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publicado el 28 de julio de 2008

El (mal) arte del remake

Pau Roig |
Hay algo que no se le puede negar a Michael Haneke (nacido en 1942): su imprevisibilidad. Algunos años atrás era inimaginable que el director austriaco realizara una película en Estados Unidos, de la misma manera que nadie se habría creído que filmaría allí un remake de uno de sus títulos más polémicos y controvertidos, Funny games (Id., 1997). Pero si ya su última película producida en Europa –Caché (Id., 2005)– era un burdo y gratuito remedo de los peores tics de su filmografía anterior, a la que no aportaba nada, la nueva versión de Funny games va aún un paso más allá: el filme es una inoperante recreación, plano a plano, de la historia original, de la que Haneke no ha tocado ni una sola coma. El resultado puede contemplarse como una suerte de ácida boutade hacia los grandes estudios de Hollywood, sí, pero también como un ejercicio de ombliguismo demasiado cercano a los terrenos de la tomadura de pelo.

El rodaje en inglés y el destacado protagonismo de dos actores de primera línea del cine norteamericano (Naomi Watts y Tim Roth, la primera en una interpretación sobrecogedora que justifica por sí sola la visión de la película) ha posibilitado que el filme se estrene, aún con cierto retraso, en prácticamente todo el mundo. Haneke se escuda en esta suerte de internacionalización de su cine para justificar el 'remake' (aceptó rodarlo sólo a condición de que pudiera volver a filmar el guión de manera idéntica al del filme original), aunque en Estados Unidos la película ha sido recibida con una falta de interés poco menos que alarmante. Y no es de extrañar: cineasta minoritario y de culto, Haneke disfrutaba de un notable prestigio en Europa –sobretodo a partir de la polémica La pianista (La pianiste, 2001)– y tenía asegurada la presencia en los festivales cinematográficos más importantes del continente hasta que la proyección en Cannes de El tiempo del lobo (Le temps du loup, 2003), probablemente su película más arriesgada y personal, se saldó inexplicablemente con un estrepitoso fracaso. Protagonizado por Isabelle Huppert, el filme mostraba una cruda y nada complaciente visión de un futuro inmediato de connotaciones (casi) apocalípticas, prescindiendo en todo momento de subrayados y explicaciones superfluas y aún menos tranquilizadoras, precisamente todo lo contrario de lo que ocurría en su siguiente incursión en la dirección, Caché, rodada en Francia con Juliette Binoche y Daniel Auteuil de protagonistas –toda una garantía del más desfasado y chauvinista “cine de autor” del país galo–, operación hueca y tramposa que fue recompensada con una lluvia de premios del cine europeo. Rodada con el piloto automático puesto, la película venía a confirmar que el estilo frío como el hielo y analítico hasta la desesperación de Haneke resulta mucho más efectivo en sus filmes digamos más oblicuos y abstractos –especialmente su obra maestra incontestable Código desconocido (Code inconnu: recit incomplet de divers voyages, 2000), cuya estructura inconexa e incompleta sería luego copiada de manera tan torpe como descarada por Alejandro González Iñárritu– que no en sus pretenciosas reflexiones sobre la violencia y su representación en la gran pantalla y sobre el sentimiento de culpa de las sociedades occidentales contemporáneas, caracterizadas en mayor o menor medida por su interpelación directa al espectador, nunca pasivo, de sus historias. Funny games, tanto el filme original como la copia norteamericana, se sitúa en este segundo apartado, y un mínimo análisis rápidamente deja al descubierto su condición de película-trampa, cuyo mecanismo diseccionador / deconstructor de los medios y recursos de representación cinematográficos y de los estilemas de las películas de asesinos en serie y asesinatos, despojada de cualquier connotación lúdico-festiva, actúa como una arma de doble filo no siempre bien tamizada, llegando a caer incluso en la ambigüedad.

La extrema frialdad con la que el cineasta enfoca los hechos narrados, utilizando pocos movimientos de cámara, planos fijos de larga duración, y recurriendo (casi) por sistema al fuera de campo y a la elipsis visual y permitiendo que sus protagonistas miren directamente a cámara en determinados momentos (uno de ellos incluso “rebonina” la propia película para cambiar el desarrollo de los acontecimientos posteriores), acaba por actuar en contra del pretendido mensaje crítico del conjunto. Haneke explota con maestría la condición voyeurística del espectador de sus películas, pero no puede evitar una progresiva identificación de los espectadores con los “malos” de la función, dos muchachos jóvenes (decir adolescentes quizá sería demasiado) tan amables como sádicos y depravados, que sin justificación alguna irrumpen en el domicilio de una típica familia burguesa para sembrar la muerte y la destrucción. Interpretados por Michael Pitt Brady Corbet, los dos jóvenes psicóticos son afeminados y asquerosamente afables, pero las víctimas, representación de los modos de una clase social rica y políticamente correcta que dispone de una lujosa casa de veraneo y que dedica su tiempo libre a navegar y a jugar al golf, tampoco acaban de resultar simpáticos, más bien al contrario. El director no juzga en ningún momento la actitud de sus personajes ni las motivaciones (o no) de sus actos, y pretende dejar que el espectador saque sus propias conclusiones, pero antes que una despiadada reflexión sobre la presencia y la banalización de la violencia en la gran pantalla acaba construyendo un divertimento que puede ser entendido (o desentendido, para el caso es igual) como una broma tan macabra como intrascendente. Algo similar ocurre con la (exagerada) perfección visual de que hace gala la película, más el 'remake' que el filme original: la trama transcurre en su práctica totalidad durante el día y en espacios luminosos en los que un color blanco inmaculado domina toda la paleta cromática, un recurso que pone demasiado en evidencia el carácter discursivo del conjunto, mostrando sin pudor su condición de (re)construcción de una realidad que se pretende plausible, naturalista, pero que es falsa. El sadismo gratuito y pasado de vueltas de los dos asesinos no tiene ni tendrá nunca la menor justificación, Haneke sólo parece estar preguntando al espectador si le gusta lo que está viendo, si está disfrutando del espectáculo. Una pregunta que ya había formulado diez años antes.

    FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA

    EUA / Francia / Reino Unido / Alemania / Austria / Italia, 2007. 111 minutos. Color. Dirección y guión: Michael Haneke Producción: Chris Coen y Hamish McAlpine Fotografía: Darius Khondji Diseño de producción: Kevin Thompson Montaje: Monika Willi Intérpretes: Naomi Watts (Ann), Tim Roth (George), Michael Pitt (Paul), Brady Corbet (Peter), Devon Gearhart (Georgie), Boyd Gaines (Fred), Siobhan Fallon Hogan (Betsy), Robert LuPone (Robert).


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