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publicado el 9 de septiembre de 2007

Cine fetichista en un dudoso contexto

Lluís Rueda | Hace ya tres años del estreno en nuestro país de Kill Bill: Vol. 1 (2003) y bueno sería recordar que uno de los aspectos que más sorprendió de dicho filme fue que, a pesar del ilimitado número de homenajes y referencias directas o indirectas a cintas del pasado, el filme mantenía una personalidad propia y una coherencia estética compacta. El espectador más avieso celebró la ritual banalización del cine de yakuzas y la acertada mixtificación del endeble catálogo de la productora hongkonesa de los 'Shaw Brothers' con deleite de asiduo a cine de barrio. En aquella ocasión, el mérito formal del realizador, en lo que concierne al reciclaje sentimental, resultó un enorme acierto.

Mago del revival musical, maestro del oportunismo comercial, auteur bajo sospecha que sitúa su colección de cromos con impostura de artesano, etc... Hallaríamos cientos de definiciones para hablar de un realizador que probablemente obtuvo su mayor cenit artístico con Jackie Brown (1997) y que con Death Proof no ha acertado debido a que se ha aburrido de imitar-reciclar registros del cine de género con el rigor que proporciona la humildad del eterno aprendiz. Tarantino ha cometido el peor error de su carrera cinematográfica, pensar que su estilo es un género en sí mismo, capaz de generar metros de celuloide de incuestionable autonomía discursiva -y denominación de origen contrastada-, incluso desatendiendo el más puro sentido del rigor cinematográfico. La deuda moral con el material de acción y suspense que presuntamente homenajea, a base de triturar dicho material hasta convertirlo en una descafeinada comedia de sexos y pulsiones fetichistas, para la ocasión ha desaparecido o ha mutado en falsa autoría. Tarantino es un director encumbrado a partir de un material que depende de un complicado juego de equilibrios. Sabedor de sus querencias, bien haría en ajustarse a aquello que sabe hacer.

El realizador ha pergeñado una mixtura cargada de ínfulas que, si bien los más despiertos situarán en el terreno del exploit y los discutibles filmes de persecuciones de coches de los años setenta (como Vanishing Point (1971) de Richard C. Sarafian), a un humilde servidor se le antoja un híbrido imposible entre El Bar Coyote, 2000) de David McNally y Crash (1996) de David Cronenberg

Death Proof es un despropósito narrativo ya que contiene enormes lagunas, diálogos sin chispa e insufribles travellings circulares entorno a una mesa plagada de estúpidas peroratas de sexo prepúber. Si analizamos la primera hora del filme, soporífera ‘sit-com’ acerca de chicas que trasladan la habitual fiesta del pijama a un bar de carretera, no podemos más que sonrojarnos ante la abulia general, la ausencia de acontecimientos, la alarmante falta de acción y la nula progresión dramática.

El realizador ha pergeñado una mixtura cargada de ínfulas que, si bien los más despiertos situarán en el terreno del exploit y los discutibles filmes de persecuciones de coches de los años setenta (como Vanishing Point (1971) de Richard C. Sarafian), a un humilde servidor se le antoja un híbrido imposible entre El Bar Coyote, 2000) de David McNally y Crash (1996) de David Cronenberg. De este filme del realizador canadiense y, por extensión, de la novela del mismo título de J. B. Ballard, es precisamente de donde Tarantino extrae las ideas más interesantes del filme: la del orgasmo trasladado a la modalidad de colisión de tráfico. Ese prurito a la manera de Cronenberg y el adrenalítico tramo final, con una espléndida persecución, devuelven la dignidad a un filme que imita a una mala película tan bien que acaba por contagiarse de algo más que de un mero síntoma de feísmo.

Pero la renqueante sinfonía (cocinada con la compañía de un meritorio y particular juke-box donde incluso asoma la partitura de Los pájaros de las plumas de cristal (Uccelo dalle piume di cristallo, 1970) de Dario Argento perpetrada por Tarantino ofrece algún otro aspecto interesante, tal como el plausible juego entre el director podófilo dentro y fuera de la pantalla en contraposición al ballardiano concepto de la penetración-destrucción que anhela el psicópata protagonista. El realizador compone un paroxístico y sensual retablo de podofilia militante –que ya quisiera para sí el fotógrafo decimonónico Pierre Louis Pierson-, en el que se expone sin trabas la pulsión aséptica del vouyeur pasivo en contraste con el morboso criminal que ansía la orgía de chapa, motor y carne joven.

Hasta ahí los méritos puntuales, a los que quizá habría que sumar el descubrimiento de la actriz Zoë Bell, doble de acción de Uma Thurman en Kill Bill, un valor a seguir que destaca por encima de sus compañeras de reparto, incluida la sensual Vanessa Ferlito.

Por desgracia, todas esas pinceladas de mérito no son capaces de conformar un coherente discurso, ni de superar el enquistado y dilatado experimento en el que el realizador-actor-productor pretende ser Eric Rohmer, David Cronenberg, Rob Cohen, Tinto Brass y quien sabe si, en exceso, el Tarantino más irreflexivo.

El impertinente y acostumbrado cine collage (Kill Bill: Vol.1 (2003), Pulp Fiction (1994)) y ese savour fair grotesco y necesario que tan excelentes instantes nos ha regalado el bueno de Quentin Tarantino han quedado en esta ocasión empantanados en un excesivo metraje y una nula capacidad de síntesis; pero eso no es lo peor, agárrense los machos los fans de Kurt Rusell, el eterno Snake Pielsen protagoniza un papel tan desposeído de dignidad que molestará profundamente a los seguidores de sus filmes junto a John Carpenter (Rescate en Nueva York, La Cosa). El trabajo de dignificación-rescate realizado con David Carradine para Kill Bill (ambos Kill Bill), en esta ocasión se le ha ido de las manos y, por desgracia, la ironía brilla por su ausencia en el tratamiento del personaje de Double Mike. Eso sí, el bueno de Kurt pone todo de su parte para crear un inquietante matarife, a la postre, delicado como una mariposa.


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