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publicado el 15 de marzo de 2004

Ciencia ficción, aventura y demás idearios vernianos

Si entendemos por cine de aventuras un macrogénero de fronteras difusas donde tiene cabida casi cualquier filme con un componente iniciático y una serie de personajes ubicados en un espacio físico desconocido, y más o menos exótico, dos filmes como ‘Veinte mil leguas de viaje submarino’ y ‘Viaje al centro de la Tierra’ serían ejemplos perfectamente válidos. Pero existe un componente que distingue estas dos cintas de las demás, un ideario propio y exclusivo, con una estética determinada que hace del universo del escritor francés Jules Verne casi un género en sí mismo.

Lluís Rueda | La obra de Jules Verne (Nantes, 1928-Amiens, 1905), tal y como aclara en su prólogo para Escuela de Robinsones [1] Ignacio Aldecoa, propone, por un lado, una idea de aventura clásica bastante definida en obras como la misma Escuela de Robinsones, Dos años de vacaciones y La Isla misteriosa, y por otro, un concepto de aventura de naturaleza fantástica que, como en Veinte mil leguas de viaje submarino, De la Tierra a la Luna y Viaje al centro de la Tierra, configura las bases de la ciencia ficción moderna.

Estas últimas obras, además de pertenecer al imaginario colectivo de varias generaciones de lectores, continúan hechizando por su misterioso poder visionario y, muy especialmente, por una línea estética claramente decimonónica puesta al servicio de inventos mecánicos tan fascinantes como el submarino o el cohete espacial. Es de justicia señalar que buena parte de esa imaginería se debe sin duda al talento de los ilustradores Rion y Bennet, artífices de los dibujos originales para la colección Hetzel de la obra verniana.

De todos los intentos de llevar a la gran pantalla la obra de Verne y, más concretamente sus novelas de ciencia ficción, destacan por su enorme calidad dos películas norteamericanas de la década de los cincuenta rodadas en color y cinemascope: nos referimos a Veinte mil leguas de viaje submarino (Twenty Thousand Leagues Under the Sea, 1954), de Richard Fleisher, y Viaje al centro de la Tierra (Journey to the center of the Earth, 1959), de Henry Levin; pero antes de entrar en materia me gustaría destacar otras dos obras, que sin ser exactamente adaptaciones de novelas de Verne, comparten con la obra del escritor francés esa particularidad estética antes señalada: Un invento diabólico (Vynález Zkázy, 1958), de Karel Zeman, y La liga de los hombres extraordinarios (The League of the Extraordinary Gentelmen, 2003), de Stephen Norrington.

Un invento diabólico y La liga de los hombres extraordinarios, pueden entenderse como el principio y el final de lo que puede dar de sí cinematográficamente un recorrido estético concreto, ambas comparten una mirada hacia la incipiente tecnología del siglo XIX y, aunque lejanas entre sí en el tiempo, son igualmente fieles al ideario de la obra verniana.

La primera es un confeso homenaje (aunque no se trata de una adaptación fidedigna) a la novela Veinte mil leguas de viaje submarino que combina personajes reales con decorados pintados a plumilla (homenaje a la ilustraciones de la colección Hetzel) y la segunda es una excelente aventura fantástica, basada en un cómic de Alan Moore, que revisita y reinventa de un modo extraordinario toda la juguetería feérica verniana: atención al espectacular diseño del submarino Nautilus capitaneado por Nemo.
Me permito la licencia de citar estas dos obras pues, a mi entender, la primera es una filigrana casi minimalista que se complementa a la perfección con el filme clásico de Fleisher, y la segunda, una grata mirada nostálgica al universo del escritor de Nantes que pone la última tecnología digital al servicio de su diseño de producción. Un invento diabólico y La liga de los hombres extraordinarios, pueden entenderse como el principio y el final de lo que puede dar de sí cinematográficamente un recorrido estético concreto, ambas comparten una mirada hacia la incipiente tecnología del siglo XIX y, aunque lejanas entre sí en el tiempo, son igualmente fieles al ideario de la obra verniana.

Veinte mil leguas de viaje submarino, producida por los estudios Disney, supone un espléndido acercamiento a la popular novela que basa su solidez en un excelente guión de Earl Fenton y en el genial trabajo de decoración de Jonh Meehan.

Desde la primera aparición del Nautilus surcando las aguas como un monstruo vengativo para atacar a un navío, ya intuimos que bajo los ojos verdosos de la máquina se halla la mente de un genio. El argumento más destacable del filme es precisamente la lucha interior de ese genio, Nemo (James Mason), ante la decisión moral de destruir su propia obra, y a sí mismo si fuera necesario, para impedir que caiga en las irresponsables manos del ser humano.

La odisea del profesor Aronnax (Paul Lukas), el arponero Ned Land (Kirk Douglas), y el secretario Conseil (Peter Lorre) a bordo del Nautilus va más allá de una simple aventura física. Fleisher retrata el mundo embriagador del torturado Nemo de un modo muy brillante, un ejemplo lo tenemos en el primer plano de la mirada febril de Nemo antes de atacar a un buque armado, o en esa secuencia inquietante en la que la mayestática figura del capitán, interpretando la pieza "Tocata y fuga" de J. S. Bach ante un órgano, podría leerse como una representación macabra, un preludio ceremonial antes de la destrucción.

Nemo huye de la hipocresía humana y crea un mundo sostenible, autosuficiente, en la inmensidad del silencio, un sepulcro que hace más llevadero su sufrimiento, pero su comportamiento resulta tan amoral como el de sus enemigos

Algunos estudiosos han creído ver en la figura misántropa de Nemo un superhombre nietzschiano[2]. Yo no creo que las intenciones del filme de Fleisher vayan tan lejos: la aventura del Nautilus plantea sobre todo la idea de un mundo mejor, denuncia la ambigüedad moral de puritanismo de la época y reflexiona sobre el mal que podría suponer una tecnología avanzada en manos de cualquier gobierno.

Nemo huye de la hipocresía humana y crea un mundo sostenible, autosuficiente, en la inmensidad del silencio, un sepulcro que hace más llevadero su sufrimiento, pero su comportamiento resulta tan amoral como el de sus enemigos y el ojo por ojo, llevado hasta sus últimas consecuencias, hacen de él un personaje profundamente contradictorio y patético, posiblemente una caricatura que pondría en cuestión esa idea de superhombre nietzschiano.

La personalidad de Nemo es, a su pesar, altamente influenciable por la autoridad del profesor Aronnax y eso empequeñece más aún su discurso altisonante. Aronnak, en todo momento, muestra gran fascinación, respeto reverencial por la obra de Nemo y de algún modo intenta guiarle hacia el perdón, destruir su odio irracional, pero también es crítico y pusilánime con las ínfulas mesiánicas del capitán.

La secuencia de un Nemo moribundo, oculto, fuera de plano, en la que solo vemos su brazo activando una palanca para abrir uno de los ventanucos del Nautilus y contemplar por última vez el fondo del mar mientras su mundo se destruye es, además del mejor momento del filme, el que mejor resume su tono trágico.

El arponero Ned Land es el personaje antagonista en esta historia, su codicia y zafiedad contrastan sobremanera con los principios utópicos del capitán Nemo.
A pesar del tono sombrío del debate moral interno de Nemo cabe destacar el trabajo de Fleisher a la hora de plasmar en imágenes la belleza del fondo marino. La secuencia en que el profesor Aronnax, a través de un ojo de pez del Nautilus, contempla la bella coreografía de un funeral acuático (de una plasticidad casi minimalista) es buen ejemplo de la capacidad de Fleisher para sacar partido al trabajo de iluminación del director de fotografía Franz F. Planer. Los tonos verdosos, casi irreales, vistos a través del interior anaranjado del Nautilus procuran momentos absolutamente mágicos al espectador.

Pero el realizador, además de retratar con estáticos planos marinos las hazañas de los buzos, también saca gran partido a escenas de acción como la huida de la isla de los caníbales o en el gran tour de force que supone el tramo final en el interior de un Nautilus herido de muerte con la lucha Ned Land y un marinero del séquito de Nemo.
Veinte mil leguas de viaje submarino es un filme realmente triste, abiertamente cruel si tenemos en cuenta que estamos ante un producto de la factoría Disney. Pese a sus esfuerzos por rebajar la carga dramática con forzados números musicales y gags como el de los nativos sufriendo una descarga eléctrica al intentar abordar el Nautilus, no podemos olvidar que lo que nos relata este viaje iniciático protagonizado por un grupo heterodoxo de hombres es la incapacidad para poner freno a la larga agonía de un lento suicidio: el de Nemo y su mundo.

La secuencia de Nemo moribundo, oculto, fuera de plano, en la que solo apreciamos su brazo activando una palanca para abrir uno de los ventanucos del Nautilus y contemplar por última vez el fondo del mar mientras su mundo se destruye es, además del mejor momento del filme, el que mejor resume su tono trágico.

Viaje al centro de la tierra, filme dirigido por Henry Levin para los estudios de la 20th Century Fox, es, a diferencia de Veinte mil leguas de viaje submarino, una aproximación al universo de Verne mucho más distendida. La expedición del profesor Lidenbrock (James Mason), el estudiante Alec McEwen (Pat Bone), Carla (Arlene Dahl) y el gigante islandés Hans (Peter Ronson) al interior del globo terráqueo a través del volcán extinto Sneffels, plantea como idea principal la necesidad del hombre (en este caso el científico) de intentar explicar todos los misterios que le rodean. El filme de Levin no plantea arduos conflictos morales, su profesor Lidenbrock no es un capitán Nemo en perpetua crisis, sino un viejo cascarrabias, despistado y excéntrico que se debe absolutamente a su ciencia.

La irrupción del personaje de Carla (viuda de un científico Islandés asesinado por Saknnusssen) en el seno del grupo expedicionario, introduce en la aventura un elemento de distensión tan novedoso para la época en un filme de estas características como la guerra de sexos

La primera parte de la cinta transcurre en Edimburgo, la belleza de sus calles y el clima hogareño nos sirve para presentar a los personajes principales y, más adelante, para contrastar el ambiente victoriano de la capital escocesa con los paisajes lunares de Islandia y con el mundo fantástico del interior del volcán. Lidenbrock y Alec, deciden bajar por las gargantas del Sneffels a partir del descubrimiento de una plomada en el interior de una roca volcánica hallada en un anticuario de Glasgow, pero al llegar a Islandia el conde Saknnussen (Thayer David) intentará boicotear la expedición. La irrupción del personaje de Carla (viuda de un científico Islandés asesinado por Saknnusssen) en el seno del grupo expedicionario, introduce en la aventura un elemento de distensión sucintamente novedoso para un filme de estas características: la guerra de sexos. La relación de amor-odio de Carla y Lidenbrock propone un tono de comedia muy apropiado; cabe recordar que en el futuro, otro reputado de filme de aventuras fantásticas, La guerra de las galaxias (Star Wars, 1976), de George Lucas, hará lo propio con los personajes de Han Solo y la princesa Leia. El profesor y su sobrino Alec sufren en su primera aproximación al volcán un intento de secuestro por parte del conde Saknnussen, siendo introducidos en una calesa negra, de tapicería roja (casi un guiño al cine de terror de la Hammer) para ser luego encerrados en un almacén de plumas donde se sucede la hilarante escena en que Lidenbrock confunde el repiqueteo de una oca sobre una madera con la transmisión de un mensaje en morse. Finalmente un joven islandés, Hans, les rescatará para unirse también a la expedición.

El descenso al Sneffels marca un bloque bien diferenciado en el filme, la tenebrosa partitura de Bernard Hermman se encarga de subrayar el sentido iniciático del viaje, y la sensación de peligro que rodeará en todo momento a los expedicionarios: cientos de túneles, temblores, desprendimientos, inundaciones, minas de sal, bosques de setas gigantes, enormes saurios, un mar interior y otros peligros a los que hay que añadir la presencia cercana del conde Saknnussen, serán algunos de los serios inconvenientes que encontrará la expedición Lidenbrock antes de llegar a ciudad perdida de Atlantis. El trabajo en la dirección artística a cargo de Lyle R. Wheeler, Franz Bachelin y Herman A. Blumentahal precipita en un enorme collage de gélidos escenarios, plagados de detalles casi abstractos, que va más allá de lo puramente científico y se diría inspirado en un cuaderno de paisajes surrealistas. Elementos como las algas, las cascadas, o las preciosistas calcificaciones, sublimados por la fotografía de Leo Tover, parecen elementos con vida propia, frágiles y peligrosos, que no responden a una lógica científica común.

En general, si algo desprende Viaje a el centro de la tierra, es un tono vitalista y desenfadado, la sucesión o acumulación de elementos fantásticos deviene una consecuencia natural en un mundo desconocido. Nunca acontece un descubrimiento científico sobre el que debatir, de hecho, Lidenbrock, en su particular iniciación, olvida su rol de profesor para erigirse en superviviente. Algo parecido ocurrirá años más tarde con el personaje de Indiana Jones en En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981), de Steven Spielberg, nunca sabemos donde termina el arqueólogo y donde comienza el aventurero.

Tanto Viaje al centro de la tierra como Veinte mil leguas de viaje submarino
pertenecen a ese tipo de películas de aventuras que al igual que El tigre de Esnapur / La tumba india (Der tiger von Eschnapur / DasIndische Grabmal, 1958), de Fritz Lang, o Simbad y la princesa (The Seventh Voyage of Simbad, 1958), de Nathan Juran, tienen un carácter marcadamente fantástico. Los avances de la época en técnicas de stop motion (en especial cabe resaltar la obra de Ray Harryhausen) tienen buena culpa de ello.

Pero más allá de los primitivos efectos especiales de esa época me gustaría, volviendo a la reflexión del principio de este texto, resaltar el diseño de producción; esa cacharrería maravillosa: los trajes de buzo, las linternas autónomas, las bombonas de oxígeno o la sala de máquinas del Nautilus sin la cual el universo de Verne no sería en nuestra imaginación ese lugar encantado en el que nos sumergirnos una y otra vez con la sonrisa dibujada en los labios.

1. Biblioteca Basica Salvat (Salvat Editores, Alianza Editores, 1969)

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2. Tesis recogida en el ensayo Julio Verne, ese desconocido (Miguel Salabert, Alianza editorial, 1985)

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