publicado el 6 de marzo de 2009
Lluís Rueda | Hace unas semanas pude presenciar, atónito ante el televisor, cómo la estrella de la WWF (es decir, la más popular liga de luchadores profesionales de wrestling nortamericana), Chris Jericho, retaba al actor Mickey Rourke a subir al ring para pelear. Su idea era eliminar a otra ‘vieja gloria’ como el aún en activo veterano luchador Ric Flair. Por lo visto, el reto venía de un careo acontecido en un late night de éxito en que actor y ‘luchador-actor’ protagonizaron un explosivo debate. La idea parece simple: los guionistas del programa estrella de la WWF utilizaban un elemento de ficción cinematográfica para dar lustre y glamour a un escaparate que lleva entreteniendo a nuestras retinas filo-catódicas desde la década de 1980. Cabe recordar que muchas estrellas del wrestling como Hulk Hogan, André ‘el Gigante’ o Roddy Piper ‘El gaitero’ habían pasado de la lona al celuloide con relativo éxito, como poco los mas avezados cinéfagos recordarán a Roody Piper [1] en el clásico de John Carpenter Están vivos; el wrestling se ha colado en cine en puntuales ocasiones como en una escena de Los Inmortales y sus figuras, han sido populares secundarios de lujo en películas de acción, ciencia ficción o aventuras (casi todas adscritas a la serie B y el mercado del videoclub), pero nunca el popular espectáculo de la lucha libre americana había sido tema central de un filme y objeto de profunda reflexión.
El luchador es un filme con cierta vocación documental, un melodrama que podría equiparase a otros boxísticos como El ídolo de barro(1949), de Mark Robson , Toro Salvaje(Racing Bull, 1980) de Martin Scorsese o Homeboy(1988) de Michael Seresin, esta última interpretada por el propio Rourke en pleno declive de su estrellato y, circunstancialmente, en tareas de púgil estrella en los cuadriláteros de Las Vegas. De Homeboy podría decirse que es un falsa precuela de El luchador, pues participa de su idéntico nihilismo aunque se sirve de un envoltorio más convencional y plantea una reflexión algo más básica. En todo caso, el último filme de Darren Aronofsky es uno de los melodramas con cuadrilátero más densos y arrolladores que uno recuerda en muchos años.
Mickey Rourke en su papel de Randy ‘The Ram’ Robinson merece algo más que el calificativo de actor en estado de gracia. A tenor de la decadencia que el actor ha sobrellevado como sino en las últimas décadas, resulta fácil adivinar un paralelismo entre ficción y realidad, pero eso no resta ni un ápice de mérito a su esforzada composición de Goliath tocado de muerte. En cada mirada, en cada gesto, incluso en la respiración, adivinamos un perdedor en busca de redención. Rourke contagia tristeza, una tristeza insondable que nos sacude y nos invade más allá de los títulos de crédito. Tan maravillosa resulta su efímera historia de amor con la stripper cuarentona interpretada por Marisa Tomei, como doloroso su imposible rol de padre de una adolescente con el bello rostro de la actriz Evan Rachel Wood; todos ellos son seres a la deriva, víctimas de un presente de carromatos desordenados, locales de streeptese, gimnasios herrumbrosos y callejas desiertas. El filme, dejará en nuestra memoria instantes apabullantes, de sincero dolor, como esas lágrimas de Randy ante la incapacidad para sembrar esperanzas en aquellos que le estiman, ¡qué bella secuencia la del local de baile en ruinas!, o de felicidad efímera, incierta y fugaz, como esa pinta que toman Cassidy (M. Tomei) y Randy en un pub mientras cantan juntos el espléndido tema de Ratt 'Round and Round', ¡maravilloso!.El luchador es un melodrama pluscuamperfecto, una obra maestra que demuestra que algunos de los aciertos de la nada desdeñable La fuente de la vida(The Fountain, 2006) no eran una casualidad.
Al ritmo de una banda sonora donde Bruce Sprigsteen pone el tema central y los demonios del presente son apaisados por baladas de Cinderella y potentes scores de Aceept o Guns and Roses (otro acierto insistir en el hard rock siempre presente en el ‘Smack Down’), más allá de un retrato existencial apabullante, Aronofsky, nos ofrece un documento de investigación periodístico muy muy jugoso. El mundo del Wrestling es un show en el que el tono muscular del luchador es tan importante como el excéntrico rol que adopta, y ese culto a la desmesura se ha cobrado ya algunas víctimas. Profesionales como André el Gigante murieron por la ingesta de fármacos y muchas estrellas han acabado enganchadas a la morfina cuando no con severos problemas psicológicos. ¿Alguien se acuerda de ‘El último Guerrero’?, pues pocos saben que se convirtió en un peligroso integrista de la homofobia (¿no resulta patético?), es un ejemplo de la deriva moral a la que llegan algunos de estos profesionales. Aronofsky tiene presente ese submundo en su filme y lo lleva hasta las últimas consecuencias, retrata el tráfico de calmantes y estupefacientes en los vestuarios de los circuitos de segunda categoría e incluso se permite la osadía de ofrecer un breve cameo a Batista (una de las actuales estrellas de la WWR). El realizador recrea en el primer tramo del filme un combate ilegal en el que los cuerpos de los luchadores son sometidos a toda suerte de cortes y perforaciones en la búsqueda de un realismo extremo y, sobre todo, retrata todo el reverso del luchador pseudoprofesional de un modo que en nuestro país nunca hubiéramos podido imaginar (más allá de la WWR, o la lucha libre mexicana pocos formatos televisivos acumulan una suma tan grande de seguidores).
Acaso la imagen más simbólica de este filme extraordinario sea la de el marchito gigante Randy jugando a su propio juego de wrestling para una vieja Gameboy junto a un niño que seguramente tiene una Play Station 3 en casa, una metáfora espléndida de la desubicación emocional del personaje, un Gladiador que sufre más fuera del cuadrilátero que dentro. Tal y como apuntaba Chris Jericho, Randy es real, tiene el rostro de decenas de profesionales como Piper o Flayr. La grandeza del filme de Aronofsky es esa, que el dolor perdura más allá de los títulos de crédito.