publicado el 27 de agosto de 2009
Lluís Rueda | Cuando, de tanto en tanto, se crea una corriente de opinión para ensalzar un filme menor, como mucho, correcto, uno acaba por revelarse y tomarla con la cinta. No va a ser este el caso –espero-, pero de entrada déjenme decirles que Enemigos públicos, a mi juicio, es un filme empantanado en decisiones técnicas y estéticas incorrectas, amén de un predecible biopic lastrado por la inconcreción de un libreto extraviado en los aromas estancados de un noir pretérito e insuperable.
Michael Mann es un director estimable, capaz de trasmitir con su riesgo formal una suerte de crispación y visceralidad que provoca que sus thrillers, aguerridos, vitamínicos y a contracorriente nos recuerden a la televisiva generación conformada por los John Frankenheimer, Sydney Pollack o William Fiedkin que en tantas ocasiones hemos citado. Vaya un ejemplo, Collateral (2004) era una inteligente reformulación de The French Conection (1971) de William Fiedkin, con secuencias de persecución calcadas, y tanto en joyas cinematográficas como Madhunter (1986) o Heat (1995), Mann ha sido un realizador capaz de alcanzar un registro estético de impacto y muy calibrado en los aromas de una simbiosis entre la subversiva generación de la televisión –especialmente de la década de 1979) y la más hedonista del videoclip (década de 1980), de la que él mismo fue impulsor con la magnífica serie Miami Vice (1984).
Precisamente por todo ese bagaje, y la muy marcada personalidad del realizador, una historia ambientada en la época de la depresión, gangsteril, y con una épica cinematográfica muy determinada, se va tanto de las manos que acaba por parecer la película de un director principiante. Hagan la prueba del algodón, comparen el conjunto de Enemigos públicos con clásicos instantáneos como Chinatown (1974) de Roman Polanski, compárenla con Los intocables de Elliot Ness (1987) de Brian De Plama o incluso La Dalia Negra (The Black Dahlia, 2006), con cualquier retrato sesgado de esa época perpetrado por los hermanos Cohen… ¿Lo ven?, Enemigos públicos siempre sale perdiendo.
La primera decisión errónea es apostar por el video digital para un filme de estas características. A mi juicio la fotografía en el cine digital aún no ha dado el paso de calidad que debería, y esto es una opinión que está en boca de profesionales de la dirección fotográfica que en estos momentos debaten sobre la baja calidad fotográfica de un cine del siglo XXI abocado a una mayor globalidad. Esta observación, opinable también puede desmantelarse de manera irrevocable con filmes rodados en digital y espléndidamente iluminados como, por poner un ejemplo, El caballero oscuro (The Dark Night, 2008) bajo la dirección fotográfica de Wally Pfister. El caso es que el reputado Dante Spinotti no ha acertado en esta ocasión y, debates técnicos al margen, sus texturas feístas y un exceso de contraste no hacen ningún bien a un filme que podría haber jugado sus cartas, en ese sentido, bien buscando una paleta cromática más intensa o imitando con mayor inteligencia la limpieza de líneas del blanco y negro. Por algún motivo el formato digital enriquece y estimula la producción de base, por lo que supone en cuanto a revolución económica, pero también estigmatiza el prurito estilístico de unas 'majors' que buscan estar a la última incluso renunciando a sus señas de identidad desde la época de la explosión del color, el gusto por un calibrado de fotografía que llegaría a su cénit en las manos de profesionales como Jack Cardiff. Pero dejemos estos aspectos de amplio debate…
Michael Mann, manejaba dos referentes cinematográficos para realizar su retrato de John Dillinger. El primero, Dillinger (1945) de Max Nosseck saca mucho más rendimiento al personaje en líneas generales y en particular plantea un desenlace que indaga en esa idea de que John Dillinger vio El Enemigo Público Número 1 (Manhattan Melodrama, W. S. Van Dyke, 1934) protagonizado por Clark Gable, antes de morir acribillado en la puerta del cine. A mi juicio en el filme de Nosseck esta escena funciona mucho mejor y no cae en subrayados innecesarios. La comparaiva nos dice que Enemigos públicos muestra un punto y final excesivamente edulcorado y a su vez torpón dramáticamente. El otro referente cinematográfico del que podría Mann sacar alguna idea es la versión de John Millius de 1973, que por desgracia no he visto y no puedo entrar a valorar.
En líneas generales, en Enemigos públicos, el contraste formal, que debería ser acicate estilístico, se antoja excesivamente radical y procura que el sustrato dramático de muchas secuencias se resienta de una inoportuna rigidez. Por ello esa escena a la que aludíamos, la del tiroteo a la puerta del cine y tantas otras, a nuestro pesar, muestran las traviesas del guión, los trucos, dejan el mecanismo a la vista. Me permitirán que allá donde otros ven un intrépido filme de riesgo formal un servidor detecte ineficacia global, fiasco a efectos emocionales. Para enjuagarse en pucheros de nitrato hay que tratar esa magia con delicadeza, con una sostenibilidad ética y estética –y ese cometido, perdido entre las tinieblas de las texturas digitales, los colores níveos, los contrastes desdibujados, es parte de la falta de melalina de un filme que debería acomodarse en la alternancia de la luz y la sombra; y aquí vuelvo a la injustamente ‘denostada’ La Dalia Negra de Brian De Palma y su ejercicio de nostalgia cinéfaga, excepcionalmente orquestado, maravillosamente fotografiado.
El filme naufraga por anticlimático, en general, por conceder un nervio de cine realista a un género que multiplica su eficacia cuando se oxigena con una fotografía adecuada, con un expresionismo de cincel y un montaje ágil. Clásicos como Gun Crazy (1949) de Joseph H. Lewis o La jungla de asfalto (1950) de John Huston y más de una cincuentena de obras maestras de la edad dorada del cine negro no son algo fácil de imitar desde una postura minimalista, postmoderna y arrogante, una postura que intenta desdibujar los trazos característicos de un mundo mucho más violento y amoral de lo que el guión de Michael Mann, Ann Biderman y Ronan Bennett se atreve a mostrar en momento alguno.
Lo peor que le ocurre a este filme es, que salvo en un par de momentos de genio como la fuga de la cárcel de Indiana o el tiroteo en el bosque, resulta tan aburrido, predecible, convencional y poco interesante que uno no cesa de pensar durante la proyección en La banda de los Grissom (1971) de Robert Aldritch, en Malas Tierras (1973) de Terence Malik, en Muerte entre las flores (1990) de Joel Cohen y en una quincena de títulos aliñados por la estela particular y renovadora de Bonnie and Clyde (1967) de Arthur Penn.
El cine negro, en plena modernidad es una causa ganada por aquellos directores que se auxiliaron en la grandilocuencia del western crepuscular y en las aportaciones del thriller con nombres como Alfred Hitchcock o Fritz Lang -entre tantosotros-. Castrar un filme de las características de Enemigos públicos con el perfume de una melodrama romántico del tres al cuarto y convertirlo en un retrato sesgado de un delincuente con hechuras de Errol Flynn no debería llevarnos a engaños. El retrato del forajido John Dillinger perpetrado por Mann es un fiasco que se multiplica en el perfil astracanado de un Johnny Depp que parece eternamente instalado en la mueca y en la comedia. Recapitulen de nuevo, piensen en CINE de bandidos, de forajidos… ¿Recuerdan El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007) de Andrew Dominik? Ese sí es el retrato perspicaz de la complejidad de un ‘outlaw’, un filme moderno a rabiar y de una majestuosidad que hace temblar.
Un detalle del desacierto general de Enemigos públicos, la elección de Cristian Bale encarnando a Melvis Purbis. En su papel de policía-roca luce de lo más inquietante, por inexpresivo y desubicado, no sabes si es Batman o John Connor, yo creo que ni él mismo lo sabe, de joven promesa ha pasado a figurante de mandíbula prieta que perjudica cada filme en el que mete su rostro… Su formulación del moderno funcionario que acabará con la leyenda del romántico Dillinger resulta pobre, profundamente hierática. Tampoco hallamos secundarios de altura en un filme que debería jugar esa baza con determinación, hasta el relamido western de forajidos Arma joven (1988) de Christopher Cain concedía más registros en lo actoral. Acaso Marian Cotillard merezca un reconocimiento por el esfuerzo de su apasionada actuación en el entorno gélido, congelado, apátrida y teatral de esa banda de delincuentes dibujados con trazo grueso que capitanea el pirata Depp.
Soy consciente, debo ser el único ser de este planeta con voluntad para discutir una ‘obra maestra’, pero creo, sinceramente, que el tiempo pone a cada uno en su sitio, incluso a uno mismo.