empezando por el destacado protagonismo de Laurie y acabando por la especie de posesión digamos diabólica que sufrirá Leslie– hasta la relectura más o menos evidente de filmes centrados en la decadencia de antiguas estrellas (cinematográficas o no) caídas en desgracia, a medio camino entre El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950) y ¿Qué fue de Baby Jane? (What ever happened to Baby Jane?, Robert Aldrich, 1964).


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