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publicado el 18 de junio de 2009

Ojos siniestros, o cómo ver cine

Empecemos sacándonos de encima los juicios de valor, para que los lectores que todavía no lo hicieron no pierdan el tiempo y vayan a verla: Los mundos de Coraline (Coraline, 2009) es una excelente película, la pequeña gran obra maestra de Henry Selick –lo que no es poco decir considerando que este realizador estadounidense tiene en su haber ni más ni menos que Pesadilla antes de Navidad (The Nightmare Before Christmas, 1993)- y un filme importante porque demuestra las capacidades creativas del 3-D cuando éste está integrado al relato y a la puesta en escena. Y es, también, la culminación de una de las obras más coherentes y consistentes que uno puede llegar a encontrar en el mundo de la animación ‘mainstream’. O cualquier tipo de ‘mainstream’ en general.

Hernán Ballotta | Esta coherencia es aún evidente en la convergencia de los detractores de su obra en un argumento (pueril, insignificante) en contra: que los filmes de Selick, generalmente publicitados como películas para niños (Pesadilla…, James y el Melocotón Gigante (James and the Giant Peach, 1996) y Los mundos de Coraline) o comedias tontas (la enterrada, mutilada y terriblemente subestimada Monkeybone (2001)), no pueden, a priori, encontrar su público. Demasiado oscuro para el público infantil, demasiado fantasioso para los adultos, la miopía crónica de cierto sector de la crítica cinematográfica, aquella que confunde su labor con el de futurología de mercado, relegó a Selick al lugar de cineasta maldito. Hay en este argumento, de todos modos, cierto grado de verdad: Coraline es, efectivamente, una oscura película fantástica de vertiente entre grimmiana y carrolliana.
En Coraline, la niña del título se muda con sus insensibles padres a una antigua residencia victoriana que contiene una pequeña puerta que conduce a una versión alternativa y perfecta del microcosmos cerrado que es la casa y sus inmediaciones. Sin embargo, la “otra familia” tiene botones en lugar de ojos, y la única condición para que la niña pueda permanecer en esa realidad alternativa ideal es que ella también sustituya sus ojos por botones. En este punto se dispara lo siniestro, es decir, lo familiar y cotidiano de repente extrañado. Selick, gran artista del extrañamiento y los mundos alternativos, sabe que la infancia es la patria de lo siniestro y que para alcanzarlo sólo hace falta mirar con otros ojos.

Los ojos (la mirada) es el elemento central de Coraline, y también de la novela corta de ETA Hoffmann 'El hombre de la arena', obra fundamental del romanticismo tardío que tiene muchos puntos en contacto con el filme de Selick y que sirvió a Sigmund Freud en su faceta de analista literario para desarrollar su concepción de lo siniestro . En la novela un joven rememora experiencias de su infancia que involucran a un misterioso abogado compañero de su padre, Coppelius, al que el niño asocia con “el Arenero”, una figura mítica que les quitaba los ojos a los niños que no dormían por las noches para alimentar a sus deformes hijos en su hogar en la Luna. Una noche el niño decide espiar a su padre mientras trabaja junto a Coppelius, pero es descubierto por éste quien lo amenaza con sacarle los ojos. El niño, asustado y delirando, cree ver cabezas de muñecos sin ojos y se desmaya. Para Freud, lo siniestro surge en la novela a través de la figura del Arenero y de la posibilidad de perder los ojos, pero también del descubrimiento de la relación entre un ser maléfico y sombrío como Coppelius y la figura protectora y familiar del padre del niño. En definitiva, lo siniestro en 'El hombre de la arena' y en Coraline se hace presente en y a partir de la mirada infantil extrañada de lo familiar que, repentinamente, se hace ajeno y terrorífico. Y la pérdida de los ojos en la novela de Hoffmann o su sustitución por botones en la película de Selick es la expresión concreta de esta transformación de la mirada.

Selick toma dos decisiones acertadas para expresar en términos cinematográficos la transformación de la mirada que se encuentra en la base de lo siniestro en Coraline. En primer lugar, decide distanciarse de los diseños que concibió P Craig Russell para ilustrar la novela gráfica de Neil Gaiman en la que se basa la película, adoptando en su lugar un estilo que hace que los personajes sean similares a los muñecos de trapo que recorren la película. Tanto los muñecos en Coraline como los robots antropomorfizados en 'El hombre de arena' evocan lo siniestro ya que su parecido con las personas generan la incertidumbre de si realmente son muñecos o, por el contrario, seres vivos. Son precisamente los ojos los que delatan a estos objetos inanimados, porque justamente son indicios indeclinables de vida. Los ojos como evidencia del alma. Pero el ‘Stop Motion’, técnica que Selick domina a la perfección, es el arte de animar objetos inanimados, es decir, considerando la etimología de la palabra “animar”, darle un alma a aquellas cosas que carecen de ella . De este modo, en Coraline, la sustitución de los ojos es al mismo tiempo la transformación de la mirada y del alma. Y Selick funciona como el Coppelius de este cuento siniestro.

La segunda decisión acertada y lo que demuestra que Selick es un gran cineasta se relaciona con la construcción del espacio y de la perspectiva en el mundo normal en oposición al alternativo. El teórico norteamericano David Bordwell explica en su esclarecedor artículo sobre Coraline que Selick y su equipo diseñó la puesta de cámaras y la escenografía del mundo de la “familia buena” con tonos fuertes y respetando las reglas clásicas de perspectiva y profundidad y, por el contrario, el más gris y insulso mundo de la familia verdadera con tonos oscuros y achatando los planos, generando una sensación de unidimensionalidad. De este modo, la mirada maravillada de Coraline por la “otra familia” y su mundo se contagia al espectador, del mismo modo que lo hace la mirada desencantada sobre su familia verdadera. Y así lo siniestro que vive exclusivamente en la mirada transformada de la niña se identifica con la mirada del público a través de la construcción espacial.
Sin embargo, cuando Coraline descubre que el otro mundo es obra de una malvada bruja que, adoptando la apariencia (y la posición) de su madre, intenta robarle el alma, éste muta en un lugar terrorífico, oscuro y amenazante. Luego de vencer a la bruja y retornar a su familia verdadera, su mundo es transformado. En realidad, lo que cambia en ambos casos es la mirada de la niña, que comprende que no existen los espacios ideales y que hay que penetrar con la mirada el mundo en el que vivimos, ver en profundidad y de forma crítica para rescatar en él aquello que vale la pena ser experimentado. Así, la aventura de Los mundos de Coraline es, en realidad, el camino que la niña tiene que atravesar para aprender a mirar. Hay dos planos idénticos, el primero aparece luego de los títulos iniciales y el último antes de los créditos finales, que resumen muy elocuentemente la educación de la mirada de la niña. Ambos son ‘travellings’ descendentes que muestran, en un primer plano, el cartel del apartamento, en un segundo la casa propiamente dicha y en el fondo unas colinas con árboles. El primero de los dos planos, en su falta de profundidad, se asemeja a aquellos libros ‘pop-up’ que, al pasar de página, acumulan un dibujo bidimensional sobre otro dando una precaria sensación de relieve. Por el contrario, el segundo plano, de colores vivos y luminosos, respeta una perspectiva naturalista. Entre uno y otro plano Coraline educó su mirada. Y nosotros los espectadores, contagiados del punto de vista de la niña, nos llevamos una valiosa lección de cine. Aprendimos cómo verlo.

Pero todo esto, que surge a simple vista en la versión en tres dimensiones, es prácticamente imperceptible en la copia en 2-D. Los mundos de Coraline es el primer largometraje de animación Stop Motion concebido y filmado en 3-D. Esta es la gran diferencia entre el filme de Selick y tantos otros filmados en ese formato: en Coraline esta nueva tecnología sirve para ver más y mejor, y no a la inversa. Es decir, Selick trabaja las tres dimensiones en el diseño del espacio, la perspectiva y la profundidad y las integra a la puesta en escena, mientras que otros las utilizan para el mero espectáculo, para arrojarle objetos contundentes al espectador sin ninguna justificación espacial o narrativa. Selick aprovecha una herramienta creada para “aumentar el espectáculo” y revalorizar la experiencia de ir al cine frente a las formas de consumo audiovisual hogareñas, apropiándosela para agregar complejidad y profundidad al mundo que crea. Es un gesto similar al de Vincente Minelli o Douglas Sirk y su uso expresivo y personal de las técnicas de coloración artificial, populares en los ’50 por la competencia del cine contra la monocromática televisión. O, salvando las distancias, Elia Kazan y sus reencuadres dentro del cuadro en formato widescreen.

Sin embargo, Los mundos de Coraline también nos demuestra que el 3-D tiene un efecto más contundente cuando se utiliza para filmar objetos reales (muñecos, en este caso) que cuando se lo utiliza para crear profundidad en esa simulación plástica de la realidad que es la animación digital. En ésta el 3-D es sólo un truco más para maravillarnos, para zambullirnos en esa ilusión que, a veces, intenta ser mimética con nuestro mundo cotidiano pero que genera una distancia obligada porque se trata, al fin y al cabo, de “dibujitos”. Por el contrario, en la animación Stop Motion y, por extensión, en las películas de acción en vivo, aquello que aparece en el filme ocupa un lugar en el mundo, y este espacio es tridimensional, y esta nueva tecnología logra, de alguna manera, aprehender este espacio de forma más cabal. Si hay algún futuro estético en el cine en tres dimensiones está en las manos de cineastas como Selick, que logran darle un sentido a la incorporación de una dimensión y generar una poética de la profundidad, y no de los técnicos y productores que sólo creen en el gran espectáculo del 3-D. Cuando la novedad pierda su efecto, solamente las películas como Los mundos de Coraline van a permanecer.


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