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publicado el 6 de abril de 2011

Seres fugaces

Marta Torres | Adaptación a la gran pantalla de una conocida novela del escritor inglés de origen británico Kazuo Ishiguro, Nunca me abandones (Never let me go, 2010) es la segunda película de Mark Romanek, un autor que sorprendió en 2002 con el thriller Retratos de una obsesión después de una extensa carrera como realizador de videoclips. Por su parte, Ishiguro no es un recién llegado al mundo de las adaptaciones cinematográficas. Del mismo autor son las historias que inspiraron The saddest music in the world, adaptada por Guy Maddin, Lo que queda del día y La condesa rusa, ambas dirigidas por James Ivory. En muchas de sus historias, Ishiguro se fija en personajes que han renunciado a una parte muy importante de su vida a favor de una idea casi inhumana de las obligaciones morales. Es el caso del solitario mayordomo interpretado por Anthony Hopkins en Lo que queda del día, y lo es también en el caso de la película que nos ocupa.

Nunca me abandones se adentra en un territorio querido por los fans de la ciencia ficción, la exploración de una sociedad alternativa en la que parte de los que la habitan no pueden considerarse seres humanos con plenitud de derechos. No obstante, a diferencia de lo que es habitual en este tipo de películas, la acción no está situada en el futuro sino en el pasado, entre los años 1960 y 1990, ya que la ruptura entre esta sociedad imaginada y la nuestra se produjo durante las primeras décadas del siglo XX. La película combina algo de las obras de anticipación con los mecanismos de la recreación histórica. No me dejes nunca tiene el aire nebuloso de un recuerdo imaginario, en el que reconocemos, fuera de contexto, elementos de nuestro propio pasado (los modelos de automóvil, las modas, los peinados, los colegios británicos…) y el regusto de lo que no puede ya modificarse.

A este efecto se añade que la película entera es un ejercicio de evocación. La obra empieza cuando Kathy H, interpretada por una estupenda Carey Mulligan, recuerda su pasado y en especial su relación con Ruth (Keira Knightley) y Tommy (Andrew Garfield) desde que se conocieron en un idílico internado británico hasta que tuvieron que afrontar, una vez adultos, que el objeto para el cual habían sido creados es el de donar todos sus órganos. Crecer para morir en un quirófano, sin giros dramáticos, sin sorpresas… y entremedias, la posibilidad de amar, tal es el destino que creó Kazuo Ishiguro para sus personajes.

A la manera de los habitantes de El bosque, de Shyamalan, el internado educa a los niños en la aceptación de un destino rígido y les evita todo contacto con el exterior. Los personajes son mucho más inocentes que nosotros pero actúan, a la vez, como una metáfora de nuestros deseos y anhelos: vivimos sin rebelarnos, creemos en salvaciones imposibles, amamos, nos enfadamos y buscamos un sentido a una vida demasiado corta. A este extrañamiento contribuye el hecho que toda la primera parte de la película, la que explica su vida en el internado, está narrada según los usos y los modos de las películas de época en escuelas y campiñas inglesas. La estética se presta a las rigideces de una sociedad que pone las obligaciones por encima de los deseos pero que, sin embargo, se ciñe con alegría a la memoria de un pasado irrecuperable. A la manera de ejercicios nostálgicos como la serie Retorno a Brideshead, los alumnos convierten el internado en un punto de anclaje feliz y relativamente seguro, lejos del punto de sin retorno en que empezaron a ser meros espectadores de su vida.

El director Mark Romanek y Alan Garland, el guionista que ha adaptado la obra, evocan este territorio habitado por fantasmas con sus paisajes lentos, claramente subjetivos, un ritmo cadencioso y una mirada triste, lúcida e irrevocable. Romanek aleja a los protagonistas de casi cualquier ligazón con la sociedad, de la que viven apartados. Los sitúa en paisajes espléndidos, pero desiertos e inmensos, en los que los éstos se pierden (un barco varado en una playa, una pueblo costero que parece abandonado), casi siempre solos o con otros como ellos. Los hospitales casi siempre aparecen como lugares fantasmales, habitados por médicos a los que nunca se les ve más que las manos o la espalda.

Los protagonistas están solos y aceptan su destino con una rara dignidad. Son fantasmas puestos al margen de la sociedad a la que deben salvar, como muestra un bello plano en el que espían el interior de una tienda donde los seres humanos reales viven sus vidas y de los que están separados por un cristal impenetrable. Ellos, los “otros” ni siquiera los ven, ya sea por culpabilidad, ya sea porque viven ajenos a su dolor.

Personajes breves

El cine tiene una especial predilección por llevar a la gran pantalla a personajes de vida breve. Su fugacidad da pie a dramas existenciales y retratos de seres condenados y románticos. El caso más conseguido es el de los replicantes de Blade Runner (Ridley Scott), programados para vivir unos pocos años y obsesionados por encontrar a su creador y prolongar sus vidas. En otro orden de cosas, nos encontramos a seres solitarios, amenazados por un mundo hostil y en un proceso de envejecimiento inusualmente rápido. Es el caso del personaje extraterrestre que interpretaba David Bowie en El hombre que cayó a la Tierra. Son personajes fuera del mundo, que viven sus vidas fuera de contexto y al margen, o en contra, del resto de sus congéneres. Benjamin Button en El curioso caso de Benjamin Button, un personaje que vive al revés (nace viejo y muere joven) representa el caso extremo, mientras que los vampiros (seres inmortales) representan el contrapunto a los seres fugaces de los que hablábamos al principio si bien, curiosamente, representan casi lo mismo: la vida efímera, el paso inexorable del tiempo.


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