boto

estrenos

publicado el 7 de noviembre de 2006

'Perversidad' en la ciudad de los sueños.

Lluís Rueda | La primera impresión que se tiene tras disfrutar de un filme tan desbordante y generosamente especiado como La Dalia negra es que la asociación entre el universo violento, denso y malsano que se desprende de la pluma de James Ellroy no podía encontrar un aliado más brillante que el talento del realizador Brian De Palma. El realizador de Carrie (1976) es uno de esos pocos cineastas que gustan del artificio y la pirueta para confeccionar universos cinéfagos de indudable coherencia interna, aún hoy en día. De Palma es, a menudo, acusado de frívolo y maniqueo como si de una perjura se tratara, incluso a sabiendas de que su obra cuestiona mucho más el lenguaje cinematográfico, e interroga infinitamente más sobre el futuro y el presente del Séptimo Arte que ciertas bagatelas tan aplaudidas en los festivales que a menudo disfrazan un cine pobre en espíritu y parco en factura. Su obra parte de una heterodoxia meticulosa en la que cabe, si me permiten el símil, pasadizos de ida y vuelta en los que el humor negro y la operística fugaz van y vienen desde habitáculos tan totémicos como el thriller y el terror, hasta el musical o incluso el melodrama. La Dalia Negra cinematográfica, hija bastarda de Robert Aldrich, Jaques Tourneur o Fritz Lang, funciona, ¡y vaya si funciona!, como un ejercicio de estilo suntuoso, aunque práctico, en el que el material de Ellroy es pasado, sin rubor, por el tamiz iconoclasta del autor sin que broten fisuras capaces de arrebatar credibilidad al conjunto final.

Estamos ante un filme de cierta complejidad narrativa en el que dos historias fluctúan con desigual intensidad para conformarse ambas hacia el tramo final en un “metastático” desenlace criminal, rico, hipnótico y portentoso, que embriaga de puro sórdido. El filme, por un lado, centra su mirada en un triángulo amoroso al que prestan rostro Josh Harnett, como Bucky Bleichert, un joven ex boxeador metido a policía, Aaron Eckhart como Lee Blanchard, su impulsivo e inestable compañero de placa y, Scarlett Johansson como Kay Lake, el objeto del deseo de ambos. Por otro lado, De Palma centra gran parte del filme en la investigación de un asesinato inspirado en un caso real acaecido en el Hollywood de 1947, el de la aspirante a actriz, Betty Short, que apareció en un solar partida en dos, mutilada y con una sarcástica sonrisa burlona grabada en el rostro por un objeto cortante. En el filme de De Palma, la víctima está portentosamente interpretada por Mia Kirshner: su aparición se limita a las cintas grabadas de unos castings eróticos (con voz en off del propio De Palma) en los que su sensibilidad como actriz trasmiten un dolor y un vacío extraordinarios.

El realizador sutura ambas historias gracias a un personaje tan agradecido como la vamp Madeleine Linscott, eterna femme fatale con rostro y cuerpo de Hillary Swank. Esta informadora despampanante, mentirosa y algo díscola sirve a De Palma para bucear por los bajos fondos de Los Ángeles y para enseñarnos la otra cara de “la fábrica de sueños”. En este sentido resulta impagable el número musical del pub de lesbianas. Si el primer tramo del fin transita ante nuestros ojos como una refinada puesta al día de ciertas tipologías extraídas del cine negro menos transgresor (véase L. A Confidencial de Curtis Hanson), su segunda mitad relega la praxis estereotipada al talento alucinado, travieso y notablemente esperpéntico del mejor De Palma visto en muchos años.

La presencia de Madeleine Linscott en la trama, esa niña bien adicta al sexo que guarda un extraordinario parecido con la Dalia negra, permite a De Palma indagar en las miserias de un Hollywood que se erige en el ejemplo más dramático del reverso del sueño americano. De igual modo que hiciera David Lynch en la magnífica Terciopelo Azul (1986), y en su mordaz Mulholland Drive (2001), el director de Fascinación sitúa el elemento terrorífico tras la aparente American Way of Life que se desprende, por ejemplo, de la esperpéntica familia de Madeleine: un clan contagiado por una psicopatía más o menos desdibujada entre las certeras dosis de humor negro, negrísimo, que gasta el guión. No pierdan detalle de los cuadros de payasos que adornan la casa de la familia Linscott, un guiño malsano al asesino múltiple John Wayne Gacy, o de ese perrito disecado que preside el hall.

Estamos ante un filme de cierta complejidad narrativa en el que dos historias fluctúan con desigual intensidad para conformarse ambas hacia el tramo final en un “metastático” desenlace criminal, rico, hipnótico y portentoso, que embriaga de puro sórdido

De Palma no se obsesiona en su adaptación de la novela de Ellroy por captar una esencia determinada de un imaginario pulp colectivo y se centra en crear un discurso coherente con lo más granado de su filmografía. No es de extrañar que ciertos elementos de La Dalia Negra, como su emponzoñada progresión, su paroxístico sentido de la dramaturgia o la fuga adrenalítca de su desenlace recuerden a obras como Vestida para matar (1980), Doble cuerpo (1984) o Los intocables de Eliot Ness (1987). El realizador incluso se permite, en un claro autohomenaje, recuperar al actor William Finley (El fantasma del Paraíso), e incluir una maravillosa set piece en unas escaleras que recuerdan vagamente a las de la estación de tren donde se sucede el tiroteo de Los intocables de Elliot Ness, a su vez un homenaje a El acorazado Potemkim y las escalinatas de Odessa.

De cualquier modo, La Dalia Negra es un filme poco dado a mecanismos formales de relumbrón, como esos planos secuencia portentosos a los que el director nos había acostumbrado en sus últimos trabajos, Ojos de Serpiente (1998) y Femme Fatale (2002). Pero si bien de Palma tiende esta vez a la contención ello no significa que el filme no presente su impronta en momentos decisivos de la trama: sirva como ejemplo el plano aéreo sobre un edificio que nos muestra una redada de los policías protagonistas, resolución formal que deriva en un sutil y bellísimo travelling que traslada nuestra mirada incrédula hacia el azaroso hallazgo del cadáver de la Dalia Negra, yacida en una cuneta a escasos metros del núcleo de la acción.

Con todo, podríamos hablar de más referencias del filme, como por ejemplo la importancia en el relato de Gwynplaine, el comediante interpretado por Conrad Veidt en el filme de Paul Leni, El hombre que ríe (1928), y que guarda una interesante relación con el asesinato de la Dalia. Pero no desvelaremos nada al respecto, déjense llevar por el laberinto carnal que nos propone De Palma y olviden las muescas, que las hay, en un conjunto narrativo imperfecto; disfruten de su cine como si se tratase de una experiencia orgánica, de una explosión de creatividad, de una representación efímera y única. Bienvenido de nuevo señor de Palma, fotógrafo del pánico y demiurgo de las pesadillas colectivas.


archivo