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publicado el 7 de septiembre de 2009

A medio gas

Pau Roig | Regreso de Sam Raimi al cine de terror después de demasiados años consagrado a la franquicia iniciada con Spiderman (Id., 2002), Arrástrame al infierno es un filme modesto y sin pretensiones que recupera, a medio gas y a trompicones, el tono y el estilo descacharrante característico del realizador estadounidense en sus primeras –y mejores– incursiones en el género, Posesión infernal (Evil dead, 1982), Terroríficamente muertos (Evil dead 2, 1987) y Darkman (Id., 1990). Los tiempos han cambiado y Raimi es ahora uno de los cineastas más populares y reconocidos de Hollywood, por lo que no resulta extraño, aunque sí decepcionante, que esta lujosa producción de serie B en ningún momento pretenda ir más allá de una bien asumida condición de divertimento.

Tras la realización del mediocre thriller sobrenatural Premonición (The gift, 2000), Raimi dedicó más de siete años de su carrera profesional a los tres primeros títulos del superhéroe arácnido (hay rumores sobre una cuarta entrega, a estrenar el 2011), aunque no por ello abandonó el género: bien a través de la productora de su amigo Robert Tapert, Renaissance Pictures, o de su propia compañía de producción –Ghost House Pictures–, el director ha producido en los últimos tiempos numerosos títulos del género que no destacan precisamente por su calidad e interés, como El grito (The grudge, Takashi Shimizu, 2004) y su continuación, Boogeyman (La puerta del miedo) (Boogeyman, Stephen T. Kay, 2005), The messengers (Id., Pang Brothers, 2007) o 30 días de oscuridad (30 days of night, David Slade, 2007), entre otros. El guión de Arrástrame al infierno estaba ya casi terminado a principios de 1990 y la idea de Raimi era rodarlo inmediatamente después de El ejército de las tinieblas (Army of darkness: Evil dead 3, 1992), hecho que sugiere (o puede sugerir) el poco interés el horror contemporáneo despierta en el realizador. La película que nos ocupa no tiene prácticamente nada que ver con las adocenadas e insípidas producciones de terror manufacturadas como churros por la industria estadounidense en los últimos tiempos, por ejemplo Exorcismo en Connecticut (The haunting in Connecticut, Peter Cornwall) o Expediente 39 (Case 39, Christian Alvart), estrenadas este 2009, y se sitúa claramente por encima de ellas. La trilogía sobre Spiderman recaudó la friolera de casi 3.000 millones de dólares a nivel mundial, convirtiéndose en una de las sagas más rentables de la historia del cine, lo que explica, aunque sólo en parte, la libertad creativa y de movimientos de Raimi. La particularidad principal de Arrástrame al infierno, más allá de la triste constatación de que se trata de un paréntesis antes de acometer la realización de nuevas superproducciones, radica en la particular concepción, festiva pero al mismo tiempo visceral, que el director tiene del horror cinematográfico, en su falta de prejuicios a la hora de abordar una historia mil veces explicada en películas mediocres o directamente infumables pero que en sus manos se convierte en algo diferenciado y perfectamente reconocible.

Aunque en todas sus producciones terroríficas ha contado con la colaboración de su hermano Ivan en el guión, las tramas y la descripción de personajes nunca han sido el punto fuerte de Raimi, y Arrástrame al infierno no es ni mucho menos una excepción. A nivel argumental, la película no es sino un refrito de ideas y elementos característicos del género en su vertiente sobrenatural y puede resumirse en un par de líneas: Christine Brown (esforzada Alison Lohman), apoderada de un banco, es víctima de una terrible maldición tras negarse a extender un crédito a una anciana decrépita (Lorna Raver) que está a punto de ser desahuciada de su casa de toda la vida. Empezando por esta suerte de parábola incendiaria del capitalismo desenfrenado (y mal entendido), el conjunto aparece tamizado esta vez, única novedad respecto a las anteriores producciones terroríficas de Raimi, por un estimulante e incendiario humor negro: véase por ejemplo la grotesca caracterización de la mayoría de los trabajadores del banco, en disputa salvaje por un ascenso. O el sangrante retrato de la madre y el padrastro del insípido novio de Christine, Clay Dalton (el más insípido todavía Justin Long), miembros de la más rancia y pudiente burguesía norteamericana, protagonistas de una cena terrible que acaba por resultar más terrorífica que cualquier venganza sobrenatural. O el deliberadamente sarcástico sacrificio del mimoso gato de la protagonista en un fallido intento de poner fin a la maldición que amenaza con llevársela al infierno. Con aparente facilidad pero menos frescura de la deseable, Raimi bascula entre el humor más o menos pasado de vueltas –que no la parodia, como sí ocurría en las citadas Terroríficamente muertos y El ejército de las tinieblas– y el terror sangriento con visos de incorrección política (la escena del velatorio de la anciana, que ha fallecido antes de que la protagonista haya podido enmendar su error, es de antología, pero también destacaríamos alguna más, como la del aparcamiento, un prodigio de planificación y montaje). De paso, el cineasta va diseminando a lo largo del metraje referencias y homenajes: el principal, una vez más, los salvajes e irrepetibles cartoons de la Warner, evidente en la escena que conjuga una espantosa aparición fantasmal y un yunque de hierro que cuelga del techo y que acaba con el rostro de Christine empapado de sangre; algunos de los más bien previsibles giros argumentales del guión, por otro lado, remiten a la obra maestra de Jacques Tourneur La noche del demonio (Night of the demon, 1957) –la posibilidad de trasladar la maldición a otra persona al ofrecerle el objeto utilizado para su realización, en este caso un botón del abrigo de Catherine–, mientras que a nivel visual hay referencias estéticas bastante explícitas a Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine symphonie des grauens, F. W. Murnau, 1922). En esta ocasión no hay ningún cameo del actor fetiche del director, Bruce Campbell, si bien el propio Sam aparece caracterizado como fantasma y la voz de Ivan Raimi aparece en la versión original en el personaje de un médico.

Hay en el filme momentos buenos, muy buenos incluso, pero demasiado dispersos a lo largo de un metraje de ritmo irregular e interés decreciente que no mantiene el mismo nivel de inventiva ni la misma intensidad, y que pierde enteros cuando centra su interés en las evoluciones de un místico mentalista (Dileep Rao), responsable indirecto del sacrificio del felino antes comentado, y de una médium (Adriana Barraza) a los que Christine ha recurrido como última esperanza y ante la incredulidad e inoperancia de su novio, tan perfecto como soso. La médium ya se enfrentó tiempo atrás a la criatura diabólica que persigue a la protagonista, Lamia [1], sin poder evitar la muerte de un niño pequeño (momento visualizado en un prólogo carente de la necesaria contundencia), y es la indiscutible protagonista de una aburrida sesión de espiritismo de la que se podría haber prescindido tranquilamente. En el cine del director norteamericano todos los intentos para combatir el mal, como ocurría ya en la trilogía iniciada con Posesión infernal, son estériles e infructuosos: esta vez, sin embargo, la trepidante y delirante montaña rusa del terror a la que nos tenía (mal) acostumbrados se queda en un correcto trenecillo de lo bruja, lo que es mucho en el depauperado contexto del género actual… Pero demasiado poco tratándose de Sam Raimi.



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