publicado el 29 de abril de 2009
Lluís Rueda | '…y de oriente llegó para iluminarnos de nuevo, para hacernos reír y emocionarnos', una vez más el maestro de la animación, el gran realizador Hayao Miyazaki, nos regala una pieza maestra, ¡una maravilla!: Ponyo en el acantilado.
Tras la espléndida sesión que nos sirviera hace dos años con El castillo ambulante (Hauru no ugoku shiro, 2004), Hayao Miyazaki regresa con una historia sencilla y preciosista, un cuento mágico que reinventa 'La Sirenita' de Hans Christian Andersen y se sirve del trazo austero, esencial, para colorear nuestras carencias anímicas. Ponyo en el acantilado es un cuento poderoso en el que el mar se erige en un personaje más, casi en una deidad que se trasmuta y puede ejercer de onírico reino en el que transitar, en el que limpiar nuestras conciencias. A sabiendas que, en parte, somos líquido, Miyazaki convierte a una ameba –un ser esencial y acuático- en niña visceral, primitiva y fiel. A resultas del desacato con la naturaleza, es decir, de haber roto con las leyes y los códigos abisales del océano, las fuerzas ocultas bajo el mar se revelan y a punto están de engullirse el pueblecito en el acantilado donde se ha instalado como ser humano de pleno derecho la pequeña Ponyo. Este planteamiento, que juega con la anteposición del mundo complejo de los humanos y los secretos marinos, es descrito con el oropel de los mundos del Capitán Nemo y en su profusión, en cierto modo, recuerda a La princesa Mononoke (Mononoke Hime, 1997), uno de los filmes más adultos, sofisticados y trascendentales del realizador japonés.
Para Miyazaki, el echo de que la naturaleza se revele contra el hombre es un deseo oculto que fluye en sus argumentos y que ha sido reconocido por él mismo. Sus historias funcionan en tanto a que siempre exponen una paradoja que nace de la contraposición de dos mundos divergentes. No hemos de dejar a un lado que sus historias están pobladas por niños que reinventan la realidad, contagian a sus padres y evocan un mundo mejor, más justo y mágico. Miyazaki es un confeso de la ecología pero sus historias perfumadas de fantasía también sugieren algo maquinal y evolutivo, casi un sesgo renacentista por el que se asoman maquinas voladoras imposibles -recordemos que es un amante de la aviación (véase Porco Rosso (Kurenai no buta, 1992)
o El Castillo en el aire (Tenku no Shiro Laputa, 1996)). Cabe insistir en su idea de la reformulación del 'hombre' que anhela los atributos mágicos de los elementos, de los dioses, e intenta poseerlos bien a través de la conquista del mar, el aire o de la inocencia de los animales que sobreviven en un entorno amenazado: quizá en eso, Miyazaki, sea parecido a Karel Zeman –el espléndido animador checo-, otro amante de las máquinas decimonónicas, las conjeturas utópicas y la imaginación febril de los niños.
El maestro de Studio Ghibli, como remarcábamos, antepone dos discursos antagónicos, el del progreso y el dominio del hombre sobre el entorno y el de la revelación de los elementos tal si fueren dioses remotos; Ponyo en el acantilado no se desmarca de esa línea discusiva, todo y que su enfoque general es más liviano, ligero y generoso con su público natural: los niños. En este nuevo filme, a diferencia de El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no Kamikakushi, 2001), los adultos toman un protagonismo generoso, pero comparte con dicho filme una visión de la conducta familiar que busca con ahínco una idea del amor y de la fugacidad. Dicho esto hemos de tener en cuenta que dicha búsqueda de ninguna manera omite un análisis en profundidad de la complejidad de los seres humanos. Ponyo en el acantilado describe sin ambages la idea de que los niños acaban siendo el corazón y el alma de las familias. Tras el fluir contenido y minucioso del relato de Ponyo, los más avezados pueden exponer, a través de su más íntimo análisis, que la utilización del un elemento como el agua mucho tiene que ver con la maternidad y con cambios reiterativos, ¿no es acaso el agua el elemento más maleable, cambiante, reconfortante y a la vez amenazador? Pero esos análisis, casi arquetípicos, están más dispuesto para ser digeridos que analizados dada la naturaleza haiku de Ponyo en el acantilado: cabe reir y emocionarse, no conjeturar sobre la naturaleza de los trazos.
Uno de los aspectos que sorprenden en esta pequeña joya cinematográfica es el talento técnico de un artista total, que como Marc Chagall o Pablo Picasso, juega a reinventarse a través de una técnica de dibujo rauda, volátil y de sugestiva infantilidad. Apabullantes resultan soluciones escénicas como esas olas gigantescas que se enroscan sobre sí mismas como rizos, circunvalaciones inexactas que parecen ideadas directamente por un pequeño que apunta maneras con los rotuladores, eso por no hablar de sus increíbles soluciones para reinventar un mundo abisal poblado de criaturas maravillosas: las coreografías con las medusas y la modulación de los peces son simplemente deliciosas.
Dos mundos que confluyen, fronterizos, el de los humanos desprovistos de ilusión y esperanza (maravilloso el retrato de las ancianas en el asilo) y el de unos seres puros que habitan bajo las aguas: en medio, Ponyo, esa niña ameba, casi un salvaje encantador, que ha venido para instalarse entre nosotros. Solo queda aplaudir, disfrutar y pensar en el próximo regalo de Miyazaki, eso sí, entonando la canción de Ponyo, ¿aún no la conocéis?