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publicado el 5 de julio de 2005

Una geografía del mal

Juan Carlos Matilla | Dentro del panorama actual del cine de terror, existe un cierto tipo de filmes que, adscritos a un enfoque goticista, encaran la narrativa de horror poniendo énfasis en la descripción de ambientes y en el poder de la sugerencia. Podríamos hablar de un cine que prima las geografías e incertidumbres por encima de las turbulencias interiores y las presencias físicas. Al igual que en la narrativa gótica clásica, estas obras no descartan ni el retrato de las complejidades de la mente humana ni la descripción de los episodios más crudos pero ambos elementos están siempre supeditados a la turbación que provoca la recreación casi física de las atmósferas y a la incertidumbre que produce la elevada ambigüedad de estas historias. Así, existen filmes que, como los más elaborados arabescos, alcanzan altos niveles de siniestra poesía a partir del cultivo de los motivos narrativos más extrínsecos a pesar de que sus contenidos no corran en paralelo (dentro de esta línea podríamos destacar los recientes de filmes de autores como Jaume Balagueró, Guillermo del Toro, Paco Plaza o Alejandro Amenábar, entre otros muchos ejemplos).

En esta curiosa encrucijada se encuentra la producción francesa El internado (Saint Ange, 2004), del debutante Pascal Laugier, un aburrido filme de horror que, de forma sorprendente, puede contemplarse como un modelo de esta tendencia del cine de horror actual: un subgénero que abraza el esteticismo, la sugerencia y la descripción asfixiante de los espacios pero sin aportar grandes argumentos que justifiquen el atractivo envoltorio formal (motivo que sería secundario si las imágenes de estos filmes gozaran de una fuerza visual totalmente autosuficiente). Ambientada en un deshabilitado y maldito hospicio tras la II Guerra Mundial, la ópera prima de Laugier narra las fatales peripecias de una criada (interpretada por la magnética Virginie Ledoyen) dispuesta a desvelar los secretos que esconden las paredes de la aciaga institución.

Nueva vuelta de tuerca al género de espíritus iracundos y mansiones encantadas, El internado naufraga debido a su nula progresión dramática y a la convencionalidad de su relato (un mero refrito de una infinidad de filmes, de Al final de la escalera a Darkness pasando por El espinazo del diablo). Y eso que, en ciertos momentos, el filme posee una encomiable fuerza visual (sobre todo en su brillante prólogo) y, además, rica en detalles expresivos (como el contraste entre tinieblas y saturada luminosidad del fragmento final, el poético simbolismo de los espejos y algunos estremecedores planos subjetivos de las enigmáticas criaturas acechando desde el otro mundo). Breves aciertos (a los que podríamos añadir la nostálgica presencia de la actriz fetiche de Lucio Fulci, Katherine MacColl ) que, desgraciadamente, no consiguen dar esplendor a un filme rutinario y carente de una convincente voluntad perturbadora.


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