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publicado el 7 de noviembre de 2006

Las mujeres ganan

Marta Torres | La adaptación de un clásico, sobre todo si se trata de una película de culto, debe ser una de las tareas más desagradecidas que pueden tocarle en suerte a un realizador. Salvo contadas (y sonadas) excepciones, recuérdese el experimento de Gus van Sant que consistió en copiar plano a plano Psicosis de Albert Hichtkock, el remake busca distanciarse del filme original ya sea aportando puntos de vista novedosos a la historia, ya sea adaptándola a los tiempos y modas del momento (adaptación que va desde la puesta al día en efectos especiales hasta una completa reformulación del filme original).

En el caso que nos ocupa, The Wicker Man (2006), una revisión norteamericana del filme británico de culto homónimo dirigido por Robin Hardy en 1973, adaptado a su vez de una novela de Peter Shaffer, se ha optado básicamente por ambientar la historia en Estados Unidos en lugar de Escocia y cambiar el conflicto moral religioso que planteaba la primera por un argumento más propio de la lucha de sexos. La opción sorprende un poco dado el material que tocaba el anterior filme, centrado en la lucha entre la moral reprimida e inflexible del policía protagonista (interpretado por Edward Woodward) y un orden natural bastante más desinhibido representado por las creencias y rituales de origen celta que practicaba la comunidad. En ambos filmes el conflicto se resuelve de una forma particularmente cruel, aunque no exenta de un toque de humor macabro.

Otra diferencia importante entre ambos filmes responde al tratamiento de la historia. Si la primera optaba por una fresca y desacomplejada subversión de géneros, mezclando códigos del cine de terror, la comedia negra o incluso el musical, la segunda ha optado por los cauces clásicos del drama, el suspense y la historia de misterio.

La idea de centrar el relato en el horror a lo femenino podría haber sido todo un acierto si el director se hubiera creído su propio argumento.

A grandes rasgos, el remake que ahora se estrena presenta un argumento similar a la película predecesora: un inspector de policía (Nicholas Cage) viaja a una isla remota para investigar la desaparición de una niña. Lo que empieza como una investigación policial irá por otros derroteros a medida que nuestro héroe se adentra en las costumbres y particularidades de la isla, dominada íntegramente por mujeres que practican antiguos rituales. A diferencia del filme original, donde el paganismo tenía un cariz liberador, en esta adaptación se ha optado por intercambiar los papeles y presentarlo como un matriarcado autoritario y cruel, casi reaccionario en comparación con la moral "occidental" que encarna el policía.

La adopción de este punto de vista se explica en parte por razones sociales e históricas. La primera se realizó a principios de la década de 1970, cuando la lucha por la libertad sexual y contra la rigidez moral estaba llena de sentido, de aquí su tono liberador y en ocasiones lisérgico. Actualmente, plantear una película en estos términos resultaría más difícil de justificar.

No obstante, la idea de centrar el relato en el horror a la mujer podría haber sido todo un acierto si el director se hubiera creído su propio argumento. Recordemos las posibilidades que apunta en este sentido un director como Dario Argento en Suspiria, un filme que explora sin complejos el lado oscuro femenino. No es así y esta idea, bastante fructífera, recordemos los mitos de la gran madre, la mujer castradora, la diosa devoradora o la bruja, apenas se apunta: queda reducida a tímidas connotaciones simbólicas o a simples referencias (como el personaje de la líder de la comunidad, interesante aunque completamente desaprovechado) y en la mayor parte del metraje se limita a una desafortunada lucha de sexos entre las mujeres de la isla y nuestro abnegado protagonista.


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