publicado el 21 de marzo de 2019
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No conectaba de una manera manifiesta con el cine de Pedro Almodóvar desde el primer tramo de la década del 2000, es decir desde que rodara Hable con ella (2002), La mala educación (2004) y Volver (2006), probablemente esta última su mejor película hasta la presente Dolor y gloria. En su nueva propuesta, el realizador regresa a lugares comunes de la mejor versión de su cine con una mirada nostálgica, lúcida y un equilibro entre melodrama y comedia reconfortante y perdurable. Desde los hipnóticos títulos de crédito con la espléndida composición musical de Alberto Iglesias a esa inmersión a un pasado idealizado de lavanderas, canciones populares de un evocado mundo rural, Dolor y gloria arranca como una deliciosa pieza costumbrista y cosquillea para que nos quedemos. Partícipes de que transitaremos entre la sensibilidad del realizador desencantado, aquejado de dolor, y la mirada inocente del niño que fue, el viaje de ida y vuelta se hilvana con elegancia, poesía y convicción.
Lluís Rueda | Almodóvar se sabe dotado para el juego de perspectivas a la hora de retratar las pulsiones que le han alimentado durante su vida y su obra; ese juego entre el amor por el cine, los iconos religiosos, la obsesión por la madre (aquí encarnada por Penélope Cruz en el pasado y Julieta Serrano en el presente) mediante un metalenguaje fresco, el sexo y el amor, las adicciones y los éxitos efímeros. Todo fluye de manera natural y preciosista alrededor de la figura del director Salvador Mayo, interpretado con maestría por un Antonio Banderas sorprendente; por cierto, también en un punto de madurez adecuado para matizar el ocaso con la mirada y el gesto. Banderas es un actor que luce mejor bien arropado, y en Dolor y gloria vemos sus mejores recursos en las escenas compartidas con Asier Etxandia que encarna al actor acabado Alberto Crespo.
Señalar que el filme ofrece una par de gags espléndidos protagonizados por el actor heroinómano y el director retirado (en la ficción, se entiende). Y quizá sea ese dueto improbable el que se nos alcanza más arraigado a la realidad, al presente lacerante, pues lo demás es un filme de fantasmas y fantasmagórico, a la manera de Fresas salvajes (1957) de Ingmar Bergman, cuyo influjo en la estructura y delicadeza del filme siempre está presente; pero también, o puede que incluso más, mirándose en el cine de Vincente Minnelli, y particularmente en su cinta Dos semanas en otra ciudad (1962), la amarga prolongación de Cautivos del mal (1952).
Un relato de espectros que oscila entre retratos y estampas de la niñez, cines de verano y despertares; y el Madrid pop de los ochenta, un campo de minas que Pedro Almodóvar somete a crítica y en cierto modo relativiza de una manera loable y atinada. Dolor y gloria recuerda en algo a La gran belleza (2013) de Paolo Sorrentino, cierto, pero el de Almodóvar es un en sí un filme de estética difícil de imitar, pues uno de los fuertes de su cine es la imaginería y la cromática provocativa a lo Douglas Sirk, también sus excesos emocionales como sello de identidad.
Pero el melodrama siempre requiere de cierta honestidad personal, y ese plus había abandonado el cine de Almodóvar hasta convertir sus películas en artefactos con marca propia, cierto, pero también con una alarmante desazón emocional. En Dolor y gloria ese equilibrio regresa y embarga. Por otro lado, algunas secuencias como la encarnada por Antonio Bandearas y Leonardo Sbaraglia (ese amor truncado del pasado) en el último tramo del filme, pudieron ser más contenidas, más sutiles, menos exhibicionistas en el tono, pero si así fuera el Almodóvar que nos hipnotizó especialmente en la década de 1980 sería otra cosa, otro tipo de director y de creador. Celebramos su nueva apuesta, un filme de tono y mirada marcadamente masculino que nos hace en algunos instantes trasladarnos a la inigualable La ley del deseo (1987), vaya que sí.