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publicado el 11 de septiembre de 2007

El paisaje trampa

Lluís Rueda | Acerca de la ópera prima del australiano Greg Mclean, lo primero que uno se pregunta es por qué ha tardado tanto tiempo en llegar a nuestras pantallas, y es que han pasado dos años desde que Wolf Creek causara sensación en Sundance. El filme, de una intensidad castrante, incluso para el más curtido espectador de género de terror, se sitúa en la tradición del slasher más verista, sin coartadas morales, argucias cómicas o maniqueismos al uso que mengüen su rotundidad y su sofisticado engranaje de aparato de tortura. Como pieza de horror de irreductible dureza y encomiable sadismo, la cinta de Mclean se ha de analizar lejos de las coordenadas de otros fenómenos fílmicos recientes como Saw o Hostel, dado que, en su visceral, aunque elegante discurso, no hay lugar para el retruécano de estilo o la relectura cómplice.

Esta nueva joya procedente de las antípodas tanto se recrea en inquietantes atmósferas deudoras del fantastique elegante de Picnic en Haging Rock(1975), como en los abruptos retazos a modo de pesadilla polvorienta que destila La Matanza de Texas (1974) de Tobe Hooper –película con la que ha sido inevitablemente comparada-. Si bien hablamos de referentes marcadamente distanciados, tanto en espíritu como en resultados artísticos, quizás debiéramos puntualizar que una de las virtudes de Mclean sea su capacidad para dibujar, con enorme poética y singular sentido del tempo, la atmósfera que rodea el paso de la cotidianidad a la más asfixiante pesadilla. El proceso de tumefacción de la aventura protagonizada por tres jóvenes adentrándose en un desierto de bellas proporciones se da a través de una progresivo enrarecimiento del propio paisaje que contagia el alma del espectador y anula la identidad de dichos personajes, de ahí que la comparativa con el maestro Peter Weir no sea tan desacertada o inoportuna como pueda parecer a primera vista.

El proceso de tumefacción de la aventura protagonizada por tres jóvenes adentrándose en un desierto de bellas proporciones se da a través de una progresivo enrarecimiento del propio paisaje que contagia el alma del espectador y anula la identidad de dichos personajes, de ahí que la comparativa con el maestro Peter Weir no sea tan desacertada o inoportuna como pueda parecer a primera vista

Wolf Creek no busca una iconografía del fantastique determinada, un cliché basado en el entuerto argumental o en el poder sugestivo de un psicópata de mente prodigiosa. En este caso, el cazador es un hombre común –eso sí, un tanto agreste- convertido en perro de presa. Argumentalmente, desde luego, Wolf Creek no aporta nada que no hayamos visto en otros filmes recientes como Severance. La diferencia está en el tratamiento del horror, en la voluntad de perturbar al espectador alargando secuencias vejatorias, francamente desestabilizadoras, hasta límites poco comunes. Dentro de esta línea, podemos citar otro referente de peso como Defensa (Deliverance, 1972) de John Boorman, filme que se cuenta entre los favoritos de Greg Mclean. Deliverance, además de ofrecer una experiencia paisajística y aventuresca muy similar, contiene una de las escenas de violación más emocionalmente insoportables que se recuerdan en la gran pantalla.

Mclean, que solo tenía en su haber el cortometraje ICQ, muestra una sugerente variante estética a partir de retazos del fantástico más significativo de la década de 1970 sin recurrir a la imitación impostada a través de filtros color sepia. La inusitada elegancia con que el director de fotografía Will Gibson se escuda en los alrededores del cráter Wolf Creek –un paraje casi extraterrestre- resulta suficiente para hipnotizarnos. El filme, conciso, directo y nada engañoso, se estructura a partir de una larga introducción a través de las rocas de un desierto plúmbeo y gris que súbitamente se torna oscuridad y kilómetros de carretera que apuntan directamente al infierno.

El filme apoya su inusitada visceralidad y su asfixiante nihilismo en un hecho verídico. Como bien se indica al principio de la cinta, parte de la impúdica masacre que contemplamos al principio de Wolf Creek, está inspirada en unos hechos reales acaecidos a mediados de la década de 1990 en Australia [1]. Desde luego, al sádico montañés al que se acusó en su momento de las desapariciones de una serie de jóvenes no hubo modo de implicarlo en los hechos. Este sujeto (que en la ficción es interpretado brillantemente por John Garrat) recrea un sarcástico lugareño, implacable y perseverante, cuya sonrisa pone los pelos de punta.

Excelente puesta al día de una materia que necesita severas dosis de mala leche en el tratamiento, el filme destaca por la ausencia de guiños y de giros metalingüísticos, que son sustituidos por un profundo desasosiego y un convincente manejo del suspense.

Por último, cabría decir que la nueva cinta de horror del Mclean, Rogue, también estará situada en las antípodas. Por lo visto, las secretarías de turismo de Australia no deben andar muy contentas con el cine del creador de Wolf Creek.



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