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publicado el 17 de febrero de 2008

Una cuestión de identidad

Juan Carlos Matilla | Adaptación a la gran pantalla de un poco destacado cómic de Steve Niles y Ben Templesmith, 30 días de oscuridad (2007, 30 Days of Night), de David Slade, es una nueva muestra de una cierta corriente del cine de horror actual que busca sus fuentes en la recuperación de algunos de los iconos más genuinos del género tradicional para actualizarlos (o mejor dicho, banalizarlos) y poder así manufacturar productos que muestren a la vez un cierto manierismo de aire retro y una evidente sobrecarga de efectos visuales de tecnología punta. Ante ello, nada que objetar. Los arquetipos clásicos en todos los géneros narrativos siempre han sido recuperados, releídos, glosados y amplificados a lo largo de la historia. El problema radica en la absoluta falta de nuevas ideas o enfoques originales que doten a un motivo clásico concreto (en este caso, el arquetipo vampírico) de un aire verdaderamente contemporáneo para que puedan funcionar como espejos o símbolos de las pulsiones, miedos y diatribas del ser humano actual. Y es aquí donde (salvo honrosas excepciones) fracasan la mayor parte de autores revivalistas ya que son incapaces de adaptar las viejas figuras al paisaje del presente, con lo que los motivos del terror clásico acaban convertidos en antiguallas yertas, sin alma y, lo que es peor, sin ninguna capacidad de provocar un mínimo de inquietud.

Al igual que ocurría con Blade, Underworld, 28 días después, Resident Evil, y cientos y cientos de títulos más, 30 días de oscuridad es un nuevo capítulo a sumar en esta larga crónica de obras revisionistas con nula capacidad de análisis y escasez de puntos de vista verdaderamente arriesgados. Filme de vampiros ambientado en los gélidos paisajes del Ártico, su principal atractivo puede radicar en el traslado de la acción a un escenario poco habitual (algo que, por otra parte, realizan la mayor parte de filme neogóticos actuales) y lo cierto es que, en algunos momentos, el sentimiento de extrañeza del espectador ante lo inaudito del paraje puede contribuir a un cierto (pero tímido) disfrute del filme. Por desgracia, una ingente lista de despropósitos contribuyen a despejar cualquier tipo de expectativa positiva que se pueda tener. 30 días de oscuridad es una floja cinta de horror aquejada por algunos de los principales males endémicos del género actual.

Slade insiste en remarcar los clímax de la narración mediante recursos histriónicos, henchidos de un manierismo irritante y precipitado: estridentes efectos sonoros, feas deformaciones angulares, injustificados acelerados de imagen y un insoportable montaje que potencia el frenesí visual en lugar de la mesura dramática que hubiera sido deseable.

Desde luego, lo más irritante de la película de Slade es su condición de mero pastiche de algunos de los principales motivos visuales de los títulos de aislamiento y horror más exitosos de los últimos años: del aislacionismo gélido de La cosa de John Carpenter al asfixiante uso del tono moroso de la saga de Alien, de los delirios hitech de la franquicia de Blade a los desmanes visuales de la serie de Underworld, del tono apocalíptico de El amanecer de los muertos, de Zach Snyder, a los toques de western de Vampiros de Carpenter, de la visceralidad gore de Las colinas tiene ojos de Alexander Aja al enajenado tratamiento del espacio de Constantine de Francis Lawrence o Silent Hill, de Chistophe Gans. Este masivo conjunto de referencias, guiños y plagios provoca que el filme resultante adolezca de una total falta de identidad y personalidad propias. Y, lo que es peor, todo este catálogo de citas carece de una intención artística clara más allá del más rancio refrito. Quien busque una reformulación de las constantes genéricas de este tipo de filmes o una nueva aproximación expresiva a algunos de su tropos visuales más característicos, se encontrará con un mediocre (aunque vistoso) producto aquejado del síntoma más evidente de la actual corriente postmoderna que sufre el género de horror: el asalto y posterior apropiación de los aciertos del pasado para disimular una absoluta carencia de ideas propias, personales y digas de interés. Y es que ya se sabe que cuando no se tiene nada qué contar, lo más habitual es acudir a los discursos de otros.

Además, la propuesta visual adoptada por Slade dista mucho de ser la más adecuada. Al igual que ocurría en su anterior filme, el angustioso thriller Hard Candy (obra de notable recreación atmosférica aunque algo lastrada por un excesivo y efectivo uso del montaje), el director insiste en remarcar los clímax de la narración mediante recursos histriónicos, henchidos de un manierismo irritante y precipitado: estridentes efectos sonoros, feas deformaciones angulares, injustificados acelerados de imagen y un insoportable montaje que potencia el frenesí visual en lugar de la mesura dramática que hubiera sido deseable para un producto como éste, tan arrebatadoramente siniestro como peligrosamente circense. A pesar de todo, existen algunos inspirados detalles de puesta en escena que apuntan levemente lo que podría haber sido la película y que definitivamente no ha conseguido ser. Me refiero a ciertos apuntes en los que el director se detiene de manera minuciosa en la contemplación del advenimiento de una situación apocalíptica, sosteniendo los planos, deleitándose en los travellings aéreos y mostrando todo el horror de la irrupción inesperada del mal desde el mismo centro del escenario. Allí es donde se intuye lo que habría podido sido la historia: una reconstrucción al detalle del desmoronamiento de todo un sistema concreto, uno de los aspectos más interesantes del género que, por desgracia, está en completo desuso en la actualidad (salvo algunos casos aislados como la ya citada El amanecer de los muertos, Les revenants, las últimas aportaciones de George A. Romero, o filmes alejados de la corriente terrorífica como Apocalypto). La desidia de los creadores actuales por no querer otorgar al género de terror de un enfoque antropológico, nihilista y constructor de fantasías lúgubres y ricas en detalles es, desde luego, uno de los más tristes augurios de la pobreza contemporánea del fantastique. Y es que, ya hemos comentado más de una vez en esta web, que la construcción de universos ricos y míticos parece que ha desaparecido de las intenciones artísticas de los cineastas actuales y, ante tal ausencia, por lo menos podrían insistir en la plasmación de la destrucción de los cimientos de la sociedad actual. Ya que parece que rechazan proponer nuevos universos al menos podrían reflexionar sobre la decadencia del que todos soportamos a diario (algo que comienza a notarse en notables obras como 28 semanas después, Right at Your Door o Monstruoso).

Y es en este punto donde también me gustaría comentar la imposibilidad que sufren los cineastas actuales (por imperativo externo o por autocensura propia) de poder dotar a sus obras de un estimulante tratamiento más allá de los férreos mandamientos comerciales que castigan a las películas mainstream con un mismo tratamiento expresivo, neutro y lastrado por la abulia visual, que, debido a la servidumbre de los gustos mayoritarios, está acabando con las posibilidades del género. No sé si 30 días de oscuridad hubiera sido una excelente película si se hubiera liberado de ese molesto tono homogéneo, propio de una producción en serie, pero por lo menos tendría la virtud de la heterodoxia aunque ésta hubiera sido forzada o fracasada. En resumen, una enésima oportunidad perdida.


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