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publicado el 12 de abril de 2008

Funesta e ilimitada trasgresión

Lluís Rueda |

El realizador y productor alemán Roland Emmerich es un creador sin remordimientos, un tipo que antepone la lógica del mercado a la sinrazón genérica y el puro caos fílmico. En ocasiones a llegado a sus manos un material bien guionado y con una estructura definida, caso El día después de mañana (The Day After Tomorrow, 2004), con el que ha bregado lo justo para crear un blockbuster meridianamente interesante, pero las más de las veces su trabajo a quedado en entredicho por una suerte de atracción del abismo cinematográfico francamente infantilizado, redundante en tópicos manidos y con preclara debilidad por personajes estereotipados hasta el ridículo. Acaso podamos salvar extractos puntuales de su filmografía como la primera hora de la voluntariosa Stargate: puerta las estrellas (Stargate, 1994) y algún instante inicial de la desmesurada Godzila (1998), pero en general su carta de presentación se reduce, a grandes rasgos, en un filme incomprensiblemente taquillero como Independence Day (1996) una suma de fuegos de artificios infográficos que cual aparatoso decorado de cartón oculta una inoperancia absoluta para de dotar de nervio y atmósfera al filme.

Su último periplo fílmico hacia la sinrazón y por la senda de la desvergüenza es 10.000 A.C. un aventura épica que promete una espectacular estampida de mamuts en su arranque, eso sí lo cumple, y luego deriva hacia una imposible odisea en que aparecen tribus africanas, bandidos árabes, pollos gigantes, pirámides y faraones de las estrellas. Así planteado el asunto uno pudiere pensar que se halla ante un divertimento que juega con el espacio tiempo de un modo desacomplejado y ligeramente especiado con las soluciones rupturitas que conlleva la tradición de la aventura fantástica (Jasón y los Argonautas (1963),Hace un millón de años (1966) o Simbad y el ojo del Tigre (1977) etc...), pero nada más lejos.

El tono solemne, el realismo visual a ultranza y la carga emocional que pespunta salvajemente Emmerich en personajes de arco plano, juega en contra de esa vía de fuga que quizá se hubiera ajustado con mayor eficacia a las circunstancias de mercado que imperan en un filme marcadamente comercial como 10.000 A.C.. Roland Emmerich, un émulo bastardo y algo lisérgico de Steven Spielberg debiera fijar sus movimientos y estrategias tomando como ejemplo otro de esos directores marcadamente comerciales como Michael Bay, este sí un solvente hacedor de blockbusters, que suele salir airoso de esa peligrosa combinatoria entre odisea digital y épica aventuresca. Véan la ejemplar La Isla (The Island, 2005) y la convenientemente sarcástica Transformers (2007) (esta última, aunque plomiza, sabe airear sus deficiencias con sanas notas de autoparodia).


Nunca unos diálogos fueron más ridículos en boca de un cazador prehistórico, ni un viaje de algo más de 100 minutos retrató tantas civilizaciones en el recorrido de una topografía que siendo generosos puede equipararse al camino de Santiago

La combinatoria bastarda de 10.000 A.C., siendo gráficos, convierte a los prehistóricos individuos que un día recreara con brío Jean-Jacques Annaud para En busca del fuego (La Guerre du feu, 1981) en gallitos de instituto que luchan por el favor de una chica cazando mamuts como podrían hacerlo echándose unas canastas, poco o nada funciona en este imposible cóctel de elementos que se atraganta como una sopa de arena. Nunca unos diálogos fueron más ridículos en boca de un cazador prehistórico, ni un viaje de algo más de 100 minutos retrató tantas civilizaciones en el recorrido de una topografía que siendo generosos puede equipararse al camino de Santiago. Pues bien, ese asueto que forja la personalidad del héroe (como manda el canon de Vogler), da tanto de sí como un flamante parque de atracciones, de generosas proporciones pero en el que la cacharrería desengrasada, las vagonetas del revés y el ketchup negado, no sea que una mirada inocente reconozca una herida donde toca una muerte piadosa, pesan tanto o más para el espectador como ese mamut despanzurrado sobre una pantalla de cine.

Mi consejo a Jason Friedberg y Aaron Seltzer, creadores de la inefable Epic Movie (2007) es que abandonen la industria, Roland Emmerich es lo que en términos de contracultura podríamos definir un director-freak aburguesado. Un personaje que convierte millones de presupuesto en una chapuza epatante. Para qué negarlo, solo existen dos opciones ante un filme de esta tesitura, marchar de la sala o dejarse llevar por la carcajada e interpretar su esencia en clave de comedia. Tío Emmerich, no eres Steven Spielberg: eres una sorprendente combinación entre Mel Brooks, Ed Wood y la asistenta de Ray Harryhausen.


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