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publicado el 20 de septiembre de 2007

El hombre que mira

Modesto y efectivo thriller sobre la relatividad de las apariencias y la fascinación por la imagen como elemento fetichista, 'Disturbia' (2007), del realizador estadounidense D. J. Caruso, ha sido uno de los más destacados 'sleepers' del año en la cartelera americana. Un título irregular y harto convencional que, gracias al aprovechamiento de ciertos motivos de la tradición cinematográfica, se revela como una cinta de suspense más estimable de lo que pueda aparentar a priori. En definitiva, un nueva vuelta de tuerca al tema del 'voyeur' basado en los propios mecanismos de la narrativa audiovisual.

Juan Carlos Matilla | Muchos han sido los filmes que desde La ventana indiscreta (Rear Window, 1954), de Alfred Hitchcock, han tratado el tema del voyeur como elemento primordial de la narrativa fantastique. Además, esta figura ha permitido establecer, a lo largo de la historia del cine moderno, ricos juegos metalingüísticos derivados de la atractiva unión entre la figura del mirón y el análisis de la naturaleza de la imagen fílmica. Así, numerosos slashers y gialli, además de obras cumbre de la cinematografía como El fotógrafo del pánico (1960, Peeping Tom), de Michael Powell, Illibatezza (1963) de Roberto Rossellini, Blow Up (1967) de Michelangelo Antonioni, Impacto (1981, Blow Out) y Doble Cuerpo (1984, Body Double) de Brian De Palma, El liquidador (1991, The Adjuster) o El viaje de Felicia (1999, Felicia’s Journey), de Atom Egoyan, han tomado la escoptofilia como punto de partida para analizar diversos ámbitos de la reflexión audiovisual: la vaguedad del punto de vista, la subjetividad de la imagen, la imposibilidad de alcanzar el verdadero sentido de lo filmado, el cariz obsesivo del oficio de filmar o el fetichismo cinematográfico. Todos estos aspectos son comunes a la mayor parte de obras maduras que han tratado la obsesión por espiar, por esclarecer el sentido de lo que nos rodea o por desvelar lo que permanece escondido mediante el uso de la imagen. Desde luego, Disturbia (nueva adaptación del relato de Cornell Woolrich, que dio origen a La ventana indiscreta, aunque esta vez ambientada en el mundo adolescente) pertenece a este subgénero de la narración fantastique y aunque, por supuesto, no alcance los niveles de excelencia de las anteriores obras citadas, considero que, a raíz de su pertenencia a esta tradición y a su humildad narrativa, se puede calificar como una obra irregular pero no exenta de atractivo.

En el filme podemos encontrar algunos de los motivos más reconocibles de los títulos que giran en torno a la idea del voyeur: la imagen vista como elemento fetichista, la reflexión sobre los límites de la percepción y los formatos audiovisuales, los infinitos juego de representación, la revelación de lo que permanece oculto tras la aparente normalidad y, sobre todo, el descubrimiento de lo terrible en los ojos del otro.

Sin duda, Disturbia es un filme que sabe sacar provecho de la fuerza iconográfica y capacidad metafórica que disfrutan los títulos de este subgénero. De esta manera, sus aciertos parciales se deben más a la recuperación o aprovechamiento de ciertas formas e imágenes de evidente carga simbólica que a un tratamiento original y personal del material ya tratado por otros. Así, en el filme podemos encontrar algunos de los motivos más reconocibles de los títulos que giran en torno a la idea del voyeur: la imagen vista como elemento fetichista (como vemos en la obsesión del joven protagonista por grabar la actividad licenciosa de sus vecinos), la reflexión sobre los límites de la percepción y los formatos audiovisuales (perceptible en varios momentos del filme pero sobre todo en las elaboradas secuencias de acecho al asesino), los infinitos juego de representación (los numerosos bucles y giros del filme insten en esta idea de trompe l’oeil continuo), la revelación de lo que permanece oculto tras la aparente normalidad y, sobre todo, el descubrimiento de lo terrible en los ojos del otro, acto que en realidad no deja de ser una proyección de nuestro miedos más recónditos. Por supuesto, la aproximación que hace el filme a todo este catálogo de reflexiones fílmicas es bastante modesto (por no decir superficial) pero por lo menos le otorga un pátina de obra más sofisticada de lo que en principio aparenta.

Otro aspecto que me gustaría analizar del filme es su condición de evidente remake del clásico de Alfred Hitchcock. Hasta cierto punto se podría mantener que Disturbia no es más que una nueva adaptación del original literario de Woolrich pero su servidumbre dramática y formal a algunos de los hallazgos narrativos de la película del director británico no deja lugar a dudas: Disturbia bebe descaradamente de las fuentes de La ventana indiscreta made in Hitchcock y eso se materializa en muchos momentos: la progresión dramática es muy similar (una primera parte basada en la observación de la rutina del barrio, una segunda basada en la investigación del presunto criminal y una tercera que supone el clímax del conflicto), y algunos de los elementos de tensión son calcados (la entrada en la casa del asesino, la amenazadora mirada de éste hacia el fuera de campo, la invasión del espacio presuntamente seguro por parte del criminal, etc). Ante esto, deberíamos preguntarnos qué aporta Disturbia al viejo material: ¿una nueva personalidad?, ¿una actualización de sus motivos narrativos?, ¿una rica reflexión sobre su naturaleza de obra fundamental en el cine de moderno?, ¿una nueva aproximación genérica?, ¿un divertimento metalingüístico? Pues bien, en mi opinión la película de Caruso no contiene nada de todo esto ya que su condición de mera imitación y puesta al día del original de Hitchcock es, con mucho, la parte más discutible del filme. Su naturaleza de remake sólo se justifica por la consabida costumbre de las majors hollywoodienses de rescatar patrones narrativos del pasado (cuya efectividad ha quedado más que demostrada a lo largo del tiempo) para garantizar así el éxito de sus nuevas propuestas.

Eso sí, en mi opinión, la escasa entidad del filme como remake no resta valor a uno de los matices más interesantes de Disturbia: la adopción de un ambiente juvenil, ya que esta idea permite al director retratar un estrato social absolutamente dependiente del mundo audiovisual. Así, este enclave temático facilita reflejar, de manera algo tímida aunque presente en todo el metraje, el aislamiento en el que viven muchos adolescentes actuales y la dificultad que tienen a la hora de analizar y experimentar la realidad que les circunda. Para ellos, la realidad existe si está mediatizada a través de los formatos audiovisuales ya que sólo mediante las cámaras DV, Internet, las conexiones de móvil y los vídeos de Youtube, puede ser aprehendida. Es evidente que esta reflexión sobre los límites entre la vida circundante y sus medios de expresión no alcanza el nivel de madurez y profundidad que podemos encontrar en filmes como, por ejemplo, Videodrome (1983), de David Cronenberg, Family Viewing (1987), de Atom Egoyan, Todo sobre Lilly (2001, All About Lilly Chou-Chou), de Shunji Iwai, o Demonlover (2002), de Olivier Assayas, pero por lo menos insufla al filme un mínimo atractivo conceptual que lo aparta de la mediocridad habitual en este tipo de productos orientados al público juvenil. De hecho, algunos de los mejores momentos de la película insisten en la obsesión mediatizadora adolescente. En particular, señalaría un excelente detalle de guión en el que la pareja protagonista observa mediante una cámara a una prostituta desnudándose en la casa del asesino. Los jóvenes, incapaces de separar lo real de lo ficticio, no pueden evitar la necesidad de poner en su PC la música adecuada para el momento, con lo que establecen un nivel fingido en la realidad y mediatizan un instante que ellos no aprehenden como real sino como materia de una ficción. Por esto, se podría observar al filme como el viaje de unos personajes hacia su apego a lo real, a su conocimiento interno más allá de su reflejo a partir del descubrimiento de las fechorías de un sangriento asesino. Claro que el tratamiento de tal peripecia nunca pasa de un nivel epidérmico e incluso se traiciona algo a sí mismo ya que la huída hacia el reconocimiento del verdadero mundo se realiza a partir de una ficción prototípica: un thriller muy convencional enclavado en el arquetípico miedo al extraño, tan característico del cine estadounidense.

Se podría observar al filme como el viaje de unos personajes hacia su apego a lo real, a su conocimiento interno más allá de su reflejo a partir del descubrimiento de las fechorías de un sangriento asesino. Claro que el tratamiento de tal peripecia nunca pasa de un nivel epidérmico.

Como apuntaba al principio, muchos de los aciertos formales se deben al evidente atractivo que poseen los filmes que han tratado la escoptofilia y a su fuerte carga simbólica. Así, la convincente labor tras las cámaras de D.J. Caruso se debe sobre todo a que ha sabido explotar algunos de los tropos habituales de este subgénero: el juego de miradas que se establece entre el campo y el contracampo, el cambio de punto de vista, la obsesión por fijar y analizar una imagen determinada, etc. Todos son elementos de puesta en escena procedentes de la tradición y son perfectamente reconocibles aunque no posean un tono de descarado guiño. Por el contrario, existen otros momentos en los que el modus operandi estilístico del director se desvincula de los modos de representación más habituales y se introduce por territorios más interesantes como el emotivo primer plano del protagonista mirando horrorizado a su padre fallecido tras el accidente (momento que gana en dramatismo gracias a la ausencia de contraplano), la atención morosa por reflejar la rutina y aislamiento del protagonista, el uso de un atractivo tono pseudo documental en la secuencia de la expedición nocturna en la casa del asesino o el macabro y genial momento del breve inserto del salpicado de sangre en la ventana del taller del criminal. Detalles inspirados que enriquecen el relato aunque, por desgracia, resultan escasos para redondear por completo un filme irregular y convencional pero resuelto con dignidad, oficio y, sobre todo, humildad, aspectos poco habituales en el actual thriller estadounidense.


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