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publicado el 18 de julio de 2007

Glasgow, bajos fondos

Lluís Rueda | Antes de entrar a analizar la ópera prima de la inglesa Andrea Arnold, Red Road, bueno sería comentar que esta producción supone la primera entrega de un conjunto de filmes creados bajo las particulares normas que conforman el término “Advance Party”. La idea consiste en trabajar tres guiones diferentes centrados en nueve personajes que repiten a cada entrega y en una misma ciudad, Glasgow. En esa tesitura, tres realizadores desarrollan sendos guiones particulares a partir de ese grupo de nueve personajes ideados por Lone Scherfig (Italiano para principiantes) y Anders Thomas Jensen (guionista de Mifune y Después de la boda).

Red Road es la primera entrega de esta atípica trilogía que conforman historias independientes que no están obligadas a confluir temáticamente (repito, solo han de incorporar a los protagonistas que por vez primera asoman en Red Road). Aclarado el último reto fílmico ideado por el hiperoxigenado cerebro de Lars von Trier, no nos resta más que hablar del filme dirigido por Andrea Arnold como unidad cinematográfica y, por el momento, universo cerrado.

Andrea Arnold, ganadora de un Oscar por su cortometraje WASP, se estrena en el largometraje con un thriller que se avergüenza de su condición y trasmuta en codicioso y narcisista melodrama. Con esta breve frase resumiríamos substancialmente el calado de este filme que fue galardonado con el premio del jurado en la edición del Festival de Cannes del 2006. Pero despacharse de un modo tan reduccionista acaso no haría justicia a un trabajo que, con todo, presenta aspectos interesantes: como, por ejemplo, su más que brillante arranque y un estimable rentabilización de las posibilidades de la cámara digital de alta definición: sugestivo trabajo de fotografía y un montaje que en líneas generales huye de estridencias.

De enorme eficacia, y meridiana seducción, luce el primer tramo de la historia en que se nos presenta a Jackie (Kate Dickie), operadora de un sistema de cámaras de seguridad destinadas al extrarradio (conflictivo) de Glasgow. La cotidianidad de Jackie –una persona solitaria y emocionalmente vacía- parece marcada por un hecho traumático del pasado. Ese aprovechamiento de las ventanas catódicas, de los monitores que rastrean las vidas ajenas, que nos sitúa en el terreno del vouyerismo compulsivo, dibuja con enorme precisión la parcela más inquietante del filme, una máxima expresión formal que de casi depalmiana nos adentra en el territorio de la insania y el deseo con sucinta sutilidad. Ese logro, meritorio en una principiante, no alcanza a precipitar en algo concreto más allá de la aparición de ese extraño, y desaprovechado, personaje que Jackie descubre en una de las cámaras y que regresa del pasado como un fantasma amenazador. Andrea Arnold, reformula en ese punto su filme y renuncia a su planteamiento thrillesco apostando definitivamente por una suerte de goteo informativo que adormece al espectador e, irremisiblemente, sitúa en un territorio delicado a unos personajes casi reducidos al más puro autismo: que diría un viejo lobo de mar, elementales seres acuáticos en un filme de aguas estancadas.

Cierto, algunos verán la escenificación ejemplar y naturalista de un thriller urbano donde este humilde cronista no alcanza más que a apreciar la sombra alargada y las ínfulas artísticas de un Lars von Trier que condiciona a sus cachorros desde la tareas de producción, como si se tratase de una suerte de Luc Besson de la autoría. Su impronta en Red Road, a mi juicio, es innegable, pero entrar en los pormenores del realizador-productor danés sería abordar una parcela que nos apartaría de lo esencial. No debe ser éste el contexto en el que interrogarnos de por qué algunos incautos encumbran al director de Manderlay, tal si se tratara de un nuevo Rainer Werner Fassbinder.

Es difícil saber a ciencia cierta por qué Andrea Arnold renuncia a sus logros fílmicos más inmediatos, coherentes y oportunos –repito, los primeros veinte minutos de la cinta son arrebatadores-, y decide, por arte de birlibirloque, adormecer a su criatura cinematográfica en una suerte de cirugía o amputación estilística que persigue la pose, la estampa y una suerte de ‘calma chicha’ venenosa, que imita con descaro los paroxísticas brumas narrativas de Rompiendo las olas, Dogville o vaya usted a saber que otra ‘joya’ del cine-impostura. El cóctel indie no desmerecerá las expectativas ‘gafipastas’-que diría Jordi Costa-, hay una turbadora escena de sexo explícito, un personaje marginal de buen corazón –que en esta teoría del trifásico underground, a buen seguro hallará su papel principal- y una sorpresa final que hará añicos nuestros corazones con las pertinentes dosis de redención.

La sensación de autocensura, de cargante sectarismo, que destila Red Road es algo molesto e irritante, ¿quien sabe?, quizás, de haber sido un proyecto más independiente, menos lastrado por vaya a saber usted que santas biblias del post-cine más vacuo estaríamos ante una propuesta diferente y acaso más turbadora que, pongamos, Hard Candy de David Slade –filme con el que, entre otros aspectos, comparte cierto aroma de perversidad-.


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