publicado el 3 de agosto de 2007
Marcos Vieytes | Hace pocos años Armin Meiwes mató en su casa de Rohtenburg a un ingeniero de Berlín llamado Bernd Brandes y se fue comiendo su cuerpo descuartizado a medida que pasaban los días. Previamente, y a pedido de aquel, le amputó el pene mientras aún estaba vivo, lo cocinó aderezándolo con sal, pimienta y ajo, y se lo sirvió para que aquel pudiera concretar de una vez por todas la fantasía que lo acuciaba desde siempre: comer sus propios genitales. Hasta aquí la anécdota, más alguna precisión o matiz que le da relieve dramático. La información que acabo de dar sobre lo que pasó ese día en ese lugar y entre esos dos hombres está a disposición de cualquiera que quiera acceder a ella por Internet. Pero las lecturas sobre lo sucedido pueden ser tantas como personas se interesen en pensarlo. Uno suponía que Martin Weisz también debió tener alguna, dada su condición de director de cine abocado a la tarea de llevar dicha historia a la pantalla grande, y que la suya al menos sería un poco más elocuente que la de un sitio web que se limita a narrar el caso e ilustrar el texto con fotografías del lugar de los hechos. Lamentablemente, Rohtenburg no confirma nuestras presunciones.
Macedonio Fernández fue uno de los escritores más inclasificables y originales de la literatura hispanoamericana del siglo XX, tanto es así que su obra escapa a las definiciones genéricas y hasta a su reducción al formato libro entendido como objeto acabado, impreso y publicado comercialmente. Incluso persiste más el recuerdo de sus ocurrencias verbales que el de sus experimentos escritos. Se cuenta que allá por la última década del siglo XIX, mientras ejercía como abogado por el interior de la Argentina, defendió a un peón acusado de asesinato basando su alegato en que este había matado a su víctima con un alambre de púas en vez de uno convencional. Nunca puede conocer el desarrollo lógico de ese discurso, probablemente ficticio, pero siempre me fascinó la desproporción entre el hecho y la justificación del mismo a partir de un detalle menor, la elocuencia estética del recurso en contraste con la publicitada búsqueda de una verdad objetiva, científica, aséptica que comúnmente relacionamos con el ámbito de la justicia. El mismo Macedonio escribiría, tiempo después, que en el arte importa el cómo y no el qué, la forma como portadora de sentidos múltiples, abiertos, ambiguos y contradictorios pero vivos, (t)urgentes, en lugar del mensaje conceptual prefijado.
Pese a lo anterior, que es obvio para todo verdadero artista, en su película Weisz aclara todo, no deja lugar a las dudas, se da el lujo de simplificar uno de los hechos más enigmáticos, extremos e impenetrables de la historia humana. Un suceso que escapa de las páginas policiales y pide a gritos todo tipo de tratamiento estético, menos aquel que procure interpretarlo sumariamente, anestesiar su revulsivo centro, y archivarlo para seguridad de todos. Criticar los títulos sensacionalistas que se les ponen a las películas cuando son editadas en DVD en otro país es un lugar común tedioso y muchas veces improductivo. Un ejemplo de ello lo da este film, cuyo título original (con la palabra “love” embadurnándolo todo de sentimentalismo) fue trocado por el de Obsesión caníbal cuando estuvo disponible en formato hogareño [1] (este es otro cortés eufemismo que esconde mucho más de lo que dice) y que le promete encontrarse al espectador con un film gore cuya grosera deformación de la realidad hubiera sido mucho más estimulante que la sarta de psicologismos políticamente correctos que lo recorren y estructuran, a saber: i) explicación de la conducta de ambos protagonistas a partir de situaciones traumáticas vividas en la niñez, ii) relación edípica del personaje central expuesta de modo caricaturesco, iii) introducción de un personaje femenino estadounidense cuya investigación del caso guía los senderos narrativos de la películas y termina representando la buena conciencia del espectador.
Rohtenburg demuestra la alienada condición de una película que se avergüenza de sí misma, de su origen, de su cultura, y que por ello es del todo incapaz de ofrecer una mirada propia, original, conflictiva, atendible
Esta última decisión es la más llamativa de todas. ¿Qué razón había para la introducción de ese personaje apócrifo que media entre los espectadores y los protagonistas del crimen, sino la de atenuar el impacto de los hechos, distanciarnos de ese par de "monstruos" capaces de cometer lo que a "gente como uno" ni siquiera se le cruza por la mente y, finalmente, pronunciar un veredicto tranquilizador y banal al respecto? Peor aún, ¿qué razón había para darle a ese personaje-espectador-jurado identidad estadounidense y no alemana, ya que allí transcurre la película, o taiwanesa, suiza u hondureña? Rohtenburg demuestra, con ese gesto, la alienada condición de una película que se avergüenza de sí misma, de su origen, de su cultura, y que por ello es del todo incapaz de ofrecer una mirada propia, original, conflictiva, atendible.