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publicado el 17 de febrero de 2008

Pedacitos de verdades inciertas

Lluís Rueda | Basada en una escueta novela de Guillermo Martínez, Los crímenes de Oxford supone el regreso de Álex de la Iglesia en su versión más depurada, miméticamente clásica y acaso impersonal. Desde luego, no es que este filme de vocación internacional esté desprovisto de constantes del vasto y ordinario universo del realizador bilbaíno, ahí están Hitchckock, Agatha Christie y un sinfín de piezas del ‘cluedo’ que el director mueve de modo selectivo, como ya procuró en la excelente La Comunidad (2000), buscando sorprender con una jugada maestra. Si bien el objetivo se cumple a medias, el filme se desmorona por instantes, en buena medida por culpa de factores menores como el pobre desarrollo de los personajes secundarios o la muy ramplona sensación de que Oxford es un patio, dos ventanas, un aula y tres estudiantes. Me explico, por alguna razón, seguramente económica, rodar en Oxford se ha convertido en una traba insalvable para un filme que alude a la ciudad en su título. El diseño de producción resulta pírrico, de tal manera que una escena clave del filme que sucede en una biblioteca se ha tenido que ubicar en una librería sin pedigrí cuando debía haberse localizado en algún emplazamiento del regio ‘campus’.

El otro incontestable factor de riesgo del filme es la nula química de Elijah Wood y una carnal Leonor Watling, tanto es así que las escenas picantes del metraje causan una impresión contradictoria que nos hace pensar en una broma mordaz del juguetón realizador. En Los crímenes de Oxford se habla de matemáticas, de combinatorias, lógica, azar e impostación, y a ese nivel el guión creado por De la Iglesia y el genial Jorge Gurricaecheverría es de lo más hipnótico y sugestivo. De igual manera el filme posee instantes sensacionales, como un falso plano secuencia (de múltiples interpretaciones) en que el realizador emula al ‘Hitch’ de La Soga (The Rope, 1948), instantes de comedia ‘berlanguiana’, como, al inicio del filme, esa discusión beligerante entre la madre y la hija que regentan la ‘Guest House’ en que se aloja el protagonista; y, desde luego, la escena final: con un sensacional John Hurt disertando sobre el engaño en un curioso museo de objetos históricos falsificados.

Los crímenes de Oxford pasará como un filme menor dentro de la filmografía de este realizador capaz de hacer que el universo de Hergé precipite en la ligereza de un capítulo de 'La hora de Alfred Hitchcock' mientras pasea su discurso por un frontón que evoca a su Euskalerría. Pero también es capaz de sacarse de la manga un personaje al límite como ese profesor terminal en eterna cuita con la lógica y el caos, un tipo capaz de trepanarse el cráneo para despejar la X; subtexto del filme que arropa la mirada del Álex más subversivo y malintencionado, con impronta y la mala baba digna de los Azcona y Berlanga. Pero esa tiña destilada, precisa y mucho más ocasional para la ocasión resulta insuficiente, si cabe más insuficiente si evocamos que su auténtica obra maestra, la sin par Muertos de Risa.

Los crímenes de Oxford, que duda cabe, pudo ser un filme más glamuroso, desmedido y autoreferencial (como en el caso de Roman Polanski lo fue el thriller La Novena Puerta (1999), pero su desarrollo milimétrico y preciso no acaba de estar bien arropado por un conjunto de detalles que descompensan su atmósfera, que pueden llevar al espectador al endormiscamiento.

Pero dejando a un lado estas premisas, no será este artículo el que ponga trabas a su curiosidad como espectador, a ese respecto, les adelanto que una buena aproximación a este material puede darse teniendo en mente la esencial estructura de El día de La Bestia (1995). Al igual que en aquella joya de la comedia satánica castiza, en Los crímenes de Oxford hallarán a un profesor malcarado, contumaz y expeditivo, también a un aprendiz dispuesto a seguir sus teorías hasta las últimas consecuencias. En esa idea de esclarecer la verdad, les advierto, el realizador pone en solfa su propia capacidad para confundirnos, manipularnos. Como demostró Brian De Palma en Impacto (1981) el cine es un engaño recosido a pedacitos de verdades inciertas.

Cierto, echamos de menos más hemoglobina, hiperbólicas persecuciones y libros amarillentos que contienen sofisticados enigmas; pero este filme es como un tratado de filosofía trazado con cuatro cavilaciones matemáticas, por ello se nos demanda que seamos espectadores con generosa capacidad de abstracción. Desde luego nadie puede decir que Álex de la Iglesia no nos invita a leer entre líneas. Ahora, no sé si eso es bueno o malo en una película de clara vocación comercial.


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