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publicado el 5 de noviembre de 2006

SITGES 2006. La vía europea

Princess. Fuck Porno!

En el año 2003, el joven realizador Ander Morgenthaler se graduó en la Escuela de Cine Danesa con un cortometraje de animación difícil, violento y polémico: Araki, The Killing of a Japanese Photographer, que le valió el reconocimiento de la crítica en los festivales de Cannes y un premio en Berlín. El cortometraje explicaba la violenta venganza de un hombre contra el fotógrafo pornográfico japonés que había introducido a su hermana en los sórdidos círculos del sadomasoquismo. El filme unía un estilo visual directo y descarnado (colores fuertes y planos, un estilo de animación sencillo y tremendamente efectista y el uso de imágenes de cámara doméstica), un cierto tono cartoon en la plasmación de la violencia y un mensaje moral explícito y algo simplista que molestó a parte de la crítica. Princess, que se presentaba en Sitges precedida por el cortometraje Araki, es una revisión del mismo tema con personajes y situaciones parecidas, aunque más madura y valiente en el fondo y en la forma, hecho que sin duda ha influido en la decisión del jurado que le ha concedido el Méliès de Plata.

En Princess (2006) volvemos a encontrar con el hombre ofendido y vengador (un misionero consumido por la culpa) cuya hermana, una reina del porno conocida como Princess acaba de morir de sobredosis dejando tras de sí una hija de corta edad, Mia. El protagonista asume el papel de padre protector aún a pesar de las reticencias de la niña, acostumbrada a las películas pornográficas y a los abusos; y emprende una cruzada sin cuartel contra la industria pornográfica que, en su opinión, pervirtió y mató a su hermana.

Princess es un filme con un estilo bastante más depurado que Araki. Las escenas de violencia han perdido el tono cartoon de su predecesora y, si bien se siguen empleando colores planos y líneas sencillas, se observa una cierta apuesta por la belleza formal en algunas escenas (sobretodo en las que aparece la niña). Por lo demás, el estilo es similar: la historia se sirve de la imagen real (en forma de vídeos caseros) que funcionan como flashbacks y aportan al ascenso y caída de Princess un punto de sordidez que recuerda la estética de las películas pornográficas caseras.

El tratamiento moral de la historia ha seguido el mismo camino y ha perdido algo del trazo grueso de Araki, aunque no su crítica directa y algo salida de tono de la industria pornográfica, que se ha ganado las “simpatías” de parte de la crítica (Jordi Costa afirmó que el filme haría pasar a Charles Bronson por liberal). Pornografía y violencia, sexo y venganza, pecadores y justicieros son observados bajo el mismo prisma y tratados sin piedad por una historia que no les ofrece ninguna oportunidad de redención, más allá de la muerte. Lo más interesante del filme es la mirada inocente que aporta la niña, tan vapuleada por su “pérfida” vida anterior, como por su recto y sanguinario tío, y tan abocada a la destrucción como los personajes culpables que la rodean. Lo peor, su dureza lo convierte en un producto algo indigesto y sólo apto “para miradas adultas”. M.T.

Pulse, el remake es la venganza

Una de las instantáneas más surrealistas de la presente edición de Sitges 2006 es la del homenajeado realizador japonés Kiyoshi Kurosawa haciéndose una fotografía ante el cartel del remake americano de su filme Kaïro. "Ni siquiera la he visto" espetaba el maestro del suspense, acaso uno de los dos o tres auténticos renovadores del cine de terror que aún sigue haciéndonos partícipes de una experiencia única con cada una de sus películas. Explico esta anécdota porque retrata a la perfección lo inoportuno de algunos remakes que de tan insulsos, disparatados e histriónicos resultan francamente desagradables, bromas pesadas que no merecen un minuto de nuestro tiempo.

Pulse, estrenada en el festival dentro de la sección Oficial Premiere, es exactamente ese exploit sofisticado que busca el beneplácito del susto fácil desde el primer fotograma, que esconde sus carencias tras "chorretosas" oleadas de infografía y que porfía el aspecto dramático al trabajo estereotipado de unos actores jóvenes de cuya lista podríamos salvar, únicamente, a Ian Somerhalder (Boone en la serie Perdidos).

Cuando un filme de suspense se trasmuta en un hiperbólico juego del escondite pierde toda su razón de ser, y en esa tesitura, ante el inmenso laberinto sin salida con el que el realizador intenta imitar la complejidad de la red informática (hemos de reconocer que el intento era atractivo) uno no puede más que poner el piloto automático y abrir bien los ojos en busca de vida inteligente. Pulse a ese respecto tiene un grave problema: no aterroriza, no entretiene, no convence, y lo peor de todo, no hace reir. Este insulso remake de Kaïro abrió el festival y no cosechó más que indiferencia, todo lo contrario que los filmes que conformaron la retrospectiva a Kurosawa, fuera de concurso, con piezas tan suculentas como Seance, Lotf, Cure o la mísmisima Kaïro. L.R.

Requiem. Los excesos de la fe

Requiem, del realizador alemán Hans-Christian Schmid, que se estrenará en España bajo el dudoso título de El exorcismo de Micaela, representa un tipo de películas que se acerca a lo fantástico, a lo numinoso sin recurrir al tratamiento habitual del cine de género. En el caso que nos ocupa, además, coincide que la historia cuenta con otra adaptación (El exorcismo de Emily Rose), esta vez sí de género, que se estrenó en el mismo festival hace un año y que fue recibida de forma desigual por la crítica. Al igual que su predecesora, Requiem explica la historia de Anneliese Michel, una joven universitaria de Baviera que falleció en 1976 de agotamiento e inanición tras haber sido sometida a varias docenas de exorcismos. A diferencia de El exorcismo de Emily Rose, Requiem evita cualquier veleidad fantástica y apoya su discurso cinematográfico exclusivamente en el desarrollo dramático del personaje protagonista, cosa que consigue gracias a un guión sólidamente trabado y a la soberbia interpretación del personaje principal por parte de la joven actriz Sandra Hüller, que le hizo merecedora de un premio en la pasada edición de la Berlinale.

Requiem destaca por el punto de vista escogido: realista y dramático, hecho que se traduce tanto en el desarrollo narrativo de la historia como en su plasmación en imágenes. No encontraremos en Requiem ni un plano ni una secuencia que pueda suscitar terror, incomodidad o extrañeza. No hay nada en Requiem que aluda a misterios insondables o religiosos más allá de los límites de la mente o la sociedad humana. Esto permite al filme explorar las implicaciones familiares, sociales y sobretodo, morales, de la historia de una muchacha epiléptica educada bajo una estricta moral religiosa y sometida a una madre distante y posesiva y a un padre excesivamente débil. Hans-Christian Schmid, destacado realizador de documentales, ha centrado su discurso en un conflicto moral y social donde se representan a partes iguales la espiritualidad mal entendida, el despertar de la sexualidad, la opresión familiar y la búsqueda de la independencia y realización personales. Es por este motivo que la posesión diabólica no se muestra nunca en sus elementos más sobrenaturales aunque sí se exploran, en algunas escenas de forma incluso sobrecogedora, aunque nunca de manera efectista, sus manifestaciones clínicas.

Este tratamiento, de marcado carácter naturalista en la forma y en el fondo, le ha valido al filme de Hans-Christian Schmid el reconocimiento del jurado, que lo ha premiado como mejor película del festival. M.T.

Retribution. Entre fantasmas

Uno de los platos fuertes del Festival de Sitges de este año ha sido la retrospectiva dedicada al realizador japonés Kiyoshi Kurosawa. Retribution (Sakebi, 2006), último filme del director, toma los aires de un thriller para construir un filme con el espíritu de una pesadilla de David Lynch y el estatismo formal del Kurosawa de siempre. La historia arranca con el asesinato de una bella mujer vestida de rojo, ahogada en un charco de fango de connotaciones oníricas. Indefectiblemente, la investigación será encargada a nuestro detective protagonista, el héroe clásico de Kurosawa, un hombre sumido en un vértigo casi existencial, producto y antagonista de la sociedad moderna, casi un antihéroe de cine negro. Lo que empieza como una investigación corriente sobre un asesinato tomará connotaciones siniestras cuando el detective protagonista se de cuenta de que todas las pruebas le incriminan a él como responsable del delito.

Retribution pervierte los códigos del thriller y la historia de fantasmas para construir una película que bascula entre lo descabellado y lo fascinante. Los sólidos cimientos de un argumento policíaco se abandonan a favor de una visión deformante de la realidad, que bucea en los entresijos de una ciudad culpable y perpleja, sacudida por persistentes terremotos y a punto de hundirse de nuevo en el mar, una imagen recurrente en el filme que sugiere un rompimiento en clave psicoanalítica. La misma imagen, aunque en pequeña escala, se repite en cada una de las escenas de asesinato que se suceden en el filme, donde siempre aparece el cadáver ahogado en agua de mar. Claves de un mundo a punto de hundirse que el detective debe descifrar. M.T.

Right at Your Door. La amenaza interior

Uno de los filmes más injustamente olvidados por el jurado de la sección oficial fue, sin duda, Right at Your Door (2005), filme del realizador estadounidense Chris Gorak, experimentado director de producción que ahora da el salto a la dirección con un filme sorprendente, una obra que sabe trascender su poco atractiva premisa argumental (un ataque bacteriológico sobre la ciudad de Los Ángeles sumerge en un estado de desesperación a una joven pareja, incapaz de reencontrarse físicamente a raíz del estado de sitio declarado tras la tragedia) debido a tres factores esenciales: su excelente guión (rico en giros argumentales y con un efectivo crescendo dramático muy poco frecuente en los filmes sobre catástrofes), el efectivo uso del montaje y la puesta en escena (cuya excelencia disfraza los evidentes déficits de producción de un filme de paupérrimo presupuesto) y, sobre todo, su condición de fidedigno retrato de algunas de las principales ansiedades y fobias de la sociedad occidental alimentadas por los efectos del 11-S (de hecho, la película no sólo no esconde su condición de filme político sino que utiliza imágenes de archivo de los bombardeos de Iraq para reproducir el ataque bacteriológico).

Tras una brillante primera parte, donde Gorak filma el caos producido por el ataque con un inteligente uso del montaje en corto (recurso narrativo tan válido como cualquier otro pero que casi siempre se usa de forma atropellada y poco justificada dramáticamente), la película supera las convenciones del género catastrófico y se convierte en otra cosa: en un denso y triste filme sobre la alienación en el núcleo familiar y en una turbia exploración sobre nuestros miedos interiores y la cobardía de nuestros actos. Este brillante viaje desde lo exterior (el ataque terrorista) hasta lo interior (la desconfiada y finalmente dramática relación que se establece entre la pareja protagonista, que no pueden ayudarse mutuamente a causa del peligro de infección que corren) supone la mejor baza de una obra intensa, madura y sobria que diagnostica el estado de coma de nuestra sociedad y que además encierra una inquietante premisa: en una época en la que el pánico hacia la amenaza exterior inesperada crece en el seno de nuestra sociedad, no se debería obviar la corrupción moral que arrastramos en nuestro interior. Y es que sin lugar a dudas, no hay peor peligro que la zozobra emocional del ser humano. J.C.M.

A Scanner Darkly. Animar por animar

La voluntad experimental de ciertos directores es encomiable, necesaria para que el cine se abra a nuevos canales de expresión y conecte con nuevos espectadores, aunque en ocasiones el afán trasgresor precipite el resultado de un producto fallido. Tal es el caso de A Scanner Darkly (2006), filme dirigido por Richard Linklater (Waking Life, Before Sunset) uno de los talentos surgidos de la escena independiente de Estados Unidos a principios de la década de 1990.

El filme, basado en la novela de Philip K. Dick Una mirada a la oscuridad, utiliza un tratamiento rotoboscópico para convertir a sus actores en dibujos animados y es precisamente ese planteamiento inicial, al margen de los resultados, el que nos hace plantearnos ciertas dudas: ¿Qué sentido tiene la animación, con todas sus infinitas posibilidades plásticas, cuando imita al detalle algo que puede captar una cámara sin artificios?

Con seguridad existe quien defenderá la técnica por encima de su conveniencia dado el contenido del filme, pero en mi modesta opinión el maquillaje virtual esconde unas claras carencias tanto en lo cinematográfico como en lo narrativo. Haciendo un ejercicio de visionado en el que se obvien las capas de entintado, A Scanner Darkly queda en un un filme farragoso, excesivamente dialogado y francamente sobreactuado. Tratándose de un thriller tan boscoso y anarrativo como el que se desprende de la obra de Philip K. Dick uno tiende a pensar que el tratamiento de animación podía haber aportado un nivel de abstracción y de estímulo visual acorde con el universo del escritor y en cambio se ha optado por la vía más realista y menos simbólica. Por poner un ejemplo, un filme reciente como Mind Game, recorre precisamente un principio opuesto al de A Scanner Darkly, el de la animación al servicio de la imaginación, la elasticidad completa del plano y sus infinitas posibilidades deformantes. Por desgracia Linklater se ha apuntado al carro del Robert Rodríguez de Sin City, el del relato romo y plano en el que cada fotograma es un cromo preciosista y la creatividad en la realización resulta tan estática como un viejo Kammerspielfilm. L.R.

La science des reves. El amor según Gondry

El director francés Michel Gondry va camino de convertirse en uno de los creadores audiovisuales más personales y originales del cine contemporáneo, aunque precisamente por las características radicalmente únicas de su cine puede acabar teniendo el mismo número de seguidores como de detractores. En la modesta opinión de este cronista, La science des reves (2005) fue una de las mejores películas proyectadas en la sección oficial del festival, un filme imprevisible de principio a fin, desbordante de imaginación y con un sentido del humor a la vez naïf y perverso, exquisito y grotesco, pero terriblemente efectivo. Gondry, que por primera vez en su carrera firma en solitario el guión, experimenta con distintos tipos de narración, texturas y formas visuales para seguir explorando, de manera mucho más radical que en Olvídate de mí, los problemas de las relaciones humanas y amorosas y las dificultades de los seres humanos para ser comprendidos y aceptados. El protagonista del filme, Stéphane (Gael García Bernal, en uno de los mejores papeles de su carrera), se debate entre el mundo real en el que vive y el mundo de sus sueños (simbolizado maravillosamente por el canal de televisión que él mismo emite desde su propio cerebro), en el que se desenvuelve mucho mejor y en el que se siente totalmente libre. La confusión y la mezcla explosiva entre realidad e imaginación o, mejor dicho, entre “lo que es” y “lo que me gustaría que fuera aunque sea imposible”, por decirlo de alguna manera, es el motor de un filme más mágico que fantástico, completamente libre de ataduras, en el que cualquier cosa es posible y que mantiene a lo largo de todo el metraje un ritmo enloquecido, ofreciendo a los espectadores un verdadero torbellino de ideas de planificación y puesta en escena, de emociones y sensaciones contrapuestas, de gags surrealistas, de personajes imposibles pero, al mismo tiempo, profundamente humanos. P.R.

Taxidermia. El pop-gore llegó de Hungría

Taxidermia(2006), del realizador húngaro György Pàlfi, nos relata la historia de tres generaciones de una familia de bastardos en tres momentos clave de la historia contemporánea de Hungría y lo hace poniendo sobre el asador toda la carne, en sentido literal: zoofilia, bulimia compulsiva, bestialismo, automutilación y un sinfín de bofetadas visuales se dan la mano con una estética fría y soviética para un producto que se sabe feísta y a contracorriente, pero que desde su idiosincracia subversiva no renuncia a cierta poética decadente. La primera historia de Taxidermia propone un juego de contrastes entre los deseos reprimidos en el ámbito rural de un soldado del ejército húngaro y un mundo de imaginación infantil ribeteado de conatos psicopáticos, todo un ejercicio de estilo realista que precipita en instantes de grata imaginación. Menos poderosa, pero más contundente, resulta la segunda historia, en ella György Pàlfi centra su mirada en un campeón de comer compulsivamente que por avatares del destino nació con un apéndice en su trasero. En este segmento, los diálogos y la dramaturgia de la historia se intercalan con interminables caudales de vómito. Igual de ardua aunque estéticamente más aséptica resulta la última y más brillante historia: la de un taxidermista reconvertido en artista de lo macabro gracias a un complejo proceso mecánico-quirúrgico digno de protagonizar todo un nuevo capítulo de los postulados de la Nueva Carne. Cuando los inventos del tebeo se funden con la imaginación meticulosa de un taxidermista pueden resultar ideas tan sadianas como la que nos muestra Pàlfi. Taxidermia es un filme irregular, con excéntricas pero vacías lagunas que por suerte no desmerecen un conjunto provocador y, francamente, tan divertido y freak como un espectáculo del circo de Jim Rose. L.R.

Time. La identidad escindida

A lo largo de su carrera, el director surcoreano Kim Ki Duk se ha dedicado a llevar al límite sentimientos humanos como la soledad, el despertar de la sexualidad, la posesión y la naturaleza del amor. En su nuevo filme, Time (Shigan, 2006), el autor de Hierro 3 ahonda en algo tan inconcreto y difícil de aprehender como la propia identidad, que se desvela sus manos en algo sumamente frágil, sometido a los vaivenes del tiempo, la memoria y las relaciones personales. En Time, la identidad es tan efímera que puede destruirse y recrearse con un simple bisturí de cirujano plástico y la memoria es tan dúctil que depende de un paisaje entrevisto o de una fotografía real o imaginada.

La historia que nos cuenta Kim Ki Duk no puede ser más peregrina: una chica joven, temiendo que su relación no resista el paso del tiempo, decide cambiarse el rostro y seducir de nuevo a su pareja bajo una nueva identidad. A partir de este argumento construye el director una historia lacerante y excesiva, basada en personajes que quieren dejar de ser ellos mismos pero siguen trazando círculos alrededor de sus propias vidas: persiguiendo siempre los mismos paisajes, cometiendo los mismos errores, reproduciendo las mismas fotografías de ellos mismos con los rostros cambiados. Como es habitual en su cine, el director surcoreano se sirve apenas de unos pocos elementos (la presencia de espacios recurrentes, el recurso a los amplios planos exteriores y el uso de fotografías íntimas como forma expresiva) para recrear en pantalla el drama de la pérdida del amor y de la personalidad, conflicto que resuelve, de manera magistral, con un leve apunte fantástico final, una metáfora de la personalidad escindida. M.T.

Tzameti (13), El jugador

Rodada en un blanco y negro exquisito y elegante, Tzameti (13) (2005), del realizador georgiano Gela Babluani, nos sitúa en los márgenes del noir más esencial. La apuesta de este filme franco-georgiano, rabiosamente elegante, aporta entre líneas ráfagas de cine esotérico-conspirativo tras un sutil manejo de la fotografía y un plano detalle cargado de simbolismo. Sirvan como ejemplo esas instantáneas sobre los auténticos protagonistas de la función: los revólveres. Entre la esquisitez de la nouvelle vague y la sensibilidad esquizoide de David Lynch se sitúa esta historia breve y concisa como un directo a la mandíbula. Tras su aspecto de relato casi documental, por su verismo, de sociedades cerradas implicadas en apuestas ilegales (en este caso centradas en el sórdido universo de la ruleta rusa) se esconde un filme de timming hipnótico que recorre, en cierta manera, los tortuosos recovecos de la bajeza humana, la fascinación por la muerte y la decadencia más absoluta del hombre abandonado a su azaroso destino.

Babluani propone un cinéfago itinerario, de gordiana arquitectura visual, que despega de los tejados de una suerte de casa Usher en plena decadencia para, acto seguido, trasportarnos a unas carreteras perdidas que dibujan paraísos ficticios en el horizonte. Finalmente, como no podría ser de otro modo, la casuística de los acontecimientos (y la cabalística del azar) nos precipitan hacia un desenlace acorde al perfil decadente y maldito de la propuesta.

El potagonista del filme, un joven atrapado por error en un peligroso juego ilegal sufre en sus carnes (o debería decir en su pesadilla) una particular redención, un iniciático bautismo de sangre que le convierte en un superhombre, una inmortal cobaya a la que el sufrimiento ha insensibilizado. Hay que insistir en un aspecto, la magistral plasmación visual del poderoso proceso psicológico al que es sometido el joven jugador no es el único elemento jugoso que nos propone Babluani; su narrativa directa, meridianamente lineal, está magníficamente especiada de interesantísimos personajes secundarios, profundamente perversos, conversos a la maldad, o básicamente pervertidos que cubren práctimente todos los estamentos de la sociedad. En ese circo de sangre y vanidad hallamos arrogantes empresarios, adictos a la morfina, expresidiarios y burgueses aburridos, a los que une una misma pasión por el juego. Podríamos entender Tzameti (13) como la exacta y soñada traslación a nuestros días de un texto tan brillante y vigente como El Jugador de Dostoievsky, una moderna puesta de largo que se escapa del análisis patológico de la debilidad en el ser humano para crear un modelo de lo sadiano de perfecta lectura antropológica dentro de un envoltorio cinéfago.

La plasmación del mal aparece en la textura demodé del filme como una pulsión colectiva que aprovecha la iconografía de la violencia pulp para ubicarse sin mayores complejos. El resultado es una cinta de bajo presupuesto que podría encabezar cualquier listado genérico (terror, noir, thriller…) sin riesgo de desentonar, su densidad psicológica resulta asfixiante y su acabado es de una belleza pseudoexpresionista arrebatadora. Tzameti (13) podría formar parte, sin mayor problemas, de una sesión doble con filmes tan dispares como La semilla del diablo, Cautivos del mal o El final de la escapada, su propuesta es ingeniosa y efectiva, emotiva, terrorífica y enormente adictiva. A juicio de este modesto articulista estamos ante el filme más sorprendente (y brillante) del festival y, desde luego, merecedor de algo más que un premio retruécano por su banda sonora original. L.R.

The Ungodly. Un reality criminal

Insólita coproducción entre una compañía independiente norteamericana y la productora catalana Zip Films, The Ungodly (2006) de Thomas C. Dunn supone una original vuelta de tuerca a los más manidos y previsibles clichés del psycho-thriller. A partir de una historia que guarda no pocos parecidos con la de Ocurrió cerca de su casa..., el director debutante Thomas C. Dunn y Mark Borkowski, el actor que interpreta al asesino en serie de turno, plantean un guión irregular pero mucho más perverso y tramposo de lo que parece a simple vista. La relación que se establece entre un joven cineasta en paro, con graves problemas con el alcohol y las drogas, y un psicópata no especialmente distinguido al que el primero hace chantaje para realizar un documental sobre su vida, está contemplada desde una distancia irónica que tiene en el humor negro su mejor baza pero, al mismo tiempo, con una textura sucia y realista, incluso documental, que juega a favor de la (improbable) credibilidad de la historia. No hay personajes buenos ni malos, y una maliciosa ambigüedad moral tiñe todo el relato, al fin y al cabo una nada apacible visualización de algunos de los principales males de las sociedades occidentales contemporáneas, como la incomunicación, la amoralidad y el sentido de culpabilidad (la tempestuosa relación del psicópata con su madre, que lo maltrataba salvajemente de pequeño y al que éste es incapaz de enfrentarse incluso cuando ella está a punto de morir apunta claramente en este sentido). Algunos giros del guión resultan quizá demasiado delirantes y el desarrollo de los acontecimientos en algunos momentos parece avanzar a trompicones, pero el buen pulso narrativo de Dunn y la entrega total de los dos protagonistas mantiene la atención de los espectadores hasta un final cercano a la parodia pero terriblemente desasosegador. P.R.

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