publicado el 22 de febrero de 2013
Lluís Rueda | Es encomiable que un de los tándems más relevantes del cine de ciencia ficción de principos de siglo XXII como son Andy y Lama Wachowski (responsables de la saga Matrix), hallan aunado talento con el realizador alemán Tom Tykwer (La princesa y el guerrero, Heaven) para crear un filme tan arriesgado y a contracorriente como El Atlas de las nubes. Una cinta de tesis en lo estructural pero ciertamente inconsistente en su mensaje e intenciones generales. El filme está basado en una novela homónima de David Mitchell del 2004 que expone una relato coral acerca del impacto de las decisiones individuales y cómo pueden repercutir directamente en acontecimientos situados en estadios de tiempo múltiples y en lugares diversos. Si bien la idea resulta más que interesante y algunos de estos relatos funcionan casi de manera individual, lo cierto es que, en general, quedan algo deslavazados e incluso algunos resultan inoportunos remiendos genéricos en un galimatías espacio-tempal que podría haber funcionado si se hubiesen fusionado menos historias y se hubiesen entrelazado por paralelismos de peso y no anécdotas azarosas (cogidas con pinzas, las más de las veces). En este goteo de historias thrillescas, azañas portentosas y cotidianas aventuras se reinventan en diferentes papeles actores de peso como Tom Hanks, Halle Berry o Jim Broadbent, con diferentes resultados que van desde las reiterativas sobreactuaciones de Hanks o Hugo Weaving a los intermitentes aciertos de Broadbent, Berry o Jim Sturgess. Hay roles, personajes y peluquines para conformar una decena de películas y gestionar eso bajo una coartada experimental a lo largo de tres horas es irremediablemente complejo.
La declaración de intenciones del novelista David Mitchell es preclara:
"...como una especie de mosaico puntillista: nos mantenemos en cada uno de los seis mundos sólo el tiempo suficiente para que el gancho se hunda, y de ahí que los dardos de la película de un mundo a otro vayan a la velocidad de un plato giratorio, revisando cada narrativa durante el tiempo suficiente para impulsarlo hacia adelante”.
Pero por desgracia esa equidistante pulsión narrativa que funciona en su novela, a nivel fílmico hubiera necesitado de una cirugía específica, tijeras y una concepción más metafórica y esencial para encajar tantos factores sospechosos. La ambición narrativa que propone el filme conforma un descomunal cajón desastre que nos deja huérfano de referentes, continuidad... y que nos remite irremediablemente a otros inventos fílmicos similares que funcionan a las mil maravillas como la obra maestra del anime Millenium Actress (Sennen Joyū, Satoshi Kon, 2001) o la muy reivindicable Sucker Punch (Id., Zack Snyder, 2011).
Hay fragmentos deliciosos que funcionan como una unidad autónoma de manera magistral como 'Cartas desde Zedelghem', en la que Ben Whishaw interpreta a un joven músico bisexual que en 1936 es tiranizado por un compositor anciano, con un desenlace poético y fascinante; o el más específicamente distópico, 'Una Oración de Sonmi-451', trepidante thiller futurista ambientado en Corea, cargado de acción y de excenlentes pasajes que acaso adolece de no ser ni idiomática ni estética genuínamente oriental. En su desenlace resulta un tanto tópico, pero con todo, su poso de space opera resulta del todo epatante. De menos interés, pero un tono de comedia amable es 'El Horrible Calvario de Timothy Cavendish', protagonizado por un editor de 65 años de edad que acaba en un geriátrico de manera prematura. El resto, la historia de la periodista Luisa Ray, casi un remedo exploit de un buen filme de espionaje; el relato de amistad interacial de Adam Ewing en el sur del Océano Pacífico en 1849 o el eje vertebrador de todo el filme, la historia post-apocalíptica ambientada en 2321 e interpretada por Tom Hanks como el superviviente Zachary, resultan del todo incongruentes e insustanciales en el conjunto y a nivel individual.
En resumen, el esquema prosístico tiene unas herramientas y unos mecanismos muy precisos que pueden permitir fugas constantes y sangrías varias, pero llevar esa esencia al cine con voluntad experimental y vocación comercial necesita de otra orquestación, y quizá, de otros músicos.