publicado el 12 de febrero de 2006
Juan Carlos Matilla | LA PERSONALIDAD MÚLTIPLE Y LAS MENTES ESCINDIDAS han sido verdaderos filones para el cine fantástico y de intriga desde que el psicoanálisis se introdujo en la temática clásica del género. Cineastas como Alfred Hitchcock, Brian De Palma, Robert Mulligan o David Lynch, han realizado algunas de sus mejores obras a partir de este motivo tan rico en detalles acerca de la fragilidad de la identidad humana y sus métodos de representación visual. De hecho, uno de los mayores atractivos de este tipo de thrillers psicológicos es la visualización de la realidad alterada de las mentes enfermas, un ámbito en el que pueden converger tanto excelentes ideas de puesta en escena como insufribles desaguisados narrativos (en los últimos años hemos sido testigos de notables ejemplos de lo primero –Identidad, 2003, de James Mangold– como de flojas muestras de lo segundo –Alta tensión, 2003, de Alexander Aja–). Entre ambos extremos se sitúan obras como la reciente Trouble (2005) de Harry Cleven o la que nos ocupa, la curiosa Laberintos (Dédales, 2003), del experimentado director galo René Manzor, una irregular pero poderosa aproximación a los demonios de la mentes enajenadas que, a pesar de sus desequilibrios, contiene más de un acierto parcial que la sitúan muy por encima de algunos títulos similares recientes como Hipnos (2004) de David Carreras o Trauma (2004) de Marc Evans.
Laberintos narra la angosta peripecia de Claude (Sylvie Testud), una serial killer que padece de un severo trastorno de la personalidad múltiple. Tras ser procesada por la muerte de más de una veintena de víctimas, Claude es ingresada en un sanatorio en el que será tratada por un psiquiatra (Lambert Wilson) que intentará descubrir la verdadera naturaleza del mal de la joven. Hasta aquí, la premisa del filme no puede resultar menos original y, de hecho, gran parte del metraje de Laberintos se mueve dentro del más absoluto convencionalismo. No obstante, el gran acierto de la película radica en su serenidad formal (exenta de fútiles salidas de tono y giros inútiles), en el impecable trabajo de sus actores, en la rigurosidad de la puesta en escena de Manzor (cuya adecuación al relato permite adivinar la conclusión del filme sólo con observar qué recursos visuales escoge el realizador) y en su apasionante final, en el que se reformula todo lo visto anteriormente para mostrar una nueva dimensión dramática, donde los principales espacios y personajes son transformados radicalmente sin caer en la excusas argumentales forzadas. Así, el equilibrio formal y el arrojo conceptual se funden en un filme que, sin destacar especialmente respecto al cine fantástico europeo actual, acaba convirtiéndose en una de sus propuestas comerciales más interesantes.