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publicado el 30 de enero de 2008

El espectáculo del horror

Marta Torres | JJ Abrams, el George Lucas de la producción catódica, creador y productor de bombazos televisivos como Perdidos (Lost) o Alias, se ha apuntado con Monstruoso (Cloverfield), su último proyecto, al hiperrealismo televisado o, si se quiere, a la metaficción terrorífica. La excusa, o la metáfora, es la destrucción de Manhattan a manos de un monstruo, un "godzilla" terrorífico, apenas entrevisto en todo el metraje del filme. Cuentan los responsables de marketing de la película que la idea surgió cuando, de viaje por el país del sol poniente, el hijo del productor le hizo parar delante del escaparate de una tienda de monstruos. JJ Abrams recordó entonces a Godzilla y se le ocurrió una historia muy simple: una criatura llega a Nueva York y destruye la ciudad. Simple y previsible, la historia es perfecta para hacer experimentos cinematográficos. Para rodarla, JJ Abrams se puso en contacto con Drew Goddard, el guionista de Lost, y un director primerizo, Matt Reeves, aunque curtido en pilotos de series de televisión.

Monstruoso es un filme que juega a ser un documental grabado por sus protagonistas, a la manera de REC, El proyecto de la bruja de Blair o El diario de los muertos (o incluso La Guerra de los Mundos de Orson Welles, un experimento de metaficción, aunque en este caso radiofónica). La metaficción es un tipo de narrativa autorreferencial que pone el énfasis en los mecanismos de ficción. Ejemplos de este artificio los encontramos en las obras que hablan del proceso mismo de creación, que incluyen ficciones dentro de ficciones o crean diversos niveles de realidad. En el caso de Monstruoso (y también de REC) no se trata de explicar una historia de ficción dentro de otra sino de convertir la forma en como está contada la historia (en este caso, una grabación doméstica) en el hilo narrativo de la película: “Monstruoso nos cuenta como se grabó Monstruoso”. La estrategia es hacernos creer, al menos mientras dura la proyección, que el filme no es una obra interpretada, mutilada, cortada y construida por una productora de cine, sino un material audiovisual original, grabado inocentemente por sus protagonistas y proyectado sin cortes ni mutilaciones. La historia es real porque lo parece.

En un mundo conquistado por las formas audiovisuales “reales”, grabadas y alojadas en Youtube por ciudadanos anónimos, esta forma narrativa deviene casi una necesidad de mercado. Para atrapar a este tipo de público hay que jugar en su terreno, engañarle e involucrarle en la acción aprovechando el mito de la (falsa) realidad televisada. Esta forma de narración tiene además la virtud de anular el distanciamiento irónico, tan postmoderno, que se había asentado últimamente en ciertos filmes de terror, más pendientes del guiño cinéfilo que de otra cosa. No obstante, esta recomendación de manual, repetida hasta la saciedad desde el Proyecto de la Bruja de Blair, tiene que aceptarse con reservas: este mecanismo no deja de ser una estrategia formal (y puede que tramposa) para disfrazar de realidad una simple ficción cinematográfica y además, y esto es una opinión personal, puede llegar a cansar si se abusa de ello, Monstruoso provoca una constante sensación de Deja vu si antes se ha visto REC, El diario de los Muertos o Redacted. Pero dejando de lado discusiones estas apreciaciones, el experimento funciona. En Monstruoso, el plano se corresponde, en todo momento, con el punto de vista de una cámara digital doméstica manejada por uno de los protagonistas. De manera que el espectador tiene siempre una visión limitada -muy limitada- de lo que está ocurriendo, como si efectivamente estuviera en el lugar de la catástrofe y apenas entreviera el horror que tiene a sus espaldas o se esconde para devorarle en algún punto inconcreto delante de él. De este horror entrevisto emanan algunas de las escenas más inquietantes de la película. En este aspecto, resulta paradigmática la secuencia en la que se narra el primer ataque del monstruo, al que ni siquiera vemos pero que intuimos gracias al uso aterrador que se hace del fuera de campo y de los efectos sonoros, como los gritos de la gente y la vibración de los pasos de la criatura, o las secuencias donde recorremos junto con los jóvenes protagonistas un Manhattan pesadillesco: desde las primeras escenas en las que las calles parecen tomadas por ciudadanos aterrorizados, soldados y asaltadores de comercios, hasta las últimas, donde se impone el horror con silenciosa efectividad y Nueva York se revela como una urbe fantasmagórica y surreal; una puesta en escena que recuerda al horror de una ciudad en guerra. No en vano lagartos y tortugas gigantes han arrasado Tokio mucho antes de pisar Estados Unidos, quizá porque el país nipón conoció el terror, en forma de bomba atómica, mucho antes que sus colegas estadounidenses.

El artificio formal del filme influye también en su contenido: el hiperrealismo que implica afecta también a la estructura de la historia, de naturaleza anticlimática, y a los personajes, que dejan de ser héroes imprescindibles para el desarrollo de la acción ya que el único “personaje” indispensable para seguir contando la historia es la propia cámara. A pesar de que el filme posee una introducción larga en extremo, en la que nos presenta a los protagonistas y sus cuitas con bastante detalle, el filme no consigue que nos interesemos demasiado por sus vidas una vez empieza la acción de verdad y un monstruo formidable lanza por los aires la cabeza de la Estatua de la Libertad, grandiosa imagen que recuerda a la también fantástica escena de la aparición de los trípodes en La guerra de los mundos (Spielberg, 2005). De manera que al espectador no le queda otra alternativa que resignarse a seguir a este grupo de jóvenes empeñados en rescatar a la novia de uno de ellos, lo que no es especialmente interesante en sí mismo peró le permite vislumbrar el sombrío espectáculo de la destrucción de una ciudad. Durante el viaje, el grupo se encontrará con tiendas devastadas por asaltantes, recorrerá los oscuros túneles del metro neoyorquino y terminará en Central Parck, en pleno corazón de Manhattan -justo donde había empezado la película-, un símbolo de la ciudad convertido en escenario de horrores y rodeado de edificios vacíos. Sin embargo, y a diferencia de lo que ocurría en REC o El proyecto de la Bruja de Blair, a un comienzo impactante, de lo mejor del cine de acción en años, le sucede un desarrollo que va perdiendo fuelle dramático y se precipita hacia un final profundamente nihilista. I aquí vendrían bien unas declaraciones que hizo Jaume Balagueró hablando de su película REC: me imagino el fin del mundo como una cámara grabando un espacio vacío.


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