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publicado el 30 de julio de 2009

En tierra de nadie

Pau Roig | Primer largometraje comercial del realizador italiano Stefano Bessoni (nacido en Roma en 1965), Imago mortis puede considerarse una radiografía perfecta del cine de terror europeo del siglo XXI: un género que mira con orgullo y reverencia a su pasado pero que se muestra incapaz de articular un discurso nuevo, propio y diferenciado; un género en el que buenas ideas y elementos originales (casi) nunca van más allá de la explotación, más o menos impersonal, de tópicos y lugares comunes; un género que parece haber renunciado a su propia idiosincrasia en busca de una comercialidad mal entendida.

A vueltas con la tradición

El cine de terror italiano, en menor medida el español, vivió un particular e irrepetible momento de gloria entre finales de la década de los sesenta y mediados de los setenta, período en el que se sitúan las mejores obras de realizadores pronto atrapados en la desidia y la mediocridad entre los que destaca, por encima de todos, Dario Argento (evidentemente no nos referimos al genio de Mario Bava).

Cineastas con verdadero talento para el género se vieron rápidamente relegados a un segundo o tercer plano de la industria en beneficio de mercenarios de la charcutería y / o la caspa como Ruggero Deodato, Lucio Fulci, Bruno Mattei, Joe D’Amato, Umberto Lenzi y Claudio Fragasso (alias Clyde Anderson) y el cine de terror italiano, tan particular e inimitable, derivó en una sucesión torpe de copias de los grandes éxitos del cine comercial estadounidense. Algo se perdió en ese cambio de etapa, en esa especie de huida hacia adelante: basta comparar genialidades de la talla de El horrible secreto del Dr. Hichcock (L’orribile segreto del dottore Hichcock, Riccardo Freda, 1962), Danza macabra (Id., Antonio Margueritti, 1964), La frusta e il corpo (1964) y Operazione paura (1966), de Bava, o Rojo oscuro (Profondo rosso, 1975), de Argento, con tonterías del calibre de Nueva York bajo el terror de los zombi (Zombie 2, 1979) o Aquella casa al lado del cementerio (Quella villa accanto al cimitero, 1981), de Lucio Fulci, Gomia, terror en el mar Egeo (Antrophophagus, Joe D’Amato, 1980) o Demons (Demoni, Lamberto Bava, 1985), para constatarlo. Sólo Argento permaneció hasta cierto punto impasible ante la paulatina desnaturalización de un género convertido rápidamente en una mala fotocopia de sí mismo, no tanto por la calidad de su producción, bajo mínimos desde hace tiempo, como por la posibilidad de seguir realizando películas con inaudita regularidad y total libertad de movimientos.

Cada vez han sido menos los títulos arriesgados, o hasta cierto punto diferentes, capaces de abrir nuevos caminos dentro del terror en Italia, recibidos por lo general con indiferencia o convertidos en títulos de culto de un demasiado pequeño sector de aficionados: dejando de lado el particular caso del gran Pupi Avati, Il nido del ragno (Gianfranco Giagni, 1988), Dark waters (Mariano Baino, 1993) o Mi novia es un zombie (Dellamorte Dellamore, Michele Soavi, 1994) son probablemente los más destacados, pero es que tampoco hay muchos más.

En este contexto, el estreno de Imago mortis en nuestro país podría considerarse un milagro de no ser porque la ópera prima de Stefano Bessoni parece, otra vez, más el fruto de una calculada operación comercial que no un nuevo peldaño en la particular época dorada que parece (re)vivir el cine de género producido en Europa. La película, para entendernos, está mucho más cerca de la mediocre El orfanato (J. A. Bayona, 2007), incluso de la ridícula Los otros (The others, Alejandro Amenábar, 2001), que del cine de terror italiano clásico o contemporáneo. Más incluso que al cine de Argento, que también, el estilo visual de Imago mortis recuerda mucho, quizá demasiado, al de Jaume Balagueró, aunque más a Frágiles (Fragile, 2005) que a Darkness (Id., 2001); no se trata, sin embargo, de defender el talante español de la producción (se trata de una coproducción italiano-española-irlandesa, en cuyo guión ha participado decisivamente Luis Berdejo), menos aún de reivindicar un cine de terror genuinamente español, que no existe y probablemente nunca ha existido.

Decíamos al principio que Imago mortis constituye una perfecta radiografía del cine de terror europeo del siglo XXI: esto es así porque no es más que un reflejo pálido y deslucido de lo que podría haber sido no tanto por su ambición, nada desmedida, como por su indefinición, por su incapacidad de ir más allá de lo a priori el mercado internacional espera de una producción de estas características. Igual que los citados filmes de Amenábar y Bayona –Balagueró es el único cineasta que muestra suficiente personalidad y voluntad de estilo como para constituir un caso aparte–, la película de Bessoni mezcla, acumula ideas, elementos y referencias de la más diversa procedencia de manera desvalazada, más heterogénea que homogénea, más efectista que efectiva, desde las explícitas –y muy forzadas– referencias al cine alemán de las décadas de 1910 y 1920 hasta la previsible estructura de los giallos italianos de 1970, pasando por el más rancio psycho-thriller y por un look visual estilizado y hasta cierto punto clásico que remite al horror gótico británico e italiano de los sesenta. Bessoni sabe manejar la cámara y tiene buenas ideas pero no puede, o no sabe articular un discurso propio, original. Los resultados empalidecen aún más al lado de la más estimulante producción de género vista en lo que va de año, estrenada casualmente pocas semanas antes: con mucho menos dinero y la mitad de recursos, el director canario Elio Quiroga proponía en No-Do un discurso mucho más personal y arriesgado en el que el cine, las imágenes, realidad y representación tenían, como aquí, un papel fundamental.

Sin rumbo

El guión, fruto de un complicado proceso de escritura que se alargó cinco años y en el que participaron muchas, demasiadas manos –incluida la del director Richard Stanley–, es el principal lastre de Imago mortis, como si a base de reescrituras la historia inicial, original y sorprendente, hubiera ido desnaturalizándose hasta casi perder su razón de ser. El filme especula con la existencia de la “tanatografía”, una técnica de reproducción visual creada en el siglo XVII, mucho antes de la invención de la fotografía, por el científico Girolamo Fumagalli: obsesionado con la idea de reproducir imágenes de la realidad, Fumagalli descubrió que asesinando a una persona y quitándole sus ojos mediante un aparato oportunamente bautizado como “tanatógrafo”, era posible reproducir en un papel la última imagen que había quedado impresa en la retina de la víctima. Un prólogo tan escueto como contundente muestra la terrible muerte de una mujer a manos del científico, que acaba con los dos ojos fuera de sus órbitas en apenas un segundo por la acción del aparato. Desgraciadamente, la historia se traslada en seguida a una academia de cine del todo improbable, situada en una enorme mansión (pseudo)gótica más siniestra aún que la escuela de danza de Suspiria (Id., Dario Argento, 1977) que no hace presagiar nada bueno; ya desde su primera intervención, la espantosa interpretación del joven protagonista, Bruno (el actor extremeño Alberto Amarilla, popular gracias a la televisión y presente en casi todos los planos), resulta un lastre demasiado grande para mantener el interés –y la paciencia– de los espectadores.

Tampoco ayuda a la credibilidad y a la tensión de la historia la telegramática descripción de algunos protagonistas secundarios que no acaban de tener el peso que deberían, caso de la extravagante directora de la academia que incorpora Geraldine Chaplin –vista en un breve papel en El orfanato, por cierto– o del profesor que interpreta sin la menor convicción el gran Álex Angulo, pero también de la estudiante que pronto inicia una relación amorosa con Bruno (Oona Chaplin, hija de Geraldine), personaje de relleno y perfectamente prescindible. La mayoría de los actores, de hecho, en ningún momento parecen estar cómodos con sus papeles, quizá fruto del rodaje en inglés: coproducción obliga, aunque no justifica el aburrimiento que progresivamente se va adueñando de la trama de un modo hasta cierto punto similar a Los crímenes de Oxford (The Oxford murders, 2008), coproducción hispano-británica-francesa en la que Álex de la Iglesia renunciaba, voluntariamente o no, al nervio y al tino de sus mejores realizaciones, como si el cambio de idioma supusiera un lastre insalvable.

El misterio del tanatógrafo (y de hecho, el misterio que articula todo el filme), se desvela no mucho más tarde y una vez establecidos los parámetros en los que se va a desarrollar Imago mortis empieza a dar vueltas sobre sí misma sin una dirección concreta y con mal entendidas notas de ambigüedad (las terribles visiones que padece el protagonista, trastornado por la muerte de sus padres en un accidente, en las que se le aparece el fantasma de un estudiante muerto tiempo atrás en la misma escuela) y una estructura más confusa que complicada que gira alrededor de una misteriosa serie de asesinatos realizados con el “tanatógrafo” sin que ninguno de los cadáveres aparezca por ningún lado y sin que la policía haga acto de presencia en ningún momento a lo largo del metraje. Bessoni consigue remontar tímidamente el vuelo en las escuetas escenas que muestran las evoluciones de los experimentos de Fumagalli en una serie de estilizados flashbacks, o en la visualización de un antiguo proyecto cinematográfico de la escuela –inspirado en el guión de una antigua película expresionista que nunca pudo llegar a completarse– que acabó con la muerte de la actriz protagonista a causa del “tanatógrafo”, pero no puede evitar una impresión global de película terriblemente fallida, de algo que podía haber sido y no fue por culpa de un guión disperso y falto de contundencia y de un trabajo de dirección –quizá también de producción – sin un rumbo claro.


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