publicado el 23 de julio de 2006
Lluís Rueda | El cine de terror en Occidente quema etapas a una velocidad vertiginosa. A falta de nuevas ideas y de cierto sentido del riesgo, la maquinaria del cine norteamericano se ha visto en la necesidad de recurrir al lifting cinematográfico. El splatter, la road movie sangrienta, el horror-western y toda la topografía cinematográfica o geografía del terror, que ha marcado durante décadas esa tradición apostillada bajo la expresión de American Gothic parece volver a estar de moda: si es que alguna vez había dejado de estarlo.
El horror mostrado en la década de 1970 en filmes como Las colinas tienen ojos(The Hills Have Eyes, 1977) de Wes Craven, La matanza de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974)de Tobe Hooper
o La última casa a la izquierda (The Last House on the Left,1972) de Wes Craven, tiene un origen casi intangible, conspirativo, incluso puede convertir un modélico vecindario en la boca del infierno, tal y como nos apunta un filme tan extraordinario como La noche de Halloween (Halloween, 1978) de John Carpenter. La idea del enemigo, el monstruo, para esta nueva ola de directores surgidos al rebufo de pioneros de la serie B (como la de Roger Corman) partió de factores tan esenciales como la férrea identidad protestante del estadounidense medio y tan coyunturales como la crisis de identidad que sufrió la ciudadanía americana tras la guerra de Vietnam. Esa nueva ola de jóvenes cineastas formada por Wes Craven, Tobe Hooper, George A. Romero y, quizás con mayor relevancia, John Carpenter, supieron recoger ese espíritu con enorme precisión.
En la actualidad, se repiten algunos de esos elementos coyunturales que antes citábamos y, en consecuencia, el revivalismo se ha convertido en una herramienta óptima para cuestionar la identidad y el origen de otros valores tradicionalmente amparados en el American Way of Life.
Ese territorio común y ancestral que es Estados Unidos, confrontó a finales del siglo XIX a indios con elegantes caballeros de Nueva Inglaterra en una encarnizada lucha por el territorio, pero esa contienda también escondía el choque de unos valores encontrados. La gran depresión convirtió al enemigo en miseria y hambre, la guerra de Corea y posteriormente la del Vietnam ayudaron a identificar el mal con un extraño de ojos rasgados y hoy el enemigo parece encontrarse tras las páginas del Corán. Estados Unidos siempre ha necesitado un enemigo físico o invisible.
Alexander Aja, que ya sorprendió con sus buenas maneras en su segundo filme Alta tensión (Haute tension, 2003), realiza una labor extraordinaria, una auténtica puesta al día, lujosa e impactante, del viejo filme de Craven. Su teratología post-nuclear y filomutante se apoya en una puesta en escena sórdida, sin concesiones y, a la vez, ofrece un catálogo de composición cinematográfica que, en ocasiones, recuerda al mejor John Carpenter
El horror cinematográfico norteamericano de la década de 1970 y principios de 1980 concentró esa particular concepción del horror y la trasladó con extraordinaria efectividad al corazón de la América sureña, árida y fronteriza o bien a la de los paisajes boscosos del norte, caso de Deliverance (1972) de John Boorman: territorios salvajes, lugares inhóspitos en los que impera la ley del rifle y el talión.
El horror diurno y polvoriento que afloró en algunos de estos filmes de bajo presupuesto convirtió a sus rurales alimañas, a su orgullosa white trash, en el verdadero eje del mal. Dentro de esta tradición cinematográfica, Wes Craven es un nombre a tener muy en cuenta. Las colinas tienen ojos fue una obra imperfecta, en algunos aspectos inacabada y caótica que convertía una estupenda idea (prefijada en la seminal 2.000 Maniacos (Two Thousand Maniacs!, 1964) de Herschell Gordon Lewis) en una retahíla de tópicos. El mejor Craven nos llegaría ya en la década de 1980 de la mano de Pesadilla en Elm Street (Nigthmare to Elm Street, 1984), un filme imperecedero que supuso la orientación de las historias de horror modernas hacia otro territorio bien distinto: el de las leyendas urbanas.
Otro de sus filmes más apreciados, La última casa a la izquierda sería una de las fuentes de inspiración para el joven realizador francés Alexandre Aja, a la postre el designado por el mismo Craven (en tareas de producción) para realizar una nueva versión de Las colinas tienen ojos.
Aja realiza una labor extraordinaria, una auténtica puesta al día, lujosa e impactante, del viejo filme de Craven. Su teratología post-nuclear y filomutante se apoya en una puesta en escena sórdida, sin concesiones y, a la vez, ofrece un catálogo de composición cinematográfica que en ocasiones recuerda al mejor John Carpenter (en su manera de recorrer los espacios y de sostener el peligro hasta robar el aliento). Aja encierra a sus víctimas en el agorofóbico territorio de la luz y la roca, del cielo abierto para construir una sinfonía del horror endemoniadamente calculada y atrevidamente indigesta.
En su cine se adivina al Mario Bava surreal de los maniquíes amenazantes, al Darío Argento barroco y brutal de los gialli más estetas, y todo ese caudal referencial del mejor cine europeo. Todos estos referentes están al servicio de una tradición singular.
Sorprende su sentido del ritmo: vertical y monocorde hasta el paroxismo. Pero el joven realizador francés, puro talento desbocado, también es capaz de hacer de lo grotesco, de lo indisimuladamente gore, un catedralicio miserere que extenúa y extasía de puro poético. En su cine se adivina al Mario Bava surreal de los maniquíes amenazantes, al Darío Argento barroco y brutal de los gialli más estetas. Todos estos referentes están al servicio de una tradición singular. El 'splatter' moderno (por bautizarlo de alguna manera) parecía haber encontrado a su nuevo apóstol en el bueno de Rob Zombie -ese tejano melenudo que tan bien conoce la antropología cultural sureña-, pero ahora, con Aja instalado definitivamente en el cine norteamericano, y teniendo en cuenta la labor de otros jóvenes realizadores como Marcus Nispel o Victor Salva, parece que el relevo está asegurado.
La frescura del cineasta galo, hijo del realizador Alexandre Arcady y de la experta en crítica de cine Marie Jo Jouan, procura que acojamos este remake como una de las mejores noticias del año. Su lección es meridianamente sencilla: la técnica siempre debe estar al servicio de la historia, para realizar un cine de horror moderno y atractivo es básico estudiar un poco a los viejos maestros.
La concepción fílmica vertiginosa, de raudos movimientos de cámara, que se ha impuesto en el cine fantástico del nuevo milenio empieza a ser plomiza. Aja lo sabe: la fotografía virada a gris, los loops interminables y las elipsis abruptas no son la panacea del cine moderno, son herramientas que pueden quedar devaluadas si el corpus fílmico no se macera adecuadamente sobre las bases de un buen guión. En ese sentido cabe destacar el estupendo libreto que han firmado Aja y su socio Grégory Levasseur: su escritura busca en todo momento una reformulación respetuosa con el espíritu del discurso original.