publicado el 31 de mayo de 2008
Tras casi dos décadas de espera Harrison Ford vuelve a cubrirse de polvo y a endosarse su atuendo de arqueólogo; látigo, sombrero de ala ancha, cazadora de cuero… Los años han hecho desaparecer su revolver en el muslo y le han convertido en un maduro (super)héroe que puede mirarse en el espejo y reconocerse en otro icono de la sátira y lo expeditivo como el sensacional John McLane (B. Willis) recuperado para 'La Jungla 4.0' ('Live Free or Hard Die', 2007 ) de Len Wiseman. Las películas de acción de la década de 1980 -y sus solventes puestas al día- tienen un componente emocional irresistible: concretamente en el caso del cine de aventuras, nada más clásico, folletinesco y sabroso que cualquiera de las entregas de una saga (la de Indy) que sigue guardando su quintaesencia en el portentoso talento de Steven Spielberg. El espectador dejó atrás hace tiempo los prejuicios y sabe diferenciar un jarrón chino de un paragüeros de latón. Byron Haskins o Nathan Juran, crearon joyas exquisitas pero olvidaron la marca, el sello de identidad, la magia de Spielberg es la de hacer parecer un bazar chino una galería de arte. El cine de entretenimiento que no desluce el carto(o)n-piedra, la coreografía epatante, la incongruencia historicista y el guiño ácido luce mejor ataviado de colores saturados y aire retro. El rótulo del negocio, por cierto, lo pone George Lucas, el socio listo.
Lluís Rueda |
Nada excesivamente pobre, gris o falto de interés puede surgir de la suma de John Williams y Steven Spielberg, y quién discuta tal afirmación tiene un problema con el mundo y consigo mismo. Indiana Jones y la calavera de cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Cristal Skull, 2008) cubre las expectativas con creces, convence en tanto se trata de un espectáculo rocoso armado sobre alambre, puro cartón-piedra, chiste ingenioso y 'cliffhanger' sofisticado. Esta cuarta entrega de una saga que ha creado unas expectativas desmesuradas e irrazonables, es un matinée, un juego retro en el que los hacedores del invento han puesto a prueba su capacidad para viajar en el tiempo. Lo más fantástico de esta entrega es que pese a su carga infográfica, pese a que los personajes principales se ven añosos y algo reumáticos, el envoltorio deja entrever un calco perfecto al dulce efímero que enjuagó nuestros sueños húmedos aventurescos en 1981: no me malinterpreten, me refiero a En busca del arca perdida (Riders of the Lost Ark). Bueno sería, pues, detenernos en el origen de la saga, en su intrínseca complejidad como cine de fusión pergeñado entre un redomado fan del serial 'Flash Gordon' de Frederick Stephani como George Lucas y el tipo que consiguió que un bañito de estío se convirtiera por el resto de mis días en un escalofríoin eternum, Steven Spielberg. Dos mentes inquietas para una idea que combina todo un catálogo de tópicos y retazos baldíos, mezcladores de serie B y clásicos inhóspitos que unos cuantos añitos antes que Quentin Tarantino crearon el cine de pedacitos emocionales, ensamblados con un oficio pasmoso, y se apuntaran el tanto de crear el mix definitivo del verano, si no de la década: si usted pregunta a cualquier ser humano de la tierra por un filme de aventuras muy posiblemente le venga a la cabeza la saga de Indiana Jones, no pensará en Beau Geste (Id., 1939) de William A. Wellman, Las cuatro plumas (The Four Feathers, 1939) de Zoltan Korda o Las minas del Rey Salomón (King Solomon´s Mine, de Compton Benet y Andrew Marton, ni tan siquiera en las más recientes sagas de La momia o Lara Croft, pensará en un tipo con sombrero de fieltro y rostro ceñudo. Si bien a estas alturas nadie puede discutir el talento de Spielberg, un autor que no vive de rentas, conviene aclararlo, más discutible se me antoja la figura de George Lucas: ese mecenas inquietante cuya mejor decisión fue, hace mucho mucho tiempo, aparcar el oficio de realizador y dedicarse exclusivamente a la producción (compartirán que como director su regreso a la trilogía galáctica por excelencia, Star Wars, no ha cubierto ni las expectativas de los seguidores más incondicionales).
A renglón seguido, cabe pensar que alguien debería incapacitar al bueno de Lucas para influir como productor-autor de una manera tan sibilina y tajante. ¿A quién se le escapa que la confección del guión de esta cuarta entrega ha sido una pesadilla para el propio Spielberg? Desde luego, David Koepp es un gran escritor cuando trabaja sin presión, pero con Lucas oteando desde su rancho-nave, Koepp es una abeja obrera, como lo ha sido Frank Darebont, no acreditados como M. Nigth Shyamalan y la suma de casi una decena de guionistas o censores a sueldo que han ejercido de guionistas. Mi animadversión contra George Lucas no es infundada, su mirada es castrante y la complejidad en los personajes es algo que le irrita profundamente. Indy (el producto) es la suma de esos factores: la capacidad maravillosa de Spielberg y la autocensura simplista de Lucas, y en esa combinatoria el universo de Indiana Jones tiene más de icono evocado que de cine de tesis. Siempre será mejor como recordaron En busca del arca perdida durante años que como la recuperaron años después en formato DVD y, desde luego, los años previos de buen cine de aventuras (recuperados gracias al propio DVD) han alimentado la sospecha de que la calidad que imperaba en aquella cinta y en las dos posteriores era deudora de la simplicidad de El tigre de Esnapur/La tumba india (Der tieger von Eschnapur/ Das Indishe Grabmal, 1958) de Fritz Lang, la efectividad de El tesoro del condor de oro (Treasure of the Golden Condor, 1953) de Delmer Daves o la quintaesencia tintinesca, pues del universo del gran Hergé también ha tomado prestadas algunas ideas de la saga dirigida por el rey midas (ver el álbum ‘El Templo del Sol’).
Formalmente Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal es impecable, en ocasiones brillante, y su apuesta por mantener las constantes eigthies en su diseño de producción es todo un acierto que apenas se convierte en renuncia obligada en el último tramo del filme. Secuencias como la de la persecución de vehículos en el amazonas, con su divertido guiño a Tarzán de los monos (Tarzan, the Ape Man, 1932) de W.S. Van Dycke y su portentoso homenaje al cine de espadachines de quilates ( véase Scaromuche, La Marca del Zorro, El prisionero de Zenda) se cuentan entre lo más sobresaliente del filme; acaso cabría añadir el homenaje espléndido al clásico de aventuras Cuando ruge la marabunta (The Naked Jungle, 1954) de Byron Haskins, casi una vuelta de tuerca perversa a un material que en origen muestra una densidad psicológica y un subrayado de los personajes tangencialmente recuperados en En busca del arca perdida y ausentes en el resto de la saga. En el primer filme del tándem Lucas-Spielberg, uno de los momentos más aclamados por el público es la aparición de Marion (Kristin Allen), un personaje que si bien es magníficamente presentado como un potente adversario del Sr. Jones, a la postre luce como un cliché cómico sin más pretensión que la cuota 'slapstick' que requiere una comedia de sexos con subtrama aventuresca o exótica (véase la honesta Tras el corazón verde(Romancing de Stone, 1984) de Robert Zemeckis). Como apunta José María la Torre en su ensayo 'La vuelta al mundo en 80 aventuras' [ver nota][1] ‘la Marion de Nepal no tienen nada que ver con la Mario de Egipto. ¿Tenían miedo Spielberg, Lucas, Kaufman y Kasdan de ofrecerle a Jones una compañera que rivalizara con él en valor, fuerza y osadía’; a ello cabe añadir que la Marion madura y algo beoda que aparece en esta nueva entrega que nos atañe es una mezcla de esa Marion de Egipto y la novia frívola de la precuela cronológica Indiana Jones y el Templo Maldito (Indiana Jones and the Temple of Doom, 1984), la cantante Willie (Kate Capshaw). Por suerte, para la ocasión el compañero de aventuras de Indy (en una sorprendente relación a modo de buddy movie) es su hijo, interpretado por un solvente Shya LaBeouf y no el menudo e irritante ‘tapón’ de la citada segunda entrega.
La química entre Ford y LaBeouf es espléndida, y juntos protagonizan los pasajes más vibrantes e incluso truculentos: a resaltar toda la trama que sucede en Perú, una suerte de espléndida inmersión, a modo de parque temático, a medio camino entre The Gonnies (Id. , 1985) y La profecía (The Omen, 1976) ambas dirigidas por Richard Donner (ahí está esa atmósfera que evoca al más famoso cementerio Etrusco de la historia del terror). Algunos foros de nuestros amigos de Sudamérica han echado fuego por la muelas hablando del retrato casi ortopédico de un Perú harapiento a ritmo de música mexicana, a mí particularmente me parece que estos enfoques erróneos van de la mano de la licencia cinematográfica (al publico norteamericano le importa un colín, la evocación exótica simplista es algo muy estudiado y se basa en cuotas de mercado), esta anécdota del filme me hizo acordarme del consciente desaguisado que procuró el bueno de John Woo en su visión garbancera de España para Mision: Impossible II (2000). Piensen en Tintín, ¿cuantas veces un tipo tan genial como Hergé ha recurrido al tópico? Si lo dudan lean ‘El Cetro de Ottokar’. Por cierto, en otra ocasión hablaremos de la adaptación cinematográfica de Tintín que ya está rodando Steven Spielberg (por si alguien duda de su coherencia a estas alturas).
Spielberg reúne al fin, en esta cuarta entrega, a una familia en la que falta el Profesor Henry Jones (Sean Connery), ya jubilado del proyecto [2] y en su substitución se saca de la manga a un padrastro interpretado por Jonh Hurt que, ciertamente, no da mucho juego a la historia; este personaje se erige como guía y refuerza la sensación de que esta aventura tan familiar y coral posee más de una coincidencia con el clásico Viaje al centro de la Tierra (Journey to the Center of the Earth), 1959) de Henry Levin. Incluso una parte del desenlace es prácticamente calcada: me permitirán que la omita, claro…
Visto el criterio del reparto (casi una familia en Port Aventura o cualquier parque temático similar) a uno le da la sensación de que los instigadores de la saga, de haber tenido arrestos no hubieran creado a un personaje cambiante como el amigo que traiciona a Indy al comienzo de la aventura y ese rol se lo hubieran atribuido a esa mujer inconsistente en que han convertido a la prometedora Marion. Una heroína independiente, ambiciosa y ambigua que en Nepal retaba a tipos curtidos a duelos alcohólicos, merecía algo más que un paseo en cayak y un beso de bienvenida.
Cabe apuntar que desde ese instante, me refiero a la mítica escena de la heroína en Nepal, nunca la saga ha mostrado un apunte realmente transgresor: acaso en la escena del corazón extirpado de Indiana Jones y el Templo maldito o en el muestrario de miles de bichos variados que se concentran en sus sótanos langianos podemos atisbar algo políticamente incorrecto.
A pesar de estas carencias dramáticas, y de un tratamiento de guión que pudo ser mucho más interesante el filme cumple su cometido, distrae y en algunos instantes ( en parte gracias al maestro John Williams) incluso emociona. Especialmente brillante resultan los veinte primeros minutos a modo de prólogo, todo un decálogo de fantasía, acción y savour faire donde se concentran guiños tan refrescantes como la carrera de coches a lo American Graffiti (Id.,1973) o esa montañita de arena desde otea un roedor que bien podría ser aquella que obsesionara a Roy Neary (Richard Dreyffus) en la obra maestra del fantástico Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977).
En este punto, y guardando toda la cautela que sea precisa para no caer en el expoiler al que se han prestado tantos articulistas, locutores y opinadores de este país tan indiscreto, habría que hablar del prurito fantástico-esotérico del filme. Indiana Jones y el templo de la calavera de cristal se concede un atracón de esoterismo, ufología y truculencia que a mi entender no solo no desmerece el resultado final sino que es plenamente coherente con el imaginario de Steven Spielberg. Si bien en este mismo medio alabamos el trabajo realizado por el propio Spielberg en su memorable compendio ufológico para la televisión, Taken (2002), hemos de conceder que el sesgo de esa temática aparezca en este filme. La precisión con que el realizador sitúa la acción el la década de 1950, obliga a que el retrato sea honesto y en él asomen el macarthismo, la guerra fría, el horror nuclear y la incipiente popularidad de una nueva religión: la ufología. Nadie debe rasgarse las vestiduras y ciertas licencias deben ser asumidas como parte de ese collage pulp y caricaturesco que lleva implícito el universo de Indiana Jones.
Por otro lado, tampoco es baladí que para la ocasión los fríos y casquivanos rusos substituyan a los nazis como enemigo potencial; si bien el prurito esotérico de los nazis resultaba menos forzado, recordemos la obsesión de Hitler por el Santo Grial o la lanza de Alejandro Magno así como toda la mitología de la orden de Thule, también existen teorías respecto a la obsesión de José Stalin por el mesmerismo y el control mental (en la imaginería pulp podría concedérsele la aliñada pomposidad del Rasputín de Guillermo del Toro para la muy spilbergiana Hellboy). En esa ecuación de soviética inquina, luce con especial decoro, la villanísima militar Irina Spalko (Cate Blanchett), casi una híbrido creado en un laboratorio de villanos clásicos especiado con un prurito vamp nada desdeñable: a mí, particularmente, se me antoja el clon femenino del gran actor y espadachín Basil Rathbone.
En resumen, no se trata de elaborar un ranking para situar Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal en un peldaño de la saga, a mi criterio estamos ante un filme que se nutre de lo mejor y de lo peor de cada una de las aportaciones. Si bien no posee la consistencia de En busca del arca perdida, potencia el exotismo pulp de Indiana Jones en el templo maldito y aumenta el prurito esotérico de la sensacional Indiana Jones y la última cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, 1989). Por cierto, si usted me para por la calle y pregunta por un filme de aventuras podría decirle alguno de los clásicos que en este estudio he citado, pero se me antoja que si acotamos a las últimas décadas es muy posible que cite Parque Jurásico (Jurassic Park, (1993). Es evidente, soy de los que defienden a Steven Spielberg a capa y espada: el auténtico arqueólogo, ¿quién lo duda?, es él.