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publicado el 29 de junio de 2010

Adiós a Freddy Krueger

En poco más de siete años, el temible productor y director Michael Bay ha apadrinado con estrepitoso éxito hasta cinco remakes de populares películas de terror de las décadas de 1970 y 1980, empezando por La matanza de Texas (The Texas chainsaw massacre, Marcus Nispel, 2003) y acabando por esta nueva versión del filme homónimo dirigido por Wes Craven en 1984, objeto ya de siete continuaciones y pistoletazo de salida de una de las franquicias más exitosas del último tercio del siglo XX. Pesadilla en Elm Street: El origen recuperó su millonaria inversión en su primer fin de semana de exhibición en Estados Unidos y va camino de convertirse en un bombazo de taquilla, pero ni siquiera las más estajanovistas teorías de explotación comercial pueden justificar el atentado cometido contra el principal icono del horror adolescente de los últimos años.

Pau Roig |

Más incluso que el ridículo remake de Viernes 13 (Friday the 13th, Sean S. Cunningham, 1980) realizado por Marcus Nispel en 2009, la película de Samuel Bayer revela de manera diáfana los métodos mercenarios de Bay, convertido nadie sabe muy bien cómo ni por qué en una de las personalidades más influyentes del Hollywood actual: para el productor y realizador una película es como un churro de miles de millones de presupuesto, una pieza más –no necesariamente la primera ni la más importante– de un engranaje industrial que tiene como único objetivo la rentabilidad económica. A cualquier precio, de cualquier manera, pero siempre dentro de los márgenes del sofocante e intolerable ambiente de corrección política imperante en Estados Unidos. Sólo así se explica la banalización total y absoluta de los personajes y las situaciones de la película original de Craven (el director y guionista ni siquiera se le ofreció la posibilidad de participar en esta nueva producción, con su consiguiente pataleta), su absoluta falta de atmósfera y, más allá, la conversión de un asesino de niños sádico y depravado capaz de atrapar a sus víctimas en el mundo de los sueños para matarlas en el mundo real en una pobre caricatura de sí misma. El Freddy Kruger de Pesadilla en Elm Street: El origen no es Freddy Krueger, es una fotocopia deslucida y torpe del personaje original que no asusta ni divierte, es un monigote idiotizado que quizá habría ganado un poco de dignidad si alguien lo hubiera privado del don de la palabra; sus adversarios / antagonistas, mientras tanto, parecen sacados de una versión de Scream (Vigila quién llama) (Scream, Wes Crave, 1996) realizada expresamente para Disney Channel: guapos, atléticos, inteligentes, no fuman, no beben ni practican el sexo, aunque lo más absurdo del caso –defecto extensible a todas las temibles producciones de “terror adolescente”– es que a sus veintitantos años pretendan pasar por estudiantes de secundaria.

La cobardía de Bay y del debutante Samuel Bayer, realizador hasta el momento especializado en videoclips, va aún más allá, aunque también tienen su parte de culpa los guionistas Wesley Strick –resposable tiempo atrás del demencial libreto de Lobo (Wolf, Mike Nichols, 1994)– y el hasta ahora desconocido Eric Heisserer, que cambian de manera notable la estructura del filme original (especialmente en la segunda mitad) pero, al mismo tiempo, se muestran incapaces de desmarcarse de ella. Pesadilla en Elm Street: El origen, de hecho, es un remake que juega a no serlo: los cambios respecto a la cinta de Wes Craven son tan sustanciales como inoperantes y cada vez que trata de acercarse al original –de manera especial en la recreación torpe y mojigata de algunas de sus “muertes creativas”, sustituyendo los artesanales efectos originales por insípidos efectos generados por ordenador– lo hace sin ninguna convicción, con una frialdad y una falta de confianza que convierten los torpes plagios del remake de La profecía (The omen, Richard Donner, 1976) firmado por John Moore en un prodigio de inventiva. Más allá del cambio de nombre de la mayoría de protagonistas (mejor dejar de lado decisiones tan absurdas como la omisión de la música original de Charles Bernstein o el extraño lifting que ha experimentado el rostro demacrado del psicópata), la principal novedad de la propuesta, si es que se puede considerar como tal, radica en una mayor profundización en la vida de Krueger antes de su conversión en el asesino del mundo de los sueños, aspecto apenas tratado en el primer título pero sí en el episodio piloto de una serie inspirada en el personaje, Las pesadillas de Freddy (Freddy’s nightmares, 1988–1990), titulado “Acabar con Freddy” y firmado por Tobe Hooper. El personaje deja de ser el asesino de niños liquidado por los padres de sus víctimas tras su puesta en libertad a causa de un error judicial para convertirse en un pedófilo que trabajaba de jardinero en la guardería en la que estudiaban los mismos chicos y chicas que ahora deben hacerle frente en sus pesadillas, una opción no demasiado descabellada e incluso interesante pero que pronto se revela ridícula; pese a recrear una historia de sobras conocida, la trama juega de manera absurda la carta de la ambigüedad: durante la primera mitad del metraje, así, la improbable pareja que forman Nancy (Rooney Mara) y Quentin (Kyle Gallner) creen que Freddy fue injustamente acusado de abusos sexuales y maltratos a menores y que ahora busca vengar su muerte. Esta idea, tan absurda como equivocada, les llevará hasta la antigua guardería, ahora abandonada, dónde descubrirán la guarida oculta de Krueger y, escondidas en un cajón, una serie de fotos escabrosas –escrupulosamente elididas a los espectadores, claro está– que prueban de manera irrefutable las atrocidades que allí se cometieron. Esta lúgubre habitación será el escenario de un clímax final hasta cierto punto similar a la torpe resolución de la película original, en la que la intrépida protagonista (Heather Langemkamp) conseguía derrotar al asesino sólo con leer un manual de autodefensa y preparar cuatro trampas. Aquí Nancy se quedará dormida voluntariamente para encontrarse con Freddy en el mundo de los sueños y al ser despertada por Quentin lo arrastrará al mundo real –sobre el que el asesino parece que no tiene ningún tipo de poder– para poner así fin a sus atrocidades.

Igual que en la película de Craven un epílogo efectista deja la historia abierta al rodaje de una continuación que parece que ya se está gestando (Bay es un genio del marketing y las finanzas, eso nadie lo pone en duda), pero para quién esto suscribe Pesadilla en Elm Street: El origen supone el fin de Freddy Krueger, al que ni siquiera un actor de la reconocida solvencia de Jackie Earle Haley –nominado al Oscar al Mejor Actor Secundario por su papel en Juegos secretos (Little children, Todd Field, 2006)– consigue dotar de un mínimo de vida interior o poder de fascinación, muy lejos de la entrega, casi podríamos decir la identificación con el personaje del actor que lo había interpretado hasta la fecha, Robert Englund. La asepsia, la insipidez, también la ausencia absurda de ironía o de humor negro, son los principales novedades de una producción pensada y ejecutada para las plateas adolescentes idiotizadas con los libros y las películas de vampiros postmodernos de Stephanie Meyer y que ni siquiera saben quién es John Carpenter. Un título castrado ya desde su propia concepción, que desdibuja hasta niveles (demasiado) cercanos al insulto a un personaje que pertenece ya al imaginario popular y que nunca debería haber vuelto a despertar en el mundo real.


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