publicado el 15 de septiembre de 2009
¡Para esto era que lo habían inventado en un principio! El 3-D tuvo, ya desde su popularización en los cincuenta en la llamada “edad de oro” del cine tridimensional[ver nota][1] con La casa de cera (1952) [2] como piedra basal, una estrecha comunión con el cine de terror. En cada revival del formato podemos encontrar una serie de filmes del género representativas del período. Así, en la psicodélica década del sesenta, aparece una película como The mask (1961), filmada en blanco y negro pero con una serie de breves secuencias surrealistas en tres dimensiones. En los setenta, en plena expansión del cine porno, surge de las entrañas del cine underground americano Flesh for Frankenstein (1973), clásico de culto en el que Paul Morrissey combina terror y cine erótico en el por entonces vigente formato Space-Vision 3-D. En la siguiente década, en la que asesinos en serie, casas embrujadas y demás encarnaciones del Mal ocupaban las pantallas, franquicias como Viernes 13, Tiburón o Terror en Amityville tuvieron su versión en 3-D: Viernes 13 III, Tiburón 3-D y Amityville 3-D respectivamente.
Hernán Ballotta | Por eso era extraño que, hasta el estreno de San Valentín sangriento 3-D, esta nueva era del cine estereoscópico (¿la definitiva?) hubiera ignorado olímpicamente al género que había popularizado el formato en los comienzos y que le sirvió de medio durante gran parte de su desarrollo. En su lugar, Hollywood prefirió llevar a cabo filmes infantiles en 3-D, por la sencilla razón de que, como es cada vez más frecuente, el cine infantil es el género más redituable para la industria. Por eso San Valentín sangriento 3-D es una doble celebración: la del cine Slasher más tradicional, sin el tono engreído de autoconciencia que cobró el género en los noventa, y la del cine tridimensional, que vuelve a reencontrarse con su antigua pareja, proponiendo un festival de sangre y vísceras en relieve.
Una de las consecuencias más curiosas de la expansión reciente del cine en 3-D es que se comenzó a discutir, no sólo entre la crítica especializada sino también y fundamentalmente entre lo que se da a llamar “gran público”, sobre y alrededor de la "puesta en escena" [3], uno de los conceptos esenciales, sino el más importante, en el análisis cinematográfico. De este modo, las conversaciones sobre los atributos físicos de los actores, sobre lo bien o mal que está contada una historia, sobre el valor moral del mensaje que trasmiten, dieron lugar a precisiones sobre la forma (otro concepto fundamental para analizar un film, frecuentemente usado en relación al término anterior) en que los objetos “salen” de la pantalla hacia nosotros o “se hunden” en ella. En otras palabras, se comenzó a hablar sobre el espacio cinematográfico. Esto sucede porque el cine en 3-D propone una experiencia diferenciada de nuestro fluir cotidiano. Esta nueva tecnología sólo puede ser apreciada en salas de cine, distinguiéndose de este modo del cine a secas, que es consumido cada vez más de forma hogareña, es decir, dentro del ámbito privado y cotidiano. Por otro lado, para ver películas en 3-D son necesarios los ya famosos lentes, otro ‘plus’ de diferenciación (aunque, los que usamos lentes para ver en el día a día nos tenemos que ver expuestos a la ridícula experiencia de usar dos anteojos de forma simultánea). Además, y esto no es un elemento menor, el precio de la entrada para asistir a una función en 3-D es mayor que una entrada común, y aquí precio diferenciado es también experiencia diferenciada. El cine en 3-D, al constituirse como una forma de consumo diferenciado con sus propios ritos y reglas, se sustrae del discurrir cotidiano y vira la atención sobre sí mismo y sobre sus mecanismos de ilusión.
De todos modos, lo que realmente pone a la puesta en escena en el centro de la discusión sobre el cine en 3-D es que supone una percepción diferenciada no sólo de la cinematográfica tradicional, sino también de nuestra percepción cotidiana. A pesar de que este formato logra registrar de forma más precisa la profundidad de campo, y, por lo tanto, acercaría la experiencia del 3-D a nuestra forma de percepción común, el efecto es, extrañamente, el opuesto. Paradójicamente, esta técnica que complejiza la apreciación cinematográfica hacia un mayor “realismo” de la profundidad, resulta ser, a nuestra percepción, demasiado artificial, provocando una sensación ineludible de extrañamiento. En el 3-D, los objetos no avanzan hacia nosotros o retroceden hacia la pantalla de forma normal, sino de forma “acentuada”, necesariamente estilizada. Mientras más se acercan o se alejan los elementos dentro del cuadro, mayor es la distancia que, como espectadores, tenemos sobre el fenómeno. Esta distancia, esta descolocación frente a la obra que tenemos en frente, es lo que nos permite reflexionar sobre ella. Por eso la técnica del 3-D es tan apropiada para el cine de terror como para el de animación, porque nos ayuda a revelar los mecanismos de ilusión que en ambos géneros están tan intrínsicamente ligados a su génesis. Estos mecanismos son, naturalmente, la puesta en escena.
Es fácil determinar por qué la puesta en escena es central en el cine de animación. Al tratarse de pura invención, el realizador tiene que crear un mundo desde cero a partir de decisiones estéticas y recursos que constituyen la puesta en escena. ¿Pero por qué es tan importante en el cine de terror? Porque, más que en cualquier otro género clásico, el cine de terror requiere de una puesta en escena precisa para lograr su objetivo último: asustar. Su efectividad depende de la forma en que el realizador disponga o manipule los diferentes elementos. Por eso el cine de terror es, también, uno de los géneros más estilizados, aún en sus exponentes más áridos y secos. En este contexto, las tres dimensiones vienen a aumentar su capacidad de manipulación. En San Valentín sangriento 3-D los cuerpos desmembrados salen disparados en todas direcciones, el pico de minero del asesino de turno luce aún más amenazante cuando sale de la pantalla y los espacios oscuros, fuente de incertidumbre y frecuente escondite del malvado de slasher de manual, se hunden descomunalmente transformándose en verdaderos espacios negativos en la composición.
Volvamos a la película. ¿De qué trata? Como en el original de 1981 dirigido por George Mihalka, hay una serie de asesinatos en un pequeño pueblo minero el día de San Valentín que se vuelven a repetir diez años después de originados, con el mismo modus operandi y, al parecer, el mismo asesino. Éste, como en todo slasher que se precie, lleva un disfraz (en este caso, un traje y máscara de minero coronados por una linterna de frente), un arma blanca y gusta de culminar sus crímenes de una forma particular: abre el pecho de sus víctimas, les remueve el corazón y, en un dulce gesto que hace honor al título de la película, los envía a futuras víctimas en una caja de bombones con forma acorazonada. La película funciona como un whodunit gore, un poco como la versión original, aunque sin la carga claustrofóbica de aquella. Hay que admitirlo, San Valentín sangriento 3-D es un slasher del montón –y cuando digo “del montón” me refiero a los muchísimos slashers que se hicieron en los ochenta y que se dejaron de hacer porque cayeron en el desuso y la autoparodia-, con actuaciones subnormales, golpes de efecto que harían sonrojar hasta a los menos exigentes entre la platea y una falta de personalidad que el realizador Patrick Loussier no parece querer disimular. Pero esa es, justamente, su principal virtud: festeja el gore sin excusas o culpa y, lo que es aún más digno, sin guiñarle el ojo al espectador, como sucedía en la saga Scream, que de tanto guiño ya parecía tic nervioso. Esta remake no pretende, como tantas otras, actualizar el mito original, extrapolarlo del contexto (como tantas películas de j-horror ‘americanizadas’), o darle espesor psicológico, como hizo Rob Zombie con Halloween (y si lo intenta, lo hace de un modo tan tosco que resulta risible y entrañable). Lo que intenta es, simplemente, volver a disponer las piezas sobre el tablero y jugar de nuevo, que la primera vez había sido tan entretenida. Por eso ese aire de anacronía la recorre entera. Películas como ésta ya no se hacen en Hollywood. San Valentín sangriento 3-D dice tanto sobre nuestra época como la original decía sobre la suya. Tal vez menos, pero ese es el punto. Si el cine de terror industrial es, en estos días y con pocas excepciones, de un nivel francamente paupérrimo ¿por qué no volver a mejores tiempos? A los de Halloween, Martes 13, Pesadilla o, como lo hace esta película, a los de San Valentín sangriento.
Seamos sinceros: si no fuera por el 3-D, mis (tal vez desmedidos) elogios para San Valentín sangriento 3-D no tendrían razón de ser. Aún más, calculo que el visionado de esta película en formato tradicional sería, probablemente, una gran pérdida de tiempo. Pero la perfecta pertinencia fílmica en 3-D del cine de terror en general y del slasher más trippero (de tripas, pero también de viaje alucinado) en particular me hizo salir en defensa de esta baratija querible. El cine estereoscópico encontró en el terror su vehículo ideal no sólo porque nos ayuda a reflexionar sobre él y sus mecanismos de ilusión, sino también porque plantea una nueva forma de percepción de los objetos en el cuadro. Es cierto, películas como ésta o las muchas que le van a seguir (por lo pronto, Destino Final 4 y Halloween 3) no van contribuir a desarrollar la “poética de las tres dimensiones”, como sí lo hacen Henry Selick, Pixar o, esperemos, James Cameron y Tim Burton. Lo que sí van a lograr es un “materialismo monumental” del 3-D, en el que la carne lacerada agigantada en la sala de cine cobra materialidad y relieve para nuestro disfrute. Nosotros, los diminutos espectadores anteojudos frente a la enorme Nueva Carne, les rendimos tributo.