publicado el 27 de julio de 2007
Juan Carlos Matilla | Seis años después del estreno del primer filme, la millonaria saga de Harry Potter continúa su exitosa senda por las taquillas de medio mundo (sin que parezca que el filón financiero tenga visos de agotarse) con la nueva entrega titulada Harry Potter y la Órden del Fénix (Harry Potter and the Order of the Phoenix, 2007), dirigida por el semidesconocido director británico David Yates, cuya carrera se ha desarrollado casi íntegramente en el ámbito televisivo. Ante este nuevo capítulo del ciclo fílmico ideado por la escritora británica J.K. Rowling, quizás vaya siendo hora de reflexionar sobre qué se puede esperar a estas alturas de una nueva entrega de una saga tan publicitada y codificada como la protagonizada por el joven mago, sobre todo a la hora de analizar las relaciones que parte del público establece con estas tortuosas y maratonianas narraciones que parece que rechacen poner el punto y final a sus epopeyas, hijas de un coyuntural gusto por los relatos dilatados y amplificados en el tiempo, repletos de motivos reconocibles y que se proyectan en el tiempo sin que conduzcan (a priori) a ningún sitio (1). Posiblemente, éste no sea el lugar adecuado para debatir este tema pero sí me gustaría comentar algunos aspectos de la evolución de la saga para poder esclarecer las razones por las que esta última parte pueda definirse como la más decepcionante de todas.
Antes del estreno de la última entrega de la franquicia de Harry Potter, la saga se había desarrollado a partir de unos criterios artísticos bastante férreos y, según se mire, no del todo exentos de interés. Simplificando, podríamos decir que la premisa básica a seguir por todos los técnicos involucrados era respetar la imaginería de la obra de Rowling y desarrollar el ideario visual creado por los hacedores de las primeras entregas (Harry Potter y la piedra filosofal y Harry potter y la cámara secreta, firmadas por Chris Columbus), añadiendo a cada nuevo filme pequeñas variaciones que, sin romper la atmósfera hegemónica del ciclo, introdujeran sustanciosas y ricas fugas que enriquecieran el tono en exceso monocorde de la saga. Así, del entrañable convencionalismo infantil que emanaban las propuestas de Columbus se pasó primero a una apuesta más decidida por los mecanismos del género de horror y de la temática de la agitación juvenil (caso del episodio firmado por Alfonso Cuarón, Harry Potter y el prisionero de Azkabán), para después profundizar más aún en el goticismo delirante y la imaginería más excéntrica y lírica, con un ojo puesto sobre todo en el cine de Tim Burton y Peter Jackson (aspectos que encontramos en el filme más satisfactorio de la franquicia, la cuarta entrega dirigida por Mike Newell, Harry Potter y el cáliz de fuego).
Filmada sin convicción y sin ritmo, los autores de Harrry Potter y la Órden del Fénix nunca parece que sepan muy bien hacia dónde llevar la narración: hacia el relato gótico de tintes psicológicos, hacia la fábula política, hacia la suma de episodios de aventura o hacia la narración clásica de iniciación. Todos los caminos son emprendidos pero todos ellos son abandonados en algún punto de la narración sin que haya un motivo claro que lo justifique.
Pues bien, en el caso de la quinta entrega, la glosa al corpus harrypotteriano tenía que ser la introducción de un tono de crítica política y denuncia de los excesos de los totalitarismos, tamizado por el filtro del fervor adolescente y amplificado por la recelosa situación de los personajes, a un paso de superar el umbral del mundo adulto. A priori, la aparición de elementos políticos y de angst adolescente parecía tremendamente atractiva pero, por desgracia, los resultados no han sido, ni mucho menos, los esperados y la razón, a mi juicio, se debe a que éstos nunca logran zafarse de su condición de meros artefactos ornamentales. Toda la concepción presuntamente revolucionaria y pasional vista en el filme se limita a un nivel decorativo y vacuo, más pendiente de mostrar cómo se interrelacionan (tontamente) los personajes a raíz de una situación injusta o sentimental que de enseñar cómo se enfrentan a ellas y qué diatribas morales les acarrea. La superficialidad del producto es tal que, cuando el filme llega a su vertiente más “radical” (la lucha entre los insurrectos alumnos y el pérfido profesorado), el resultado es simplemente ridículo y afectado, exento de naturalidad y de hondura narrativa.
A todo esto hay que añadir que el filme adolece de una progresión dramática muy débil. Filmada sin convicción y sin ritmo, los autores de Harrry Potter y la Órden del Fénix nunca parece que sepan muy bien hacia dónde llevar la narración: hacia el relato gótico de tintes psicológicos, hacia la fábula política, hacia la suma de episodios de aventura o hacia la narración clásica de iniciación. Todos los caminos son emprendidos pero todos ellos son abandonados en algún punto de la narración sin que haya un motivo claro que lo justifique. Todo ello contribuye a que la película tenga un molesto aire de indefinición y de levedad narrativa que sólo consigue trasmitir precipitación y falta de ingenio. Es cierto que ninguna de las obras anteriores de la saga presentaba un acabado dramático envidiable, pero al menos todas ellas tenían un esqueleto estructural sólido y no parecían, como en el caso del filme de Yates, una mera suma de escenas añadidas sin orden ni concierto y protagonizadas por unos personajes incapaces de librarse de su condición de simples estereotipos.
Pero es que, además, esta neutralidad dramática viene acompañada de una absoluta ausencia de cualquier tipo de sense of wonder o sentido de lo maravilloso. Ya varios especialistas criticaron en su momento la falta de atmósfera auténticamente mágica y poderosa en los filmes de Harry Potter (2) aunque a mi juicio éstos sí que lograban, en mayor o menor medida, jugar con las posibilidades expresivas del lenguaje cinematográfico aplicado a la temática fantastique (de forma más acertada, quizás, en la penúltima entrega). Pues bien, salvo contadísimas excepciones (caso del acertado prólogo donde vemos el ataque de los Dementors en el túnel, la siniestra aparición de lord Voldemort en la vía del tren, el hermoso plano de la desaparición entre la bruma de Sirius Black y ciertos detalles de planificación en la larga secuencia de la búsqueda del oráculo) todas las decisiones de puesta en escena de Yates se hunden en el más absoluto de los convencionalismos (con mención cum laude a los reiterativos flashbacks que, mediante el uso de un frenético y tópico montaje en corto, pretende mostrar los abismos de la psique del protagonista). Plana, aburrida y huérfana de tensión (y emoción) formal, Harry Potter y la Órden del Fénix supone un serio aviso para todos los admiradores de la saga ya que, a falta de dos entregas para acabar la aventura iniciada hace seis años, estamos ante la primera muestra irrefutable de que la franquicia sufre de un preocupante estancamiento artístico y abulia visual, malos compañeros para un viaje que, en este momento, se nos antoja arduo, cansino y poco prometedor.