boto

el fantástico en la universal

publicado el 15 de marzo de 2008

Cóctel de monstruos

Pau Roig | La zíngara y los monstruos y La mansión de Drácula


la zingara y los monstruos

Después de 'Frankestein y el hombre-lobo' ('Frankestein meets the wolf-man', Roy William Neill, 1943) la Universal siguió explotando a sus cada vez más deslucidas criaturas sobrenaturales en el que bien puede considerarse el primer cóctel de monstruos de la historia del cine de terror, 'La zíngara y los monstruos' ('House of Frankenstein', 1944), seguido por una rápida continuación de similares características, 'La mansión de Drácula' ('House of Dracula', 1945). Si el filme de William Neill enfrentaba a la criatura de Frankenstein con el hombre lobo, los dos filmes dirigidos por Erle C. Kenton (1896–1980) incorporan al dúo la figura de Drácula, conformando un “trío fantástico” en franca decadencia. Las desmesuradas ambiciones argumentales de ambos títulos, sin embargo, iban parejas a unos presupuestos cada vez más paupérrimos, presagiando indefectiblemente el destino de los monstruos clásicos de la productora, que degenerarían en una parodia grotesca de sí mismos: Contra los fantasmas (Abbott and Costello meet Frankenstein, Charles T. Barton, 1948).

La mecánica del (pseudo)horror

Al final de Frankenstein y el hombre-lobo la criatura de Frankenstein y el hombre-lobo eran arrollados, a media batalla campal entre ambos, por las aguas de un pantano cercano destruido por los habitantes de la zona para poner fin a sus atrocidades. La muerte aparente de ambas monstruos no suponía, sin embargo, ningún impedimento para el departamento de guionistas de la Universal, obligado a seguir explotando con condescendencia –y también con un poco de ironía, aunque menos de la deseable– el filón abierto años atrás con Drácula (Dracula, Tod Browning, 1931), El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931) y El hombre lobo (The wolf man, George Waggner, 1941). Cada vez más cerca de los (más bien) insulsos seriales por entregas que la propia Universal se había lanzado a realizar a finales de los años treinta, sin nada que ver ya con el espíritu original de sus ilustres antepasados literarios y cinematográficos, tanto La zíngara y los monstruos como La mansión de Drácula se olvidan rápidamente de la atmósfera de terror gótico que había auspiciado su nacimiento para ofrecer una desconjuntada mezcla de elementos pseudocientíficos e ideas y recursos más propios del cine criminal y de intriga y del cine puramente maravilloso-fantasioso. El contexto mítico y sobrenatural en buena medida presente en las producciones de la compañía de hasta finales de los años treinta desaparece prácticamente por completo; ninguna de las criaturas del ciclo terrorífico tiene ya poder alguno de subversión ni capacidad alguna de fascinación o de inquietud: las historias se desarrollan desde una perspectiva mecánica y repetitiva y sin prácticamente justificación, las resurrecciones más milagrosas, los experimentos más inimaginables, las situaciones más impensables (por absurdas) se suceden ante nuestros ojos sin más explicaciones, como si se tratara de la cosa más normal del mundo. Drácula, la criatura de Frankenstein y el hombre lobo han perdido su capacidad de inquietar no sólo a los espectadores, sino también a los personajes que los acompañan en sus desventuras, que reaccionan con desarmante naturalidad ante su presencia, como ejemplifica el momento de La zíngara y los monstruos en el qué el Dr. Niemann (Boris Karloff, 1887–1969) y su ayudante jorobado Daniel (J. Carrol Naish, 1896–1973) llegan al pueblo imaginario de Frankenstein con el espectáculo “La feria de los horrores del profesor Lampini”: la policía les echa rápidamente por el infausto recuerdo de la presencia en la zona, años atrás, de la criatura de Frankenstein y del hombre lobo. Tanto la pequeña villa de Frankenstein como también el pueblo de Visaria, lugar dónde de desarrolla la práctica totalidad de la acción de ambos títulos, más que una localización imaginaria del centro de Europa, son lugares completamente alejados de la realidad que parecen tener sus propias reglas y su propia idiosincrasia, pueblos fantásticos dónde todo es posible, más cerca por lo tanto del mundo maravilloso de las leyendas y los cuentos de hadas que del mundo real, un contexto en lo que lo sobrenatural, o si se prefiere, lo imposible, pierde toda su fuerza e incluso su propia razón de ser.


la zingara y los monstruos

Sketches terroríficos

El alejamiento de la realidad, y con él la suspensión de toda lógica naturalista, va enfocada obviamente hacia el enfrentamiento, la lucha entre los monstruos protagonistas. La zíngara y los monstruos y La mansión de Drácula, en menor medida también Frankenstein y el hombre lobo están construidas en función de una sola idea, la “reunión de monstruos”. Pero si el filme de Roy William Neill, escrito por Curt Siodmak, mantenía aún una línea dramática más o menos coherente y progresiva que desembocaba en la batalla entre la criatura de Frankenstein y el hombre lobo, los dos títulos firmados por Erle C. Kenton y escritos por Edward T. Lowe Jr. (1890–1973) dan cuenta de una construcción narrativa torpe y descaradamente episódica que actúa en contra de la idea misma que inspira y en teoría sostiene la trama, ya que los tres monstruosos protagonistas nunca aparecen juntos en la pantalla. Cada uno tiene su particular (y tremendamente corto) momento de gloria casi a la manera de una subtrama con su correspondiente clímax, hecho que les priva no sólo de su específica entidad sino que acaba incluso por negarles el protagonismo. El vampiro creado por Bram Stoker, la criatura formada por trozos de distintos cadáveres imaginada por Mary Shelley y el licántropo no son ya más que piezas complementarias de un puzzle, o mejor de un pastiche en el que todo vale. Ninguno de ellos ejerce un rol protagonista, actúan la mayor parte del tiempo como simples títeres del científico más o menos enloquecido de turno, ya tenga buenas o malas intenciones: el siniestro Dr. Niemann que interpreta Karloff en La zíngara y los monstruos, o el afable pero ingenuo Dr. Edelman que incorpora un sobreactuado Onslow Stevens (1902–1977) en La mansión de Drácula. El caso de Drácula es el más significativo de los tres, ya que el personaje no había tenido ningún tipo de continuidad en el ciclo de terror Universal: muerto en el título fundacional dirigido por Tod Browning en 1931, su cuerpo era quemado y liberado de su maldición por su hija Marya Zaleska (Gloria Holden) en la reivindicable La hija de Drácula (Dracula’s daughter, Lambert Hillyer, 1936). Muerta también la hija, el hijo del vampiro sería el protagonista del siguiente –y último– filme de terror vampírico de la compañía, Son of Dracula (Robert Siodmak, 1943). Interpretado con su inexpresividad habitual por Lon Chaney Jr. (1906–1973) el personaje ni siquiera respondía al nombre de su progenitor, escondiendo su identidad tras un anagrama del mismo, Conde Alucard.

Un gran equipo técnico en los márgenes de la serie Z

El delirio argumental de La zíngara y los monstruos y de La mansión de Drácula iba de la mano de unos recursos de producción demasiado cercanos a la serie Z, aunque sin llegar al nivel de reciclaje sin sentido y repetición asumido por otras criaturas de la compañía, especialmente la momia –The mummy’s hand (Christy Cabanne, 1940), The mummy’s tomb (Harold Young, 1942), The mummy’s ghost (Reginald LeBorg, 1944) y The mummy’s curse, Leslie Goodwins, 1944–. Ambos filmes nada aportan a nivel argumental al grueso de filmes que les preceden, y aunque visualmente resultan un tanto planos y mecánicos el buen hacer de unos equipos técnicos plagados de nombres ilustres –del director de fotografía George Robinson (1890–1958) al diseñador artístico John B. Goodman (1901–1991), del mago del maquillaje Jack P. Pierce (1889–1968) al técnico de efectos especiales John P. Fulton (1902–1966)– eleva sensiblemente el nivel de los resultados finales, dejando de vez en cuando destellos de genialidad que chocan, eso sí, con el tono entre desangelado y desganado que domina los dos títulos. No resulta descabellado, en todo caso, contemplar la translación del “todo vale” narrativo y dramático al plano técnico: los reducidos equipos de rodaje de la Universal de esos años debían hacer frente a terribles limitaciones de tiempo y de presupuesto, reciclando decorados e incluso planos de filmes anteriores del ciclo y con un metraje que de ninguna manera debía exceder los setenta minutos de duración. Aunque lejos de la intensidad y de la atmósfera desarrollada en su primera y mejor incursión en el género, La isla de las almas perdidas (The island of the lost souls, 1932), el trabajo de dirección y puesta en escena de Erle C. Kenton –responsable poco tiempo antes de la irregular La sombra de Frankenstein (The ghost of Frankenstein, 1942)– hace gala de una sobriedad y una concisión poco menos que admirables, aún más teniendo en cuenta los volátiles guiones puestos a su disposición, a veces demasiado cerca de la borrosa frontera que separa lo sublime de lo ridículo. Codificado como género pocos años antes, el cine de terror clásico degeneraba en una simple repetición de sus elementos y estilemas más recurrentes, una sucesión de ideas y recursos ya vistos y explotados en filmes anteriores y por lo tanto sin prácticamente vida propia, sí, pero realizada con un oficio innegable.

La zíngara y los monstruos. El jorobado y la gitana

Pocos filmes del ciclo terrorífico de la Universal pueden presumir de un inicio tan arrollador y contundente, a la par que sintético, como el de La zíngara y los monstruos: durante una noche de fuerte tormenta, vemos cómo la carroza de “La cámara de los horrores del profesor Lampini” recorre un inhóspito camino rural pasando por delante de la prisión de Neustadt. La cámara entra seguidamente en su interior para preparar la aparición del personaje que interpreta Boris Karloff: en un movimiento de aproximación, la cámara muestra la puerta de una de las celdas de la prisión, desde dónde el Dr. Niemann extiende su brazo para coger brutalmente del cuello a uno de los vigilantes. Lleva allí encerrado quince largos años, pero sólo quiere un trozo de tiza para poder seguir dibujando en las paredes de su celda los experimentos que pretende realizar cuando salga en libertad ante la atenta mirada de otro prisionero, el jorobado Daniel (J. Carrol Naish), a quién Niemann ha prometido convertir en una “persona normal”. Poco después, un rayo derrumba parte de los muros de la prisión y ambos personajes escapan, siendo recogidos por el profesor Lampini (George Zucco, 1886–1960), quién no tardará en ser estrangulado por Daniel, pero no sin que antes les haya revelado el secreto más preciado de su colección de horrores: el auténtico esqueleto del Conde Drácula, que revivirá en el momento en qué le sea quitada la estaca de madera que traspasa su corazón. Niemann y Daniel tienen ya la mejor tapadera posible para no ser descubiertos.

Tras este arranque fulgurante, sin embargo, el filme pierde fuerza y adopta terrible y progresivamente un camino de lo más previsible: el Dr. Niemann pretende vengarse de los miembros del tribunal que lo condenaron a la cárcel por sus prácticas médicas ilegales (trasplantó un cerebro humano en el cuerpo de un perro) y proseguir los experimentos de su maestro, el Dr. Frankenstein. Con este objetivo se dirige a Visaria, pueblo dónde instalan la feria de los horrores (una enorme carpa de circo que es totalmente imposible llevar en un carromato tan pequeño, dicho sea de paso), y dónde el personaje resucitará el cuerpo de Drácula (interpretado por vez primera por John Carradine, 1906–1988) no sin amenazarlo con la estaca: “Si se mueve volveré a mandar su alma al limbo de la espera eterna. Haga lo que le diga y estaré a sus órdenes”, le espeta Niemann de manera amenazadora. A cambio de los servicios del médico, el vampiro –oculto tras el rimbombante nombre de Barón Latos– debe asesinar a los tres principales responsables del encarcelamiento del médico, Strauss (Michael Mark, 1886–1975), Ullman (Frank Reicher, 1875–1965) y Hussman (Peter Coe, 1918–1993), el burgomaestre. Después de acabar con la vida de éste último, sin embargo, Drácula se encapricha tontamente de su nieta, Rita Hussman (Anne Gwynne, 1918–2003): perseguido por el inefable inspector de policía Arnz (Lionel Atwill, 1885–1946) y el marido de ésta, Niemann y Daniel lo abandonarán a su suerte en una carrera tan frenética como torpe en el transcurso de la cuál el ataúd con tierra de la patria natal de Drácula acabará en la cuneta. El vampiro conseguirá llegar penosamente hasta él pero los primeros rayos de sol pondrán de nuevo un momentáneo fin a su existencia: han pasado menos de treinta minutos de metraje y Drácula ya ha resucitado y ya ha muerto.


La mansion de dracula

Sin descanso alguno, Niemann y Daniel se dirigen rápidamente al pueblo de Frankenstein para conseguir los diarios de trabajo del científico de igual nombre; allí Daniel salvará a la zíngara Ilonka (Elena Verdugo, nacida en 1926) de la brutal paliza que le está propinando su padre y se enamorará perdidamente de ella, que se unirá en su viaje sin más dudas ni explicaciones en un remedo forzado y torpe del mito del bella y la bestia, trasunto de la historia de amor imposible entre Quasimodo y Esmeralda de El jorobado de Nuestra Señora de París (The hunchback of Notre Dame, Wallace Worlsey, 1923). De noche en las ruinas del castillo del científico desaparecido, Niemann descubre los cuerpos enterrados en el hielo de la criatura de Frankenstein (a la que se refiere como “El monstruo inmortal”) y del hombre lobo y decide descongelarlos al calor del fuego (pese a no mantener ninguna relación con las anteriores películas de Drácula, en este punto el filme deviene continuación directa de Frankenstein y el hombre lobo). El licántropo va perdiendo su apariencia animal y vuelve en sí de nuevo convertido en hombre, Larry Talbot (Lon Chaney Jr.), pero el monstruo de Frankenstein tiene los tejidos muy dañados: una vez conseguidos los diarios de su creador, Niemann decide volver a su antiguo laboratorio de Visaria para tratar de reanimarlo. Pese a haber estado abandonadas durante quince años, las instalaciones pronto están a pleno rendimiento y antes de intentar resucitar a la criatura de Frankenstein mediante descargas de electricidad el científico tiene tiempo incluso de vengarse de los dos últimos responsables de su encarcelamiento, Ullman y Strauss. Daniel contempla con celos crecientes las cada vez más cariñosas atenciones que Ilonka dispensa a Larry Talbot, pero sus súplicas a Niemann para que le opere su joroba no surten ningún efecto (“¿Crees que echaría a perder el trabajo de toda una vida porque te has enamorado de una gitana?”, le espeta de manera cruel el científico) y la zíngara le chilla a la cara “Te odio” cuando le explica la verdadera naturaleza de Talbot, esto es, su condición de licántropo. Esa misma noche hay luna llena y el personaje interpretado por Lon Chaney Jr. se transforma en hombre lobo, cobrándose su primera víctima y despertando las sospechas de los habitantes del lugar, los cuáles durante una batida por el bosque observarán con terror extrañas luces procedentes del laboratorio de Niemann. Ilonka, que sabe que el licántropo sólo puede morir si una persona pura de corazón que le quiera de verdad le dispara una bala de plata, decide poner fin a la maldición del hombre lobo aunque al final duda y es atacada por el monstruo; en el forcejeo la pistola se dispara, ambos perecen en cuestión de segundos. Daniel recoge el cuerpo sin vida de la zíngara y lo lleva al laboratorio, dónde Niemann ha conseguido resucitar a la criatura de Frankenstein: el jorobado ataca al científico pero el monstruo consigue liberarse de las cuerdas que lo mantenían postrado a la mesa de operaciones y acaba arrojando salvajemente a Daniel por la ventana. La multitud procedente de Visaria no tarda en hacer acto de presencia en el lugar y la criatura intenta escapar arrastrando con ella el cuerpo malherido de Niemann, pero ambos acaban hundiéndose irremisiblemente en unas arenas movedizas cercanas al laboratorio.

Hay algo a la vez triste y patético en esta imagen que cierra el filme, que puede contemplarse como una metáfora, tan diáfana como desoladora, de la decadencia experimentada por el ciclo terrorífico de la Universal. Lejos de la compañía que lo había llevado a la fama, Karloff se había visto progresivamente encasillado en papeles de mad doctor, y más tras su participación en la especie de trilogía de la compañía Columbia formada por La horca fatal (The man they could not hang, 1939), The man with nine lives (1940) y Before I hang (1940), dirigidas por Nick Grinde. En su retorno a la productora –aún no dos meses antes había estrenado Misterio en la ópera (The climax, George Waggner, 1944)–, su personaje fallecía penosamente a manos de su creación más recordada, la criatura de Frankenstein que había interpretado en dos ocasiones más tras El doctor Frankenstein, en La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, James Whale, 1935) y La sombra de Frankenstien (Son of Frankenstein, Rowland V. Lee, 1939). Tras la renuncia de Karloff a volver a ponerse en la piel del personaje, Lon Chaney Jr. lo había interpretado en The ghost of Frankenstein y Bela Lugosi en Frankenstein y el hombre lobo (el actor de origen húngaro había rechazado el papel en el título fundacional de la serie por carecer de diálogos y por el exceso de maquillaje que lo acompañaba, aunque lo único claro es que Lugosi no era del gusto del director James Whale). En La zíngara y los monstruos y La mansión de Drácula, también en Contra los fantasmas, el papel de la criatura recayó en Glenn Strange (1889–1973), antiguo cowboy y después rostro habitual en multitud de películas del Oeste de serie B, quién poco o nada pudo hacer para insuflar un poco de vida al personaje, privado ya definitivamente del don de la palabra y mera comparsa de las actividades de Niemann.

Lo más destacable del conjunto, de hecho, no reside en las caracterizaciones de sus protagonistas: el patetismo de Strange y la terrible impersonalidad de Chaney Jr. contrastan con la elegancia característica de Karloff (su personaje, más que ningún otro de la serie sobre la criatura de Frankenstein, supone un claro precedente del Barón Frankenstein que interpretará Peter Cushing años más tarde para la compañía británica Hammer Films) y con la cuidadísima mezcla de delicadeza y animalidad, bondad y maldad que Carrol Naish otorga al personaje del jorobado. La caracterización que John Carradine hace del vampiro, por otro lado, obvia de manera inteligente tanto la amanerada interpretación de Bela Lugosi como la falta de presencia de Chaney Jr., confiriendo un papel protagónico a los ojos y dotando al personaje de una cierta nobleza de movimientos, aunque su nulo desarrollo dramático y su rápida desaparición de la trama actúan en contra de su potencial poder de inquietud y fascinación. El ritmo endiablado que domina el conjunto, más que al aplicado trabajo de puesta en escena de Kenton parece responder en primer lugar a la propia idiosincrasia episódica, por momentos telegráfica, del guión de Lowe Jr., no exento de ideas interesantes. Es el caso del anillo de Drácula, que éste entrega a Rita Hussman para hipnotizarla y mantenerla bajo su control: hasta la muerte del vampiro, el personaje interpretado por Anne Gwynne no podrá deshacerse de él, ya que el anillo se mantiene férreamente enganchado a su dedo. Dejando de lado el brillante arranque del filme, es precisamente en la parte de la vampirización de Rita, paradójicamente una de las más flojas del ya de por sí flojo guión, donde Kenton firma los mejores momentos de puesta en escena, especialmente el precioso plano de Rita de pie en la penumbra de su habitación, de espaldas a su marido y mirando por la ventana, cuando exclama extasiada “Me atrae la oscuridad. Es otro mundo”.


La mansion de dracula

La mansión de Drácula. La ciencia y el mito

Los (más bien pocos) hallazgos dignos de mención de La zíngara y los monstruos desaparecen prácticamente por completo en La mansión de Drácula, último peldaño del ciclo terrorífico clásico de la Universal ya mucho más cerca de la comedia involuntaria que del cine de terror propiamente dicho. El filme comparte numerosos elementos con su predecesor (de la presencia de los tres monstruos hasta un desarrollo bastante alejado de los cánones del horror gótico, mezcla indigesta de elementos pseudocientíficos, de los seriales de misterio y de la literatura pulp), aunque no es menos cierto que hace gala de una voluntad digamos más narrativa: La mansión de Drácula carece de la estructura descaradamente episódica de La zíngara y los monstruos; por desgracia, el guión firmado de nuevo por Edmund T. Lowe Jr. sólo puede contemplarse como una sucesión inerte de los principales temas y motivos establecidos en filmes anteriores de la compañía, pero desprovistos ya del menor atisbo de nervio y de vida interior, simple yuxtaposición de momentos recurrentes poco o nada originales en los cuáles el sentido del ridículo y la coherencia brillan con luz propia por su ausencia.

El filme empieza con la llegada de Drácula (Carradine), nuevamente oculto tras el seudónimo de Barón Latos y misteriosamente resucitado tras su muerte en el filme anterior, a la mansión que el eminente científico Dr. Edelmann (Onslow Stevens) tiene en el pueblo de Visaria. Su objetivo aparente no puede ser más absurdo: tras siglos de oscuridad quiere que el médico lo cure de su mal, pretende, según sus propias palabras, liberarse “de una maldición de sufrimiento y horror” contra la que no puede luchar solo. Edelmann acepta rápidamente el caso y tras analizar la sangre del vampiro, constata la existencia de un extraño parásito que puede ser la causa de su condición sobrenatural, por lo que decide realizarle una serie de transfusiones, a la razón de una por semana. Mientras, Larry Talbot (Chaney Jr.) hace acto de presencia en la mansión con el mismo objetivo que Drácula: quiere que el Dr. Edelmann lo cure, superar para siempre la maldición del pentagrama que lo persigue desde hace años. Esa misma noche hay luna llena pero el científico está atendiendo a Drácula, por lo que Talbot, desesperado, decide regresar al pueblo y hacerse encerrar en los calabozos de la policía. Allí se transformará en hombre lobo ante la mirada del Inspector Holz (Lionel Atwill, nuevamente desaprovechado) y del propio Edelmann, a quién Talbot a hecho llamar y quién rápidamente decide ayudarlo. “Los rayos X revelan cierta anomalía: presión en ciertas partes del cerebro. Esta anomalía sumada a su creencia de que la luna puede ocasionar un cambio consigue exactamente eso. Cuando sus procesos de razonamiento dan paso a la autohipnosis, las glándulas que controlan su metabolismo se descontrolan como un motor de vapor sin una rueda de balance”, es la conclusión de Edelmann al mal de la licantropía. No han pasado ni veinte minutos de metraje y por primera –y última vez– en el ciclo terrorífico Universal un hombre lobo puede curarse mediante una simple operación destinada a aumentar su cavidad craneal: para ello, Edelmann necesita grandes cantidades de moho procedente de una planta híbrida que él mismo ha descubierto, la clavaria formosa, que “permite ablandar cualquier estructura dura compuesta por sales de calcio”. Pero Talbot no puede esperar más tiempo; incapaz de aguantar la tortura que supone una nueva transformación en hombre lobo, se tira al mar desde un precipicio cercano a la mansión del científico. Edelmann, sin embargo, no desiste en su empeño: rápidamente hace instalar una grúa para bajar el escarpado acantilado y convencer a Talbot de que tenga paciencia y se someta a su tratamiento. Lo encuentra en una cueva marítima dónde semienterrados en la arena descubrirá también el cuerpo de la criatura de Frankenstein (de nuevo interpretada por Glenn Strange) y el esqueleto del Dr. Niemann (referencia que supone el único punto de contacto del filme con La zíngara y los monstruos). Explorando la cueva, Edelmann y Talbot descubren igualmente la antigua sala de torturas de la mansión, oculta durante años, con un microclima particular perfecto para el desarrollo del moho.

Drácula, sin embargo, tarda muy poco en revelar sus verdaderas intenciones: pretende vampirizar a una de las enfermeras del científico, Milizia (Martha O’Driscoll, 1922–1998), a quién parece conocer de un viaje en el cuál ambos coincidieron tiempo atrás. Después de convencer a Edelmann para que no resucite de nuevo al monstruo de Frankenstein, la otra enfermera de la mansión, la jorobada Nina (Jane Adams, nacida en 1921), conseguirá impedir que el vampiro se salga con la suya –su cuerpo se desintegrará otra vez con los primeros rayos del sol–, aunque en el transcurso de una de las transfusiones Drácula ha infectado al científico con su sangre. A partir de este momento, Edelmann se transformará en vampiro durante las noches en un trasunto torpe a más no poder de la historia de El Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson. A la luz del día, el científico es capaz de operar finalmente a Talbot, que se libra así para siempre de su maldición, mientras que cuando oscurece pierde su reflejo en los espejos –momento visualizado en una de las mejores escenas del filme– e intenta reanimar al monstruo de Frankenstein sin que sepamos muy bien cómo ni por qué, llegando a asesinar a uno de sus sirvientes, Siegfried (Ludwig Stössel, 1883–1973). La muerte de Siegfried despierta las sospechas tanto de la policía como de los habitantes de Visaria, especialmente del hermano del fallecido, Steinmuhl (Skelton Knaggs, 1911–1955), que se dirigen en masa a la mansión del científico, principal sospechoso del asesinato, dónde llegarán al mismo tiempo que las autoridades. Tras la milagrosa curación de Larry Talbot, Edelmann se convierte definitivamente en vampiro y resucita al monstruo de Frankenstein (“Frankenstein te dio vida eterna, un poder que el tiempo no puede destruir, el secreto de la inmortalidad pronto será mío” proclama como un poseído) ahora sin que Nina –brutalmente estrangulada por el mismo científico– pueda hacer nada para impedirlo. La criatura se deshace fácilmente de los policías, provocando un incendio que será fatal, pero no puede evitar que Talbot hiera de muerte a Edelmann de un disparo. Pocos segundos después, el fuego destruye completamente la mansión.

El director Erle C. Kenton condensa el espeso libreto de Lowe Jr. en poco más de una hora de duración, adoptando un estilo tan trepidante como telegramático que llega, por momentos, incluso a suprimir la indispensable relación de causa-efecto entre una escena y la siguiente. Todo sucede tan deprisa que no hay tiempo –parece que tampoco la menor intención– de desarrollar de manera coherente ningún personaje y menos aún de profundizar en ninguno de los temas planteados, alguno de ellos no carente de interés, como la relación entre mito y ciencia y la posibilidad que el vampirismo y la licantropía puedan ser contempladas como enfermedades, con su correspondiente tratamiento. Este hecho es evidente en la escena que probablemente mejor representa y ejemplifica el involuntario pero genuino espíritu camp del filme, aquélla en la que Larry Talbot de desespera nervioso en la sala de espera del Dr. Edelmann mientras el médico está atendiendo a Drácula. Como ya ocurría en La zíngara y los monstruos, los personajes del vampiro y del licántropo no coinciden en ningún plano y el monstruo de Frankenstein resucita a cinco minutos del final para morir inmediatamente, por lo que no resulta curioso que Kenton muestre mucho más interés en un personaje secundario que prácticamente no interviene en la acción pero que se come la pantalla en cada aparición, el (muy) siniestro Steinmuhl interpretado por Skelton Knaggs, actor de origen británico que destaca por su inquietante rostro marcado y su mirada psicótica y que supone el mejor hallazgo del conjunto. Lionel Atwill, por su lado, repite visiblemente aburrido un papel terriblemente similar al que ya interpretara en el filme anterior, sin hacer prácticamente nada destacable a lo largo del metraje, mientras que Jane Adams intenta aportar algo de dignidad a un personaje al borde del ridículo directamente copiado, sin mucho sentido ni criterio, del jorobado Daniel interpretado por J. Carroll Naish en La zíngara y los monstruos.

Lo peor que puede decirse de La mansión de Drácula, así, es que carece no sólo de la necesaria atmósfera irreal y fantasmagórica, sino también, lo que es mucho peor, de unos objetivos y de unas intenciones claras. Tan sólo algunos planos brillantes y muy puntuales momentos de inusual belleza plástica salvan al filme del más estrepitoso fracaso; cómo ya ocurría en el filme precedente es el personaje de John Carradine quién protagoniza los mejores momentos de la función, caso de la elaboradísima panorámica que muestra el intento de vampirización de Milizia por parte de Drácula, y que alterna el propio movimiento de la cámara con el reflejo de dos espejos estratégicamente colocados, mostrando la presencia física del vampiro en el lugar pero no su reflejo, o la escena en la cuál Drácula intenta hipnotizar a la enfermera mientras ésta toca el piano, con tal intensidad que la música que interpreta se vuelve cada vez más siniestra y extraña. Siguiendo el desafortunado ejemplo de La zíngara y los monstruos, también es el personaje del vampiro el protagonista de una muerte en exceso penosa: esta vez Drácula consigue llegar a su ataúd –escondido en el mismo sótano de la mansión Edelmann– antes de ser sorprendido por los primeros rayos de sol, pero el médico sólo tiene que abrir la tapa y encararlo hacia una de las ventanas para poner fin a su reinado de (pseudo)terror. Trabajando con un presupuesto paupérrimo y seguramente con un plan de rodaje demasiado corto y precipitado, Kenton adopta en otros momentos, muy pocos, soluciones visuales tan sencillas como brillantes: en el transcurso de la última transfusión a la que es sometido Drácula, cuando éste hipnotiza y luego infecta con su sangre al Dr. Edelmann, aproximadamente la mitad de la pantalla aparece progresivamente desenfocada / distorsionada (seguramente mediante algún tipo de efecto óptico, o quizá simplemente con la colocación frente a la cámara de algún tipo de cristal deformante), subrayando el giro siniestro de los acontecimientos y anticipando también el posterior desvanecimiento de la enfermera Nina, mostrado a continuación mediante un leve movimiento de cámara. La ya citada transformación de Edelmann en vampiro –visualizada a través de un plano fijo del personaje frente a un espejo, viendo cómo su reflejo desaparece lentamente– es otro de los momentos culminantes de un filme fallido cuyos presupuestos sólo tendrían continuidad en los terrenos del humor y la parodia, al servicio de la dudosa vis cómica de Bud Abbott y Lou Costello. Aún no tres años después se estrenaría Contra los fantasmas, con Strange y Chaney Jr. repitiendo sus papeles del monstruo de Frankenstein y del hombre lobo y con Bela Lugosi en la piel de Drácula, un papel que le había sido repetidamente negado tras su participación en el título fundacional de Tod Browning.

    La zíngara y los monstruos

    Estados Unidos, 1944. 71 minutos. B/N. Título original: House of Frankenstein Director: Erle C. Kenton Producción: Paul Malvern, para Universal Pictuewa Guión: Edward T. Lowe Jr., sobre una historia de Curt Siodmak Fotografía: George Robinson Música: Hans J. Salter y Paul Dessau (sin acreditar) Dirección artística: John B. Goodman y Martin Obzina Montaje: Philip Cahn Intérpretes: Boris Karloff (Doctor Niemann), Lon Chaney Jr. (Lawrence Talbot), John Carradine (Drácula), Anne Gwynne (Rita Hussman), Peter Coe (Karl Hussman), Lionel Atwill (Arnz), George Zucco (Lampini), Elena Verdugo (Ilonka) Rodaje: Abril y mayo de 1944 Fecha de estreno: 1 de diciembre de 1944.

    La mansión de Drácula

    Estados Unidos, 1945. 67 minutos. B/N. Título original: House of Drácula Director: Erle C. Kenton Producción: Paul Malvern, para Universal Pictures Guión: Edward T. Lowe Jr. Fotografía: George Robinson Música: William Lava (sin acreditar) Dirección artística: John B. Goodman y Martín Obzina Montaje: Russell F. Schoengarth Intérpretes: Lon Chaney Jr. (Lawrence Talbot), John Carradine (Conde Drácula), Martha O'Driscoll (Miliza Morrelle), Lionel Atwill (Inspector Holtz), Onslow Stevens (Dr. Edelman), Jane Adams (Nina), Ludwig Stössel (Siegfried), Glenn Strange (La criatura de Frankenstein) Rodaje: Septiembre – octubre de 1945 Fecha de estreno: 7 de diciembre de 1945.


archivo