publicado el 2 de octubre de 2006
Pau Roig | Poe en la factoría Universal: la improbable fidelidad II
Tanto o más estrambótica que la carrera de Florey es la carrera del austríaco Edgar G. Ulmer (1904–1972), uno de los numerosos técnicos y cineastas europeos que emigraron a los Estados Unidos a mediados de la década de los veinte (en su caso, lo hizo cómo escenógrafo y bastantes años antes del advenimiento del nazismo en Alemania: fue contratado por Carl Laemmle en 1924).
Su impresionante currículum primero teatral y luego cinematográfico, desarrollado principalmente en Berlín, hacía pensar en una fulgurante carrera cinematográfica paralela a la desarrollada en Estados Unidos por otros emigrantes europeos (Paul Leni, F. W. Murnau y Ernst Lubitsch, Fritz Lang, Billy Wilder o Robert Siodmak, entre otros), pero Ulmer se mantendría absolutamente fiel a la serie B, prefiriendo trabajar con pequeñas productoras independientes –especialmente, la Producer Releasing Corporation– que le garantizaran el control absoluto de sus películas que para la gran industria. A lo que habría que añadir el hecho, poco tenido en cuenta, que apenas se conservan una veintena de las más de cien realizaciones, entre documentales, largometrajes y cortos, que realizó a lo largo de su dilatada carrera profesional.
Por todo ello, y también por otras particularidades, Satanás no es sólo su película más conocida y recordada, sino también una de sus (muy) escasas incursiones en terrenos cercanos a la serie A (de hecho, es su única producción realizada para la compañía Universal, con un presupuesto sensiblemente superior al filme de Florey –unos 230.000 dólares– y sin noticias que hablen de “intromisiones” de Carl Laemmle Jr.). Visto así, quizá no resulta tan sorprendente que el filme difiera, de manera bastante radical, del espíritu y de las intenciones no sólo del grueso de la producción terrorífica de la compañía, sino también del original literario de Poe en qué teóricamente se basa, El gato negro (1843), que ya había conocido diversas versiones cinematográficas durante el cine mudo.
La película es uno de los más contundentes y malsanos retratos del horror y de las terribles consecuencias de la guerra nunca filmados
Ulmer, en numerosas entrevistas, declaró que la presencia de Poe en los títulos de crédito obedecía sólo a motivos comerciales, y que su principal fuente de inspiración para el filme fue la vida y la obra del conocido escritor satanista Alesteir Crowley (1875-1947). Las relaciones de Satanás con el relato del escritor norteamericano, más allá del título y de la presencia en la trama de un gato negro que cumple una función más decorativa que otra cosa (el personaje que interpreta Bela Lugosi siente un pánico extremo hacia los felinos), son inexistentes. En lugar de la macabra trama de celos y venganza imaginada por Poe, y de la atmósfera mítica impuesta como marca de estilo de la Universal por las producciones de Tod Browning y James Whale, Ulmer y el guionista Peter Ruric (1902-1966) construyen un enfermizo poema de muerte y destrucción que ejemplifica, con inesperada contundencia, el inmenso poder sugestivo, o mejor, metafórico, del cine de terror: la película es uno de los más contundentes y malsanos retratos del horror y de las terribles consecuencias de la guerra nunca filmados.
Ulmer sale airoso de un reto nada fácil: después de numerosos proyectos frustrados anunciados a bombo y platillo por la compañía, Satanás es la primera producción Universal que, por fin, enfrentaba a Bela Lugosi y Boris Karloff, las dos más grandes estrellas del cine de terror del momento, pero en dos papeles diametralmente opuestos a los que les habían dado la fama (Drácula y la criatura de Frankenstein) y en un contexto histórico marcado por el ascenso del nazismo en Europa, hecho que dota al conjunto de un tono premonitorio realmente escalofriante. Carlos Losilla escribe acertadamente al respecto: "el comentario explícito de que el terror es una creación del propio hombre –la guerra y sus consecuencias– (...) aporta un factor de literalidad que convierte al filme en el más revolucionario y subversivo de su época: los «monstruos» hunden sus raíces en una de las más sangrientas actividades humanas, la guerra, que a su vez sirve de lóbrega premonición de los tiempos que se avecinan. En este sentido, la proyección creada por el filme se vuelve intencionadamente contra él (...) y acaba dinamitando sus propias bases, convirtiéndolo finalmente en una evidentísima parábola sociopolítica" [4].
"¿Acaso no morimos ambos aquí, en Marmorus, quince años atrás? ¿No somos víctimas de la guerra como aquellos cuyos cuerpos fueron destruidos? ¿No somos muertes vivientes?" le pregunta el eminente arquitecto Hjalmar Poelzig (Karloff) al no menos eminente psiquiatra húngaro Vitus Verdegast (Lugosi) en uno de los momentos más recordados de la película, que muestra en un sugestivo encadenado de planos los siniestros sótanos vacíos de la mansión de Poelzig. La frase no es en absoluto gratuita: tal y cómo Ulmer se ha encargado de ir subrayando de manera magistral a través de la puesta en escena, ambos personajes son fantasmas, huellas borrosas de un pasado oculto que se niega a desaparecer y que contamina el presente (¿la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial?).
Poelzig, antiguo comandante del ejército alemán, traicionó a su país y a sus hombres al "vender" el fuerte Marmorus al ejército ruso, sobre las ruinas del cual edificó años más tarde una moderna mansión de vanguardia, dónde vive completamente aislado del mundo y bolcado en unas prácticas satánicas que no tienen otro fin que el culto a la muerte. Verdegast, por su lado, vive sólo para la venganza: Poelzig lo apartó de su mujer y de su hija y después de la guerra pasó quince años en prisión; su viaje, su regreso al lugar dónde empezó todo, es un viaje sin retorno. "No es extraño que hayas escogido este lugar para construir tu casa. Una obra maestra de la construcción erigida sobre las ruinas de la obra maestra de la destrucción, la obra maestra del homicidio", exclama Verdegast a Poelzig al poco de llegar a su mansión.
La puesta en escena de Ulmer se encarga de subrayar constantemente pero sin redundancias ni efectismos el mal, por llamarlo de alguna manera, que domina las almas enfermas de Poelzig y Verdegast, dos "monstruos" más inquietantes (e incluso más políticamente incorrectos) que cualquier criatura sobrenatural
A diferencia de la mayoría de sus posteriores colaboraciones en otros filmes del género, la (previsible) relación de oposición, el enfrentamiento entre ambos personajes aparece difuminado, borroso, y resulta más psicológico, metafórico que no físico. Los espectadores difícilmente podrán llegar a identificarse con ellos: la puesta en escena de Ulmer, en el que es probablemente el mejor trabajo de dirección de todo el grueso de la producción terrorífica de los años treinta, se encarga de subrayar constantemente pero sin redundancias ni efectismos el mal, por llamarlo de alguna manera, que domina las almas enfermas de Poelzig y Verdegast, dos "monstruos" más inquietantes (e incluso más políticamente incorrectos) que cualquier criatura sobrenatural. Casi al principio, por ejemplo, Ulmer muestra a Verdegast, ya sentado en el vagón de tren que comparte con el matrimonio Alison, abriendo la ventana: su reflejo en el cristal desaparece lentamente y deja paso a una espesa niebla que no dejar ver nada. Tanto o más significativa en este sentido es la primera aparición de Poelzig en la pantalla: su criado le despierta a través de un interfono, y el arquitecto, tumbado en una cama completamente cubierta por una tela y en compañía de una mujer se levanta en la penumbra de manera lenta y mecánica, prácticamente como si fuera un muerto viviente. La escena en que ambos se juegan la libertad del joven matrimonio Alison en una partida de ajedrez también resulta reveladora del nivel de obsesión y del "vacío" que sienten ambos personajes.
La evidente tensión que existe entre ambos personajes se ve aumentada, precisamente, por la presencia de este matrimonio norteamericano de viaje por Europa (recurso bastante habitual en muchas producciones del género de la época): un aparatoso accidente del autobús en el que viajaban en compañía de Verdegast les ha obligado a pasar la noche en la mansión de Poelzig. La pareja formada por Peter y Joan Alison (David Manners y Jacqueline Wells, respectivamente) representa no sólo un futuro que no parece demasiado prometedor, sino también la inocencia y la ingenuidad: la sombra del pasado que ata y consume a los dos protagonistas contamina todo el ambiente y, precisamente cuando Peter se de cuenta de la pesadilla en la qué se encuentran será demasiado tarde: Poelzig pretende mantenerlos prisioneros y sacrificar a Joan en la ceremonia satánica de la luna nueva. Una atmósfera terriblemente fatalista domina todo el relato, no exento, además, de momentos de terrible crueldad, que Ulmer prefiere insinuar o mostrar de manera metafórica: por ejemplo, cuando Karen (Lucille Lund), la hija de Verdegast –en realidad la mujer de Poelzig, que se casó con ella después de la muerte de su madre– conoce a Joan y le explica la verdad, Poelzig aparece amenazante en escena y se lleva a su esposa a una habitación contigua de donde pronto surgen unos gritos desesperados de terror. Poelzig, y a su manera también Verdegast, ya no pueden amar: el matrimonio Alison fascina al tiempo que despierta una ira incontrolable en Poelzig, momento mostrado por Ulmer en otro plano prodigioso: los dos enamorados se besan al fondo del encuadre, mientras vemos en primer plano cómo la mano del arquitecto agarra violentamente al pie de una escultura, como si fuera a utilizarla como arma arrojadiza.
Una atmósfera terriblemente fatalista domina todo el relato, no exento, además, de momentos de terrible crueldad, que Ulmer prefiere insinuar o mostrar de manera metafórica
Las relaciones entre el pasado y el presente, o mejor, la sombra del pasado que se extiende por todo el relato, queda ejemplificada de manera igualmente magistral en el diseño de los decorados de Charles D. Hall y en la utilización, deliberadamente simbólica, que Ulmer hace de ellos: la modernidad casi radical de la casa diseñada por Poelzig, de notables influencias vanguardistas y con ecos del estilo arquitectónico impuesto en esos años por la Bauhaus en Alemania, contrasta de manera brutal con los sótanos de la misma, una galería interminable de túneles y habitaciones que sobrevivieron a la destrucción del fuerte Marmorus, unidas a la mansión por una empinada escalera de caracol apenas iluminada. Por ellas el personaje se pasea sereno mientras acaricia su gato negro (presuntamente muerto por Lugosi algunas escenas atrás) y contempla su colección de cuerpos embalsamados de bellas mujeres, entre ellas la esposa de Verdegast, en una de las escenas más fascinantes y truculentas del filme (¿no censuraba el Código Hays las referencias a la necrofilia?).
Allí también celebra Poelzig sus siniestras misas negras delante de un numeroso grupo de fieles en una sala de arquitectura imposible que parece perdida entre el pasado y el futuro. Es en este punto, como bien señala Ricardo Aldarondo, dónde radica uno de los mayores aciertos de la producción, la aplicación de un espíritu gótico, misterioso y fatal heredado de Poe a un escenario estéticamente muy distinto, pero que contiene las mismas esencias: "Desde el imaginario del terror, la mansión antigua, suntuosa y decadente se trastoca aquí en todo lo contrario, un palacio que es pura loa a la arquitectura modernista más radical, un modelo de construcción racional desprovista de afectos ni ecos del pasado, y que se convierte, por otro camino, igualmente en mausoleo y cárcel de su dueño" [5].
Por ello, en su largo clímaz final, ambientado en su totalidad en los sótanos de la mansión, el filme se adentra quizá en terrenos más convencionales y hasta cierto punto previsibles (no estamos lejos, al fin y al cabo, de los sótanos de la abadía de Carfax de Drácula, o incluso del laboratorio del Doctor Frankenstein), aunque sin perder ni un ápice de su contundencia y radicalidad. Después de salvar a Joan con la ayuda de su criado, Verdegast ata a Poelzig a una cruz y le arranca la ropa, para seguidamente, arrancarle la piel a tiras: "¿Qué se siente al estar colgado en tu propio potro de embalsamar, Hjalmar?" grita Verdegast, completamente fuera de sí, instantes antes de ser herido de muerte por Peter. "Sólo intentaba ayudar..." serán sus delirantes últimas palabras, instantes antes de activar los explosivos que, en cuestión de unos pocos minutos, barrerán de la faz de la tierra la mansión levantada por Poelzig sin duda a modo de tumba.
Poe en la factoría Universal: la improbable fidelidad III