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publicado el 15 de junio de 2007

Mojave exploited

Lluís Rueda |
Alexandre Aja nos mostró cómo poner al día un filme tan discutible en la parcela artística, pero, hay que reconocerlo, tan rocoso en su visceralidad como el clásico de Wes Craven Las colinas tienen ojos (The Hills have Eyes, 1977). La fórmula Aja, ya apuntada en la estimable Alta tensión (Haute Tension, 2003), se fundamentaba en una arrebatadora puesta en escena, rica en espacios asfixiantes y proclive a travellings espaciados de majestuosa elegancia. Pese a dejar entrever un sentido del humor negro, de lo más conveniente, el filme del realizador galo nunca alteraba el concepto de sobriedad de la propuesta. El nuevo trabajo de Martin Weisz (Rohtenburg), peca de uniformidad visual, de poco riesgo formal y de buscar unas texturas discutibles que conjugan las maneras de una action-movie de segunda con cierto barniz gore.

El abuso de planos del desierto de Mojave (Nuevo Mexico) es parte de esa identidad sureña tan idolatrada por gente como Rob Zombie, pero que va camino de convertirse en tan recurrente como las brumas remontando las almenas de cierto castillo en los Cárpatos.

La reivindicación de la apocalíptica visual del cine de psicópatas de la década de 1970 empieza a saturar un tanto, ¿no creen? Cierto, el realizador alemán procura un provecho subliminal de los conflictos de Oriente, e incluso habrá quien detecte cierta inspiración en los problemas raciales acaecidos en Los Ángeles en la pasada década, pero no haríamos mal en cuestionarnos si esta saga-revival es, en estos momentos, la más acertada para deshollinar las chimeneas del sistema en clave fantastique, todo cuanto podía dar de sí acabó en el estupendo filme de Alexandre Aja.

El filme, indigesto desde su primer tramo, crea un insalvable distanciamiento en el espectador, máxime cuando el director se empeña en presentarnos a esos mutantes norteamericanos como abominables cañones sexuales que solo piensan en procrear con jovencitas. Y es que Weisz, tras las encomiables perversiones, de fina criminología psicopática, propuestas en Rohtenburg (2006), parece obsesionado con el comportamiento de ciertas especies al borde de la criptozoología desértica



Ese prurito nostálgico, más próximo a las deficiencias del original de Wes Craven que a los hallazgos del mentado realizador galo, es conjugado con el efectismo del más inmediato cine de casquería, a resultas de este breviario estético obtenemos una serie B añeja embotellada en una lindo recipiente de hiperbólicas curvas. La receta utilizada por Weisz, muya su pesar, se sitúa en una parcela más afín al El Vengador Tóxico (The Toxic Avenger, 1985) de Lloyd Kaufman que, pongamos, a The Funhouse (1981) de Tobe Hooper, este sí, auténtico maestro del cine de horror de las décadas de 1970 y 80.

El filme, indigesto desde su primer tramo, crea un insalvable distanciamiento en el espectador, máxime cuando el director se empeña en presentarnos a esos mutantes norteamericanos como abominables cañones sexuales que solo piensan en procrear con jovencitas. Y es que Weisz, tras las encomiables perversiones, de fina criminología psicopática, propuestas en Rohtenburg (2006), parece obsesionado con el comportamiento de ciertas especies al borde de la criptozoología desértica. Ver el retorno de los malditos puede ser tan apasionante como echarle un vistazo a un episodio del National Geografic. Desde luego, al filme no le falta mala uva y eso, es de agradecer, pero simplemente, es tan poco ambicioso y tan poco acertado en la medida de sus pretensiones que nos lleva a adormecernos como insensibles espectadores entre litros de sangre y arena.

Al igual que en la también falta de pretensiones, pero honesta al fin y al cabo, Detour (2003) de Steve Taylor, el espectador desea desde el primer fotograma que los jóvenes que se van a adentrar en la zona prohibida sean eliminados lo antes posible, y con esa premisa, en el caso de El retorno de los malditos, la cinta se hace tan larga y plúmbea como extenso e insufrible es el pelotón de marines botarates que se enfrentan a los tejanos disfuncionales.

No parece que este sea el material más indicado para Martin Weistz, cuyo Rohtenburg fue galardonado en el pasado Festival Internacional de Sitges (2006). Acaso deberíamos plantearnos si el realizador alemán merece entrar en esa lista de jóvenes directores que, como Aja o más recientemente los hermanos Pang, se enfrentan a cualquier proyecto hermético con un instinto fílmico capaz de encontrar espacios para la autoría. En este caso, el realizador cumple mínimos y se esfuerza en imitar al Wes Craven más elemental y más ditirámbico.


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