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clásicos modernos

publicado el 5 de noviembre de 2006

El tiempo de los muertos

Juan Carlos Matilla |

Título fundamental en la evolución del cine de fantasmas, 'Al final de la escalera' ('The Changeling', 1979), de Peter Medak, es un apasionado y melancólico relato sobre aparecidos que no pueden descansar en paz y sobre seres humanos que se entierran en vida. Una obra lírica y siniestra, heredera de los principales hallazgos de la 'ghost story', que combina a la perfección el tono melodramático con los elementos característicos del género de casas encantadas, y que muestra una densa y turbia reflexión sobre la familia, la muerte y el tiempo.

La ghost story, al igual que la novela gótica, nació en los países anglosajones como respuesta a los gustos realistas imperantes en los siglos XVIII y XIX. Fiel exponente del lado más siniestro de la vida humana, el cuento de fantasmas proliferó durante todo el romanticismo pero no fue hasta mediados del siglo XIX en que comenzó a despuntar como un género sólido. Nombres de la talla de M.R. James o E. F. Benson fueron los verdaderos artífices del cuento de espectros tal y como lo conocemos en la actualidad. Ambientados en lugares presididos por las sombras y los panteones, sus soberbios escritos no dejaban de estar vinculados a una cierta moda por lo tenebroso y lo gótico, de gusto claramente romántico, que no fue superada hasta la llegada de Edgar Allan Poe, el primer escritor que modernizó la ghost story desde un punto de vista más naturalista (e incluso científico, como atestiguan sus relatos policiacos), menos lastrado por la tradición representada por Mary Shelley o Ann Radcliffe. Pero el gran autor del género, aquel que lo llevó hasta sus cotas más sobresalientes, fue el estadounidense Henry James. El autor de Las alas de la paloma (The Wings of the Dove, 1902) advirtió las posibilidades poéticas de la narración de fantasmas y la fusionó con su sombría visión de las relaciones humanas. En su obra, el espectro no es un ser demoniaco, ataviado con sudarios e iluminado por la luz de las velas. En lugar de repetir los lugares comunes del género, H. James cultivó la figura del fantasma como una presencia del pasado que condiciona la vida de los habitantes del presente. En su obra, los muertos no son esclavos del tiempo suspendido que los encadena, sino que son los vivos los que se encuentran desasistidos, a merced de los recuerdos de las personas desaparecidas. La fantasmagoría jamesiana está repleta de personajes que no pueden despegarse del rostro de sus seres queridos ya fallecidos, las apariciones suceden en el ámbito de lo subjetivo, dan forma a los deseos y anhelos frustrados y señalan la imposibilidad de revivir el pasado perdido.

La figura del fantasma en el cine ha generado un buen número de obras excelentes como, sólo por citar algunos títulos representativos, El fantasma y la señora Muir (The ghost and Mrs. Muir, 1947), de Joseph L. Mankiewicz, La casa encantada (The haunting, 1963), de Robert Wise, La niebla (The fog, 1980), de John Carpenter, o El resplandor (The shining, 1987), de Stanley Kubrick. Pero las tres películas que mejor han sabido captar la turbación, el misterio y la belleza de la ghost story han sido, sin lugar a dudas, Suspense (The innocents, 1961), de Jack Clayton, Al final de la escalera y El sexto sentido (The sixth sense, 1999), de Michael Night Shyamalan. El filme de J. Clayton (uno de los directores más injustamente olvidados por la crítica) es una adaptación de la novela corta Otra vuelta de tuerca (The turn of the screw, 1898) de H. James. Vibrante obra maestra del fantástico europeo, el filme es un denso y morboso relato de horror narrado con una delicada poética visual, que muestra un acercamiento poco habitual al género, la visión del fantasma como una proyección de la represión erótica, una encarnación de los deseos sexuales oprimidos por la devastadora moral imperante. Además, Suspense se erige como la película que mejor ha sabido recrear el ambiente gótico característico de la primera etapa de la literatura de fantasmas: la lóbrega mansión de Blai donde suceden los trágicos acontecimientos, las apariciones de los espectros tras los ventanales o en los páramos, los jardines llenos de estatuas y fuentes ensombrecidas por las tinieblas, los pasadizos apenas iluminados por la luz de los candiles, los vetustos muebles semiescondidos por las telarañas y el polvo, las enigmáticas torres, etcétera. Todos estos elementos configuran un escenario decimonónico y decadente pero a la vez sugestivo y misterioso.

El principal hallazgo del filme es su cadencioso ritmo que nunca busca la precipitación y, salvo en el crescendo final, da prioridad a la narración pausada y la atención a los pequeños detalles que nos irán acercando al horror: los ruidos, las sombras, la melodía de una caja de música.

Al final de la escalera y El sexto sentido son las dos caras de una misma moneda, dos obras magistrales que, partiendo de puntos de vista contrarios, convergen en un mismo lugar: la visión del fantasma como un ser atrapado en un tiempo eterno, como una figura poética de la condición trágica del ser humano, como una lúgubre extensión de la angustia de la existencia. Una de ellas, la película de P. Medak, expresa todo este turbador mundo desde el punto de los vivos que buscan a los muertos para poder esclarecer las dudas que pueblan sus vidas; en el filme de Shyamalan, los muertos necesitan a los vivos para encontrar la identidad perdida, la paz que dé sosiego a sus almas atormentadas. Ambas no renuncian al lirismo ni a la melancolía para articular un discurso desolador y amargo sobre la muerte y la noción de trascendencia. Como anécdota, habría que resaltar que la absoluta maestría de las tres obras mencionadas no se le pasó por alto al astuto Alejandro Amenábar, quien en su exitosa Los otros (2001), combinó de forma muy inteligente los principales hallazgos de los tres filmes: ambientación gótica, melodrama familiar, represión y moral cristiana, reflexión sobre el espacio de la muerte y un tono desalentador en la visión de las relaciones entre ambos mundos, el de los vivos y el de los muertos. A pesar de esto, la película de A. Amenábar no consigue situarse a la misma altura que las de sus maestros. La diferencia radica en que, en ocasiones, el alumno que mejor copia de la clase puede ser el más brillante pero no el más profundo, para eso es necesario tener una voz propia, un visión diferenciada y distanciada sobre el tema, que A. Amenábar, por el momento, no posee.

La trama de Al final de la escalera se inicia con una tragedia que marcará desde el principio el tono melancólico que fluye por toda la película. Destrozado tras la pérdida de su mujer y su hija tras un estúpido accidente, el músico John Russell (George C. Scott) decide cambiar de vida y se traslada a un mansión donde poder llevar una vida tranquila y dedicarse por entero a sus clases de música y a sus composiciones para piano. Pero la majestuosa mansión donde se recluye esconde un secreto atroz y algo que permanece encerrado en ella comenzará a manifestarse en cuanto el músico llegue a la casa. Un espíritu que busca de manera desesperada que alguien le ayude a desenterrar un horrible crimen ocurrido en el seno de un noble familia que vivió en la casa años atrás, un terrible asesinato del pasado cuya huella se prolonga hasta el presente.

La película de P.Medak es un claro ejemplo de que, a veces, la celebrada "política de los autores" instaurada en la década de 1950 por los redactores de Cahiers du Cinema resulta insuficiente para enjuiciar debidamente los valores y la calidad de un filme. A menudo, la labor de rastreo de las constantes de la obra de un director no aporta ningún dato de interés, nada que justifique la condición de autor. Pocos elementos de la escasa obra que conozco del director de origen húngaro tiene conexión con la poesía y perfección que alcanzó en su única incursión en el género de fantasmas. Y esto no es una crítica, ya que el valor de lo inesperado actúa de manera positiva en la valoración final de la obra. La mayoría de las veces, la perfección se consigue de manera fortuita, como producto de una inusitada combinación de elementos aislados: el férreo guión de William Gray y Diana Madox, lleno de un sentido amor por los clásicos de la literatura fantástica anglosajona; la otoñal fotografía de John Coquillon; la insuperable y tristísima música de Rick Wilkins; la estremecedora interpretación del añorado George C. Scott; y, por encima de todo, la precisa, milimétrica y sugestiva puesta en escena de P. Medak, que dio todo lo mejor de sí mismo tras las cámaras para realizar una auténtica lección de maestría visual, a la altura de maestros de la elegancia formal como Alfred Hitchcock, Jacques Tourneur o Terence Fisher.

La alusión a T. Fisher no es gratuita por dos razones. En primer lugar porque P. Medak fue su ayudante de dirección en El fantasma de la Opera (The phantom of the Opera, 1962), otro arrebatado relato sobre personajes del pasado que viven una existencia cercana a la muerte y que buscan una imposible redención en las vida de los que permanecen en la realidad conocida; y en segundo lugar, porque parte del estilo del director británico se halla latente en las imágenes de Al final de la escalera. Fisher, poeta de los lugares angostos y de las tramas sugerentes y angustiosas, fue un director dotado de una rara (por infrecuente) facultad de extraer de las imágenes sobrenaturales de sus películas, dotadas de una infinita elegancia, una visión que va más allá de los cánones del género. Fue capaz de mostrar, de manera nunca exhibicionista, lo que subyace detrás del horror: una oscura reflexión sobre el lado más tenebroso del ser humano. En su estilo de narrar, el misterio y la trascendencia siempre van de la mano, el escalofrío se asienta sobre una manera refinada de observar y aprehender la realidad que nos repele, que nos asusta. La forma acaba por acoplarse por completo con el fondo. Todos estos apuntes del cine de Fisher se hallan en la película de P. Medak.

El principal hallazgo del filme es su cadencioso ritmo que nunca busca la precipitación y, salvo en el crescendo final, da prioridad a la narración pausada y la atención a los pequeños detalles que nos irán acercando al horror: los ruidos, las sombras, la melodía de una caja de música, el descubrimiento de una habitación cerrada durante años, una voz fantasmagórica que queda grabada en una cinta magnetofónica, una espeluznante sesión de espiritismo, los objetos que aparecen y desaparecen (una pelota, una medalla, una silla de ruedas), etcétera. Todos estos elementos están integrados en el relato como símbolos de un pasado que se resiste a ser olvidado, que busca una salida hacia la luz, una redención que de sosiego al alma de un fantasma atormentado. La planificación elegante, los estudiados insertos, la ausencia de subrayados redundantes y el rechazo a la grandilocuencia, se compenetran con una puesta en escena deslumbrante que saca todo el jugo posible a los travellings suntuosos, a los planos subjetivos, a los estremecedores picados, al inteligente uso del fuera de campo y de la arquitectura de los espacios góticos de la película.

El tiempo detenido también aparece reflejado en la mejor secuencia del filme, el descubrimiento de la habitación sellada del niño fallecido, un espacio que ha permanecido apartado y silenciado. Un lugar inundado por el polvo, las sombras y la vergüenza que vuelve a la vida a partir de la mirada de los seres que la ocupan de nuevo, liberando lo que permanecía oculto y llenándolo de tristeza.

Como ya he comentado, el tiempo y la muerte son los dos temas centrales de la película y su plasmación en imágenes es excelente. No es gratuito que el personaje principal sea un pianista porque la música es un lenguaje que en sí mismo simboliza el triunfo del ser humano sobre la irreversibilidad del tiempo y la muerte, al igual que la voluntad de los seres que han muerto y que se niegan a dar carpetazo a su existencia. Por eso la comunicación entre el fantasma y el profesor se produce a través de ella, lo que provoca que la música acabe siendo uno de los símbolos fundamentales del filme y esta idea se materializa en la melodía que obsesivamente recrea el profesor al piano, una melodía guiada por el fantasma que reproduce el sonido de una caja de música que le perteneció. El tiempo detenido también aparece reflejado en la mejor secuencia del filme, el descubrimiento de la habitación sellada del niño fallecido, un espacio que ha permanecido apartado y silenciado. Un lugar inundado por el polvo, las sombras y la vergüenza que vuelve a la vida a partir de la mirada de los seres que la ocupan de nuevo, liberando lo que permanecía oculto y llenándolo de tristeza. Este sentimiento también se extiende al estado emocional del profesor, una melancolía vital que será clave en la resolución del crimen ya que el fantasma se dirige a él a causa de su duelo. La muerte no es ajena a John Russell, su estado de abatimiento tras la pérdida de su familia provoca que intente salvarse y redimir los errores del pasado del fantasma para acallar su propio sufrimiento. La redención será mutua, para los muertos y para los vivos.

Por último, habría que apuntar la dura visión sobre la familia que muestra la película. A pesar del amor infinito que siente el profesor por su esposa e hija, el trágico crimen que esconde la casa supone un duro ataque a la relación paternofilial. La ambición y la miseria moral que provoca que un padre lleve a cabo el peor de los crímenes posible, deja una amarga sensación sobre el horror que se puede hallar tras la familia, el dolor que puede generar este estamento reconocido y aceptado por todos que, como todas las creaciones del ser humano, no está exento de crueldad y de vergüenza. El terror más absurdo es el que se produce entre las paredes del mundo que conocemos y en el que nos pensamos que estamos seguros. El horror, en última instancia, no conoce límites y no respeta nada.


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