publicado el 21 de diciembre de 2010
Lluís Rueda | Que Álex de la Iglesia debía volver a su ácido, corrosivo e impertinente discurso tras su tibia incursión en el thriller de aromas polanskianos con Los crímenes de Oxford (2008) era, sin duda, algo inevitable (o deseado por todos). Con Balada triste de trompeta, el director de El día de la Bestia cierra el circulo de una obra que arrancaba con la arrolladora Acción mutante (1993) y que hallaba su punto culminante en La Comunidad (2001), aquella esperpéntica mezcla entre los tebeos de Ibáñez y la obra de Berlanga. Pero en todas sus etapas, desde la hedonista incursión fronteriza de Perdita Durango (1997) o la magistral traslación de la España pop-franquista de Muertos de Risa (1999), el director bilbaíno siempre se vio acompañado por el guionista Jorge Gurricaechevarría. Al hilo, uno se pregunta, ¿por qué justo cuando el realizador afronta uno de sus proyectos más ambiciosos (personales) prescinde de los servicios de uno de los mejores guionistas de este país?, y eso ha ocurrido justamente con Balada triste de trompeta. Hay quién se atrevería a compararlos al tándem Berlanga-Azcona y no es del todo desatinado ese paralelismo.
Balada triste de trompeta adolece de un guión preñado de ansiedades y formulado a golpe de efectismo, factor crítico para un filme que se propone narrar una historia de venganza y locura gestada desde las tumefactas catacumbas de la Guerra Civil y la desidia identitaria de la España del tardofranquismo. Pero, por otro lado, el espectador hallará en las costuras imperfectas del filme, en sus apresuradas desmesuras, todo un abanico de referentes cinéfilos y retazos folclóricos que cazan al vuelo esencias de Luces de Bohemia y Los Santos Inocentes, los Chirripitifláuticos y Raphael, el yugo y las flechas y Alfredo Armestoy, la Costa del Sol y Kojak o Chicho Ibañez Serrador y Millán-Astray. Álex de la Iglesia es un cronista atípico, un tintinólogo que aprehende modismos y fórmulas del panorama internacional para sacar a la luz el indecoro de una sociedad bárbara y resentida, una sociedad que esconde los fantasmas de la posguerra bajo los braseros de sus casas. Por eso Balada triste de trompeta había generado tantas expectativas; la historia de dos payasos despedazándose por el amor de una trapecista, uno Julián (Carlos Areces) el payaso triste y huérfano de una infancia arrebatada por la Guerra Civil, el otro, Sergio (Antonio de la Torre) un payaso alegre psicótico maltratador y lumpem, prometía una versión hipervitaminada de Garras humanas (1927) de Tod Browning que puede vislumbrarse a instantes pero que, a la sazón, queda diluida entre la tosca exposición de violencia explícita, retazos Gore, insania visual y un caudal de irreverencia casi paranormal.
Balada triste de trompeta es un filme que aborda la locura y el asesinato sin piedad, un vía crucis con aromas a Santa Sangre (1989) de Alejandro Jodorowski, Zampo y Yo (1965) de Luis Lucía o Volver a nacer (1973) de Javier Aguirre. Especialmente meritorios resultan los espectaculares títulos de crédito que combinan religión, iconografía falangista, imágenes de archivo de TVE en una combinación casi telúrica que pone los pelos de punta (Solo faltaban imágenes del filme de Basilio Martín Patino Queridísimos verdugos (1997)). Pero cabe hablar de Balada triste de trompeta por segmentos, dado que como en Muertos de Risa, el realizador, se esfuerza en crear un tableaux vivant del franquismo desde el alzamiento hasta el atentado de Carrero Blanco y cada avatar de la desgraciada vida de Julián va íntimamente unido a la mascarada social, religiosa, cultural y política que vivió España durante gran parte del siglo XX. Magistral, onírico y casi diabólico resulta el arranque del filme en el que el padre de Julián, interpretado por Santiago Segura, es reclutado forzosamente para formar parte de una avanzadilla republicana vestido de payaso, con peluca de mujer y machete sanguinario en la mano. Es en ese tipo de planteamientos demenciales en los que el realizador deja poso, donde nos seduce y nos agita. Pero las penumbras de este relato que hace de un payaso un monstruo demencial, ¡qué grande es Carlos Areces!, funcionan con desigual prestación según el vaivén de un relato excesivamente sujeto a razonamientos azarosos y contaminado por secundarios que habitan, sin ton ni son, en cierta coralidad berlanguiana, y siempre en instantes innecesarios. Si fantásticos son los tramos en que Julián, tras ser agredido brutalmente por Sergio, acaba vagando por los bosques como un Romasanta, como un monstruo de Frankestein o el inicio del tercer acto en los túneles del Valle de los Caidos con las jaulas de felinos y la actuación de un fantasmal Raphael proyectado contra la oquedad de la roca, excelsas también resultan algunas secuencias puntuales como aquella en un restaurante de carretera con un pollo y un chiste de fetos (no me extraña que Tarantino quedara rendido ante este filme). En resumen cabe decir que Balada triste de trompeta se descompensa en torponas escenas de transición como la de la operación facial de Sergio, la de la familia con niños en el restaurante o la de la cacería con Franco (esta especialmente forzada y lamentable). En general el guión del filme parece sobrealimentado por gags de trazo grueso y muestra carencias de principiante: véase unos diálogos poco trabajados, impertinentemente tópicos. Ahí es justo donde uno echa a faltar la mano de Jorge Gurricaechevarría.
Por lo demás estamos ante un filme de Álex de la Iglesia absolutamente destilado de maniqueísmos, frontal y negro como el pico de un grajo. Un retrato sesgado de perdedores que intenta ridiculizar a los vencidos tratando un magnífico paralelismo entre el payaso alegre y el dictador. El esperpento de Valle Inclán impera en la última película de Álex de la Iglesia y eso fortalece su estructura más allá de cuatro conatos de aluminosis. En la retina nos queda un tramo final de hipnótica violencia, de insania sofocante y la sensación de que el director vasco por fin ha realizado la película que ansiaba desde hacía tiempo, un ejercicio anárquico y brutal en el que colocar todas sus obsesiones culturales y, sobretodo, dejar clara una premisa: los auténticos Payasos eran los afines al Régimen.
Si hemos de escoger entre disfrutar abiertamente entre la grotesca alucinación parida por Álex o perder el tiempo mostrando las carencias de su estructura yo me quedo con lo primero, Balada triste de trompeta es un filme que deja poso y robará horas de sueño a los coulrophobicos, con eso debe bastarnos.