publicado el 20 de febrero de 2008
La traslación de un espectáculo musical a la gran pantalla debe guardar un sólido equilibrio entre la puesta en escena cinematográfica y la progresión dramática de las piezas musicales. La exposición de estos pasajes dramatizados a través de dichas piezas, de no hallar un encaje formal en la pantalla imaginativo y fresco deviene una suma de diálogos floridos que se atisban perennes. El director de Burbank, con su nueva criatura pseudogótica, 'Sweeney Todd: El barbero de la calle Fleet' (adaptación del musical de Stephen Sondheim), luce para la ocasión como un particular, exquisito, y visionario creador de universos turbios que, sin embargo, se ensimisma de tal modo en su barroca militancia que desasiste la última causa de su ideario: la emoción. La esencia del espectáculo original es omnipresente y a un nivel superficial resulta acorde al universo autónomo del director, pero si analizamos en profundidad la mecánica del filme, su esencia formal, llegamos a la conclusión de que ese proceso de destilado es insuficiente.
Lluís Rueda | El original Sweeny Todd, The Demon Barber of Fleet Street ha sido asumido por Tim Burton con tal escrupulosidad y respetando de tal modo su linealidad teatral, que apenas si hay lugar para retruécanos formales y fugas oníricas. Bienvenidos al relato turbio que se deja entrever a ráfagas de genio, al remanso de quietud lírica que convierte a los antihéroes de Sweeny Todd en inolvidables figuras de cera. ¿Tragedia estática, folletín minimalista? Todo lo que ustedes gusten, pero tengan algo en cuenta: la ampulosidad arrebatadora de Sleeppy Hollow y la delicada suntuosidad de La novia cadáver (Corpse Bride, 2005) no tienen cabida en el omnipresente decorado de la calle Fleet del filme que nos asiste.
Tim Burton es un creador que funciona por empatía, se apropia de un material ajeno, a menudo poco relevante o particularmente alternativo, y lo ‘customiza’ hasta pulirlo como un diamante. El feísmo que secunda su mordaz talento va sujeto a una única meta, trasladar el original que llega a sus manos, triturarlo, y convertirlo en el genial capricho de un artista de enorme sensibilidad pictórica y fotográfica: a la sazón un compendio visual que se erige en marca o sello contracultural. Cuando el director de Ed Wood saca su varita mágica y convierte lo sobrio, perturbador y maléfico en ideario pop (en frivolización de lo ominoso) es cuando más luce su enorme capacidad para penetrar en nuestro inconsciente colectivo. Burton es exceso y poesía, en ocasiones su paleta de colores le conduce al histrionismo (caso de la indigesta Charlie y la Fábrica de Chocolate), y las más de las veces a un perfecto equilibrio estético y emocional, véase Big Fish o la maravillosa obra de animación La Novia Cadáver, dos de sus últimas piezas maestras.
Si bien Sweeney Todd deviene una traslación del famoso musical pulcra y exacta (todo y haber eliminado algunos temas como el popular 'The Ballad of Sweeny Todd'), perdura un reverencial mimetismo formal que pesa en el ‘charme’ visionario de Burton al punto que el filme deviene lineal y paroxístico en su reformulación. Nada a objetar a ese tijeretazo de flecos, pero, incluso eliminando las canciones más coloristas el resultado es pobre y anestesiado en no pocos pasajes: especialmente en el segundo acto. No será esta columna la que discuta la maravillosa confección de ciertos números del filme, especialmente aquellos que se recrean en la ensoñación o la irrealidad que proyectan los torturados personajes protagonistas: maravilloso el dueto en el que Todd recupera a sus ‘amigas’ las navajas o aquel en que se pasea por un gélido Londres con la intención de retar a los transeúntes a una sesión de afeitado: en este último Burton se entrega a la fuga formal, se presta al encuadre virtuoso y consigue aplicar su paleta de grises sobre las voces. Tampoco será este humilde cronista, neófito en las lindezas del musical, quien ponga en entredicho el efectivo y siniestro tema de apertura ‘No Place Like London’, este sí, maravillosamente coreografiado sobre un espectral navío surcando las brumas de puerto de la capital de Inglaterra. Sencillamente, cuestiono la inexistencia general de un universo cinematográfico autónomo en el planteamiento general, la apuesta por un desarrollo visual menos encorsetado, más imaginativo, que procure disfrazar o eliminar la mecánica de la sinfonía (el prólogo que nos aproxima a la catarsis es de una contención tan sibilina, de un existencialismo tan sintético que provoca el bostezo). Otro de los elementos a poner en entredicho en este filme lleno de claroscuros creativos es la persistente focalización de la trama a un espacio: la barbería, aspecto que refuerza la sensación de reiteración y estancamiento. Poco o nada nos enseña Burton de la siniestra morada del Juez Turpin (esforzado Alan Rickman) o de un Londres de ladrillo y hollín que reclama niebla, persecución, crimen y suspense a viva voz. Bien hubiera hecho el realizador en detenerse en un universo algo más proclive a la tradición de las ‘murder histories’ protagonizadas por Jack el Destripador y otros tantos criminales (de ficción o no) de la tradición literaria británica. La traslación particular de los grabados del pintor británico William Hogarth o de lo de Edwar Gorey, a los que Antonio José Navarro cita en su inteligente crítica-artículo "Opera de Tinieblas"[1] a mi criterio no son tan miméticas en su plasmación en el filme, el retrato de Londres que desprende la cinta, a mi entender, es sucinto y poco incide en el lumpen o la picaresca. Quizá la cita a Gorey sea más precisa, pero yo me inclinaría más en señalar la postal dickensiana de meridiana asepsia como microcosmos imperante. Con la salvedad del macabro universo de pastelitos de carne de Ms. Lovett o la figura del travieso galopín que acoge en su establecimiento pocos elementos angostos se dejan entrever a un extremo de la teatralizada calle Fleet.
Como quiera que el libreto de Hugh Wheeler musicado por Sondhein impera y es omnipresente, el filme adolece de una subtrama estéril y de difícil encaje (dada la linealidad del relato): historia de amor adolescente, de impune superficialidad, que si bien deja clara una función de contrapunto a la decadencia emocional del barbero Todd y la Sra. Lovett, también precipita en un transitar autocomplaciente. Tanto la joven Johana (Jayne Wisener) como su enamorado Anthony (el debutante Jamie Campbell Bower) devienen personajes vacíos y de trámite, tanto es así, que la nula intensidad del romance resta enteros a un global, ya de por sí, de irregular progresión.
A modo de ejemplo centrémonos en la presentación del personaje de Johana, epicentro de la canción del mismo título que entona el joven Anthony: el rubor que provoca en el espectador esta escena tan artificiosa es un buen ejemplo de las carencias del filme y de su enorme contraste con otros momentos álgidos y francamente estimables como el fragmento que corresponde a la pieza ‘Epiphany’; ese y otros tramos del filme a los que aludo resultan paródicos e inadecuados en un envoltorio sonoro de enorme voluptuosidad que ya, de antemano, parten con la complicidad emocional del espectador.
Déjenme ofrecerles un diagnóstico bienintencionado sobre el síndrome de edulcoramiento que se desprende de Sweeney Todd. El barbero de la calle Fleet: sin poner en duda que el trasfondo del material tarde o temprano estaba destinado a formar parte del pantagruélico cuaderno de esbozos del sagaz Burton, bien hubiera hecho el director de Batman en plantear el filme como una aproximación más libérrima y maleable acudiendo a la fuente de inspiración principal: la crónica original de la época, aún si cabe más epatante por sórdida. Por otro lado, bien mirado, y puestos ha sugerir un plan B, el acercamiento al caso verídico del barbero Todd (1748-1802) podría haber precipitado en un remake feérico y abisal del filme , Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street (1936) con Tod Slaughter como Mr.Todd dirido por George King.
En otro orden de cosas, interesante resulta el retrato de familia marginal y 'trash', con la manipuladora Sr. Lowett al frente (soberbia Elena Bonhan-Carter) un pequeño huérfano alcohólico (Ed Sanders) y el protagonista, Tood, suerte de mixtura entre Virginia de Castiglione y Eduardo Manostijeras capaz de pasar del ardor poético más intrínseco a la hipérbole hemoglobínica más slápstica. Johnny Depp, más 'vintage' que nunca, aporta a esta nueva versión cinematográfica [2] de Sweeny Tood, además de su capaz voz, una reformulación estética de la idea del ‘mad doctor’ victoriano que bien pudiera entenderse como una suerte de sanguinario Peter Cushing pasado por el tamiz autómata de la novia de Frankestein. El tandem conformado por Depp y Burton es una asociación que traslada a un particular estado de gracia reformulaciones que, para el iniciado en 'el fantastique', devienen casi arquetípicas y que aportan un prurito retrohipnótico para el público general. En cierto modo igual, o con una intensidad superior, ocurre con la musa y compañera sentimental de Burton, Elena Bonhan-Carter, una auténtica muñeca gótica que ha sabido reciclarse profesionalmente con enorme sagacidad. Recordemos que su imagen se asocia a personajes cándidos e inocentes íntimamente relacionados con el majestuoso universo decadentista de James Ivory: válgame decir que la dama ha embrutecido sus enaguas como nadie y en ese ideario colectivo marcado en nuestra mente a hierro por T. Burton por siempre será La Novia Cadáver (el tiempo dirá si también la sardónica Mrs. Lovett).
A medida que el filme se enturbia y la venganza toma forma, Burton apuesta por un conjunto de sórdidas metáforas para describir la fragilidad de Mr. Todd que rayan el efectismo pero funcionan en lo cinematográfico, el espejo roto impera, la muñeca envejecida que evoca la muerte y la pérdida y, desde luego, la confección de ese mecanismo para deshacerse de las víctimas que parece sacado de un 'cartoon' son aciertos a señalar. Al hilo de las virtudes del filme, cabe subrayar que su último tramo concentra todos los aciertos que Burton apenas deja entrever en su aséptica exposición cinematográfica. Tardía, pero contumazmente, la razón de ser de Sweeny Todd toma cuerpo en forma de exquisita sinfonía del horror que nos lleva en volandas hasta un clímax tan perturbador como mágico. A ese punto, las piezas musicales oxigenan el dantesco festín de horror y el paciente espectador perdona todo rastro de inocua perorata operística. Incluso a riesgo de caer en lo zafio y grandguinyolesco, el realizador se demora ante el festín hemoglobínico como si de un Umberto Lenzi o un Dario Argento se tratara. Pertinente enfoque el de Burton, de inédito sadismo, que celebramos y aplaudimos, pese a que un sentimiento de incompleta satisfacción nos acompañe en los títulos de crédito, una sensación de tibieza que apenas si se escinde cuando recapitulamos acerca del atractivo universo que apunta el filme. Raras veces se encontrará Tim Burton un material tan adecuado para dar rienda suelta a su vocación expresionista, oportunidad perdida que, mucho me temo, tiene menos que ver con las ‘virtudes’ del rey de Brodway, Stephen Sondhein, de lo que una mente impura y contaminada de tetricismo burtoniano tiende a imaginar.